jueves, 28 de febrero de 2008

Sexo seguro


Ella

No hasta que por fin me haya mordido el anzuelo, se dijo. La viuda le desafiaba desde un extremo de la mesa. Él la desnudaba con la mirada, le había traído un regalo cuidadosamente envuelto. Conocía los mortales efectos del amor y se movía con cautela. Esquivó la taza de café y fue acercándose poco a poco. Con delicadeza empujó el paquete. Ella lo desenvolvió. Uhmm… una mosca. Se relamió con lascivia. Mientras ella comía, él se dispuso para la cópula. Ya la tenía entretenida. Entonces, una mano percibió a la araña hembra junto a la taza y cayó como una losa sobre sus ocho patas.


Él

No hasta que por fin me haya mordido el anzuelo, se dijo. La viuda le desafiaba desde un extremo de la mesa. Él la desnudaba con la mirada, le había traído un regalo cuidadosamente envuelto. Conocía los mortales efectos del amor y se movía con cautela. Esquivó la taza de café y fue acercándose poco a poco. Con delicadeza empujó el paquete. Ella lo desenvolvió. Uhmm… una mosca. Se relamió con lascivia. Mientras ella comía, él se dispuso para la cópula. Ya la tenía entretenida. Entonces, una mano percibió a la araña macho junto a la taza y cayó como una losa sobre sus ocho patas.

Ilustración Ana Juan

martes, 26 de febrero de 2008

El secreto de la primera frase


Es bien sabido, que la primera frase de un relato o de una novela… es decisiva. Todo el mundo sabe de la importancia de esas primeras palabras. Con ellas hay que atrapar al lector y no dejarle escapar hasta la última línea. Es necesario encontrar la tela de araña, en la que dejar prendido a ese espectador imaginario, para quien narramos nuestras ficciones. Ir tirando de ese hilo hasta deshacer el tejido y con ello desnudar a aquel que ha quedado hipnotizado por nuestras primeras palabras.
Sobre cada escritor recae la responsabilidad de encontrarlas. Pero es una paradoja, pues todos los manuales de ayuda a principiantes informan, no sé bien con que fin, tal vez, intentando no desalentar al que comienza, de que habitualmente, esa primera frase que sirve de puerta al cuento, ese primer hilo que arrastra al resto, es desechado en la primera corrección. Tal vez, pensándolo así uno se siente menos presionado. Bueno, eso cree, porque realmente es falso, uno escribe la primera frase que se le viene a la cabeza, y entonces se detiene y piensa en la continuación, y en esa angustiosa espera, busca la segunda frase, la definitiva. Y ahí comienza la verdadera tensión.
Fue así, en medio de una tormenta de ansiedad, de inmensas olas eléctricas y de un deficiente talento narrativo, que decidí buscar y encontrar como fuera, las verdaderas primeras frases de los relatos más importantes de la literatura de todos los tiempos.
Sabía, que no resultaría una tarea sencilla. Evidentemente, esas primeras frases desechadas, probablemente ridiculizaban hasta tal punto a sus autores que estos, por el afán de salvaguardar sus imágenes públicas, las habrían escondido en lo más recóndito del planeta. Pero tanto ellos como yo, sabíamos, que esas primeras frases de algún modo tenían algo de mágico. No eran palabras unidas al azar, sino verdaderos secretos gramaticales. Llaves al mundo de la imaginación. Había leído sobre aquello en un ensayo escrito por Fión de Calesso, el magnífico, Fión de Calesso. También yo, como muchos de sus coetáneos, había pensado que aquello no era más que una patraña. Tonterías escritas por un anciano que había perdido la cabeza. La leyenda hablaba de un decálogo de frases mágicas, que escritas siguiendo los pasos de un misterioso ritual lo llevanban a uno a abrir el inmenso mundo de la imaginación. Intenté borrar de mi mente aquella estúpida idea.
Me giré y pude ver a mis espaldas la inmensidad de la biblioteca. Libros y libros que durante años entretuvieron mis ojos, distrajeron mi mente y llenaron mi corazón de falsas esperanzas, de sueños que se rompían en pedazos, cada vez que me ponía frente a la pantalla del ordenador.
Miré la primera fila de libros, no estaban ordenados alfabéticamente, en ellos imperaba el desorden intelectual. Recorrí la estantería con ferocidad: Guy de Maupassant, Chesterton, Stevenson, Stefan Zweig, Sandor Marai, Cortázar, Borges... Allí estaba, un libro fino como el dedo meñique, ligero, blanquecino: “Los juegos fantásticos” por Fión de Calesso. Permanecí aún un rato sentado, observándolo de lejos. No queriendo caer en su trampa, en su red.
Faltaban unas horas para que anocheciera. Me puse el abrigo, cogí mi bufanda y salí a caminar. Recordé a Walser, su paseo y tuve miedo. Sentía que la sin razón me poseía. Deambulaba como un muerto en busca de vida. Y mi cabeza no dejaba de gritarme: juegos mágicos, juegos mágicos, juegos mágicos…
Vi, oí, sentí, olí y nada calmó mi angustia. Regresé a toda prisa a casa, entré y dejé caer mi abrigo al suelo. Lancé la bufanda al sillón de lectura, que me miraba desafiante, con sus orejas y su mullido asiento. Resbaló y fue a parar a la alfombra persa. Tomé aquel libro que parecía un panfleto y lo leí ávidamente, buscando la primera pista. Antes de llegar al final caí en un sueño. Muchos pensaran que quiero decir que me quedé dormido pero no fue así. Girando sobre mi mismo, como una peonza, mi sillón de orejas y yo caímos al centro de un sueño. Estaba más despierto que nunca. Asustado, pero muy despierto. El sueño comenzaba así: “Un espléndido día de junio del año 455, justo cuando, en la hora tercia, en el circo Máximo de Roma había terminado el sangriento combate de dos gigantescos hérulos contra una piara de jabalíes hircanos, una creciente agitación se apoderó gradualmente de los miles de espectadores.” Dios mío, me encontraba ante la primera frase, perdón quise decir la segunda frase, de “El candelabro enterrado” de Stefan Zweig. Ante mí, se alzaba una pantalla que recogía infinitas segundas frases, aunque aparecieran como la primera en los libros, todas ellas pertenecientes a aquellos admirados escritores que me quitaron más de una vez el sueño. “Durante su residencia en Londres, el eminente príncipe Florizel de Bohemia se ganó el afecto de todas las clases gracias a la seducción de sus modales y a una generosidad bien entendida”, Stevenson “No sé si contaros mis sueños.” Marías, “El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen” García Márquez.
Abrí los ojos tanto como pude y allí a un lado, como custodiando la pantalla, estaba el anciano, Fión de Calesso. Me miraba desafiante, dispuesto a vapulear mi desconcierto. Su apariencia afable nada tenía que ver con su genio. En la solapa de su libro no se hacía mención del humor agrio que le caracterizaba. Tal vez, por aquel entonces era un hombre distinto. Sabía bien que hacía yo allí. Por eso no lo pregunto. No era el primero, ni el último, ambos lo sabíamos. Sin embargo, si era uno de los elegidos. No todos los que deseaban escribir llegaban allí. Pero al igual que supe, con certeza, que estaba ante la oportunidad de mi vida, también supe que aquel hombrecillo, de no más de un metro cuarenta centímetros, no me lo iba a poner fácil. Nos miramos fijamente sin decir palabra. Yo aterrorizado. Él imagino que preparando su estrategia de ataque.
Cientos de preguntas se agolparon en mi cerebro. ¿Podría leer mi mente? ¿Tendría que superar alguna prueba para conocer el ansiado secreto? ¿Era todo aquello real o me había vuelto loco?
Lo cierto, es que no podía resistir sus pequeños ojos oscuros escudriñándome como si yo no fuera más que un extraño insecto, tal vez una nueva especie a descubrir. Pero pronto, decidió romper el silencio. Su voz era como el canto de las sirenas, me hipnotizaba como aquellas embelesaban a los marineros.
- Y bien, jovencito.
Y calló de nuevo. Dios, si el folio en blanco provoca pavor aquella situación aterrorizaba. Si contestaba con un: ¿Y bien, qué? Podía estropearlo todo. ¿Quién me aseguraba que de una patada no me devolvería a mi lugar de origen?. A mi vida mediocre, llena de sueños inconclusos. Pensé antes de decir nada, reflexioné y tarde tanto, que mi tempo lento le provoco y dijo enfadado:
- Y bien, jovencito.
Socorro - me dije. Quiero despertar. No me importa perder la oportunidad de mi vida. Al fin y al cabo nadie sabrá que lo he hecho. Quiero salir de aquí cuanto antes.
Estaba paralizado por el pánico. Todo yo temblaba, como una hoja que cae del árbol a la deriva, en otoño. Quiero salir corriendo, quiero huir – me dije-necesito hacerlo.
Y de repente, aparecí tirado en el suelo de mi biblioteca, en la alfombra persa, junto a mi bufanda y sobre aquel libro: “Juegos mágicos”. Me levanté y salí disparado. El reloj daba las diez y media de la noche. Mi corazón latía a tal velocidad que creí verlo salir de mi pecho y correr como un dibujo animado por el suelo.

Ilustración Matte Stephens



viernes, 22 de febrero de 2008

La curiosidad


Un día se despierta, se levanta, desayuna. Y mientras gira la cucharilla dentro del té se le ocurre. Un blog - se dice - voy a crear un blog. Toma el ordenador y sigue los tres pasos. Uno, dos, tres. Voila. No, algo ha fallado. Uno, dos, tres…uno, dos, tres…ahora.
Piensa que será un secreto, aunque duda. Inicia el viaje. Como es costumbre, con cierto temor, escribe, en ese espacio en blanco, un primer párrafo muy críptico. Nada de desnudarse muy rápidamente. Eso le da vértigo.
Es impaciente y no lee las instrucciones de uso. Así es que aprende sobre la marcha. Borra, edita, borra, publica, suprime, nueva entrada…borra, edita, borra…
Se cansa. Quebranta sus intenciones, como ya esperaba. Cuenta su secreto.

- Sabes, he abierto un blog.
- Ah sí.
- Ya te lo enseño, un día de estos.

A la mañana siguiente se despierta, se levanta, desayuna, enciende el ordenador y entra en su blog. ¡Una visita! ¡He tenido una visita! ¡Que sorpresa! - piensa.
Una desconocida le felicita. Aquello la anima, siente como si la empujaran. De pronto, una pareja de curiosidades le preguntan :¿Quién es esa desconocida? ¿Qué escribe?
Decide investigar. Increíble, también tiene un blog. Se sumerge en él, bucea, lee, relee. Sabe que no está sola en la red. Si lo piensa con más detenimiento se asusta. Decide olvidarlo. Escribe en el aire, por si olvidara hacerlo: “acuérdate de olvidarlo”. Sigue. Abre un nuevo documento en blanco y resbala. Un precipicio. Ahhh! cae en picado. Que extraño, no recuerda su vida en unos segundos. Remonta como puede en el pie de página. Ha faltado poco, se dice. Agita las alas y regresa al principio .Escribe unas cuantas líneas inconexas y se cansa. La ansiedad la agita.
“Hace falta algo más que voluntad” le dice una voz aguda, casi estridente. Se tapa los oídos y frunce el ceño.
Cierra la tapa del ordenador y abre la del libro. Y la voz sigue. Ella se hace la sorda. Se levanta de la mesa y se pone a pasear por los escasos metros de la casa. La voz la sigue como su sombra. Incluso se ha tumbado encima de esta y se deja arrastrar. La voz es vaga, es evidente. Ella, tranquilamente urde su plan. Se acerca al equipo de música, lo enciende, sube el volumen. La voz sorprendida escucha a Marisa Monte y se pone a bailar. Ella aprovecha para escaparse.

Un día después, se despierta, se levanta, desayuna, enciende el ordenador y no entra en su blog sino en el de la desconocida. Esto si la sorprende. Comienza a hurgar entre los textos como si abriera los cajones de una cómoda ajena. Entra en los enlaces y se pregunta ¿A quién lees? ¿Quiénes son tus amigos? ¿Cómo eres?
Así descubre nuevos blogs. Nuevas ventanas. Nuevas cómodas. Mira el reloj. Han pasado varias horas. No se lo puede creer. No el que haya pasado tan rápido el tiempo, eso es normal, sino que la voz a vuelto. Sabe que en esta ocasión no le servirá hipnotizarla con música. Así es que decide darle conversación.
La voz perpleja ante tal actitud comienza su discurso. Tus cuentos son, les falta, les sobra, les… hace falta y tu careces y encima… y tú…Ella asiente ante todos los comentarios, sin flores, y guarda silencio. Entra en su blog. Si no fuera por las ilustraciones - piensa - no ha habido ninguna visita. Bueno, quizás si.
Ha faltado a su palabra, varias veces, tantas como dedos tiene en las manos. Tal vez, alguien ha pasado por casa y no ha dejado tarjeta – se dice. Si, eso, ha pasado por casa pero no ha dejado tarjeta - se repite.

Unas semanas más tarde, se despierta, se levanta, desayuna, enciende el ordenador y no puede entrar en el blog. El wifi falla. Se siente una pirata, una ladrona de señal, pero a pesar de todo se enfada. Desde el silencio le grita al usuario: ¡vamos a que esperas! Señal nula. ¡Vamos insolidario! Señal baja. Se conecta. Comienza su baño de cada mañana, de cabeza a la piscina de su desconocida y de ahí a la de otra desconocida más y después a otra más. Y entonces se da cuenta. A todos ellas les dejan tarjetas de visita y algunas con flores. Se entristece. Vuelve a su pantalla en blanco y comienza un nuevo cuento. Pero la idea ha sembrado algo en su cabeza. La soledad - se dice - la soledad de su blog. Deja lo que escribe y vuelve a la blogosfera. Se da una vuelta, pasea las calles, corre por las avenidas, se tumba en los parques. Descubre que ella es una newbie, una recién llegada. Que existen los títeres que son personajes que se hacen pasar por varios y diferentes usuarios, los fake que también suplantan a alguien, los troles que se dedican a insultar y decir tonterías, los leechers… Parece una película de ciencia ficción. Philip K Dick, Asimov, Brian Aldiss, Lem, Huxley… Su cabeza hierve. ¿Tendrían ellos ahora un blog? Se inquieta y se desconecta.

Una mañana más, se despierta, se levanta, desayuna, enciende el ordenador y se queda pensando. Lentamente, mientras se toma su té a pequeños sorbos, decide leer un cuento de su amiga la desconocida. Le gusta. Esta vez, sin pensarlo, agradecida, le deja una tarjeta. No sin cierto pudor. La abruman los círculos literarios, en general los círculos.
Los pensamientos giran en su cabeza. Demasiada gente. Todos verán su tarjeta. Tal vez, ha dejado pocas flores. Se arrepiente. No, no hay porque hacerlo - se dice así misma. Siente que su timidez se expande también por la red. Es algo incontrolado.


Meses más tarde, una mañana se despierta, se levanta, desayuna, enciende el ordenador y escribe. De repente recuerda a su amiga desconocida y la visita a escondidas. Sale de su casa de puntillas, sin hacer ruido, no quiere que ella se entere. Y piensa: “La timidez en el blog”
Y como le pica una curiosidad, sin dudarlo, instala un contador de visitas.
Ilustración García del Real

jueves, 21 de febrero de 2008

El bosque de miga de pan


Ella había salido a caminar.
Él leía el periódico tomándose un café en la terraza de un bar.
A ella se le cayó un pensamiento, doblado, del bolsillo de su abrigo.
Él lo recogió y lo guardó en el suyo.
Ella se quedó pensativa mirando un árbol.
Él acabó su café, guardó el periódico y pagó la cuenta.
Ella miraba al suelo.
Él se acercó a ella.
Ella encontró los zapatos de él.
Él esperó la mirada de ella.
Ella era tímida y no miraba a los ojos.
Él le tendió el pensamiento.
Ella asustada le quitó las pinzas.
Él la miró confuso.
Ella abrió su bolso, guardó el pensamiento y sacó un pájaro.
Él sonrió y dibujó un laberinto.
Ella entró.
Él la siguió.
Ella dio un paso.
Él dio dos.
Ella se distrajo con el viento.
Él la adelantó.
Ella dudó un segundo.
Él sacó de su bolsillo unas migas de pan y fue sembrando el laberinto.
Ella recogió las migas, poco a poco, y las metió en el bolso.
Él iba delante.
Ella iba detrás.
Él se giró a mirarla.
Ella se dejó mirar.
Él sacó un minuto de su reloj y se lo dedicó.
Ella dibujó un tritón, un arroyo y una montaña.
Él la miró en silencio.
Ella sacó su cuaderno y le regaló un capicúa.
Él señaló una estrella y dijo: “es tuya”.
Ella lanzó medio sueño al aire.
Él dejó sonar sus pasos.
Ella le susurró “Nowhere man”.
Él tiñó el cielo de un color cobrizo.
Ella creyó haberse tragado unas mariposas.
Él se pellizco creyendo que no estaba allí.
Ella trazó un mapa en el aire.
Él dibujó dos soledades que se acompañaban.
Ella cerró los ojos.
Él fue escondido por el minotauro.
Ella creyó que aquello era una broma.
Él lo veía todo oscuro.
Ella abrió su bolso y vio un bosque de árboles de miga de pan, cientos de pájaros escondidos y bajo uno de esos árboles, a la sombra, le vio a él leyendo un periódico.
Él vio la luz y dejó de leer y desde el fondo del bolso disfruto del sol.
Ella supuso que aquello era el amor.
(para Azul)
Ilustración Sanna Annukka

miércoles, 20 de febrero de 2008

Microrelatos

Así es la vida

“Todavía algunas veces huele a sangre y le recuerda. Él era bajito y de aspecto triste. Le conoció una noche, cuando regresaba a casa del trabajo. Le dio confianza. Le invitó a subir y una cosa llevó a otra. Durante meses se vieron a escondidas, a oscuras. Una mañana despertó y él se había ido. Sobre la almohada había una nota: “Lamento lo del perro, lo del gato y lo del canario…”.
Se levantó y limpió la sangre del suelo y de las paredes. Por las noches aún le espera. Es de esas que creen que el vampiro siempre vuelve a la escena del crimen.”



Creyéndome Monterroso

"Todavía algunas veces huele a sangre y sonríe"


Creyéndome Augusto Monterroso

"Todavía algunas veces huele a sangre y se desmaya"


El despiste

Todavía algunas veces huele a sangre y llora. No fue el hombre del saco, ni Jack el destripador sino aquel envío para las transfusiones que papá olvidó en la furgoneta. Aquel despiste lo cambió todo. Una noche llamaron a la puerta. Dos tipos como armarios se abalanzaron sobre él. Mamá intentando ayudarle recibió un golpe mortal en la cabeza. Un charco de RH + tiñó el suelo de la cocina. Unos días antes un hombre había muerto en el hospital esperando una transfusión. Atando cabos, entendimos. Mi padre nunca volvió a ser el mismo.



Ilustración Sanna Annukka

viernes, 15 de febrero de 2008

El sueño


He de contarles algo. Esta mañana, al despertar, tiré mi sueño contra la pared. Y cuando miré al suelo no estaba roto. Me levanté indignada y con mi pié derecho, descalzo, lo pisoteé. Él, blando y cálido fue cambiando de forma bajo mis dedos. Una luna llena, una media luna, una estrella, una gaviota, un árbol… Sentí entonces rabia. ¿Qué se le puede hacer a un sueño si se empeña en dormir a nuestro lado?
Houdini en "The man from beyond"

El falso doble



Al llegar a mi casa, precisamente en el momento de abrir la puerta, me vi salir. Intrigado, decidí seguirme. Andaba con un paso tranquilo y seguro. Parecía que tenía muy claro a donde me dirigía. Mis zapatos brillaban y mi traje no tenía ni una arruga. Llevaba en las manos un ramo de flores y un libro. Me detuve en un semáforo y miré hacia atrás, como si sospechara que alguien me estaba siguiendo. No parecí darme cuenta de nada porque seguí caminando.
¿Dónde iba? - me pregunté a mi mismo. Era la hora del té y a mí me gusta tomarlo sólo y en la biblioteca de casa. Matilda, como es costumbre, prepara mi té con jengibre y lo acompaña de unas exquisitas pastas que ella misma cocina.
Pero hoy, no sé porque extraña razón había decidido romper mi rutina y salir de casa. Yo soy un hombre de costumbres. Odio las improvisaciones. Todo el mundo lo sabe. Por eso no salía de mi asombro mientras me observaba pasear, hacia... quién sabe.
Había salido a la calle con el traje que mamá me regalo para la boda de la prima Angélica. Eso me hizo suponer que me dirigía hacia un lugar elegante y sofisticado. Pero no soy hombre de sociedad, sino más bien todo lo contrario. Mis amigos dicen que soy huraño, parco en palabras y que resulto en exceso rígido y serio. En una palabra: aburrido.
De repente, alguien tocó suavemente mi hombro.

- Hola Javier- temblé de miedo.
- Hola Emma, veras tengo una cita y llego un poco tarde- dije nervioso, intentando salir del aprieto - ya te explico en otro rato.

Mentí no tenía otra opción. No podía despistarme ni un minuto por qué podría perderme la pista. Y tampoco podía explicarle la verdad. ¿Cómo decirle que me estaba persiguiendo a mi mismo? Me tomaría por un loco.
Me miró con cara extrañada y dijo:

- Está bien, no te entretengo.

Me observé de lejos. Cruzaba un parque y podía ver mi imagen intermitente entre lo árboles. Ahora yo, ahora un árbol. Ahora yo, ahora un árbol. Corrí para alcanzarme. No estoy acostumbrado al ejercicio físico, así que tuve que parar porque me faltaba la respiración. Tales eran mis resuellos que, él, yo, se giró a ver de donde provenían esos enormes resoplidos.
Por suerte, soy rápido y pude esconderme de mi mismo, tras un seto. Y así evite verme.
Permanecí inmóvil y me vi alejarme.
No debía arriesgarme tanto, me dije. Era mejor guardar una distancia, prudente, de seguridad.
De pronto, me detuve. Él, o sea yo, estaba frente a una cafetería. Miró a ambos lados y decidió sentarse en una de las muchas mesas libres que había en la terraza.
El camarero se acercó y le dijo algo. Y después se marchó. Yo continué detrás del seto, observándome.
Pasó el tiempo y empecé a inquietarme. ¿A quién esperaba? ¿Tenía una cita secreta?
No tardé en averiguarlo. Caminando, pausadamente, llegó ella. Con su porte esbelto y su preciosa cabellera pelirroja. Siempre he admirado sus cristalinos ojos azules, aunque nunca le he dicho nada. Me levanté para recibirla. Y le entregué las flores y el libro. Ella sonrió amablemente. Se sentó a la mesa. Y oesde la distancia me enfadé. Mírame, me dije. Que ruin. Quién lo iba a decir. ¿Porqué él estaba sentado con ella y no yo?, me pregunté. Me acerque un poco para poder escuchar la conversación. Les oí en un tono muy lejano y débil.

- Muchas gracias Javier. Son preciosas. Por eso has reaccionado así antes, ibas a comprar las flores ¿verdad?
- ¿Antes? No, Emma. Yo no te he visto antes.
- Me tomas el pelo, ¿no?
- Emma, no se de lo que me hablas pero hace tiempo que quiero contarte algo.
- Me estas asustando Javier.
- Hay un hombre idéntico a mí, un impostor. Se ha vuelto loco. Pretende suplantarme.
- ¿Estás bromeando, verdad?
- No, me persigue. Está loco, es cierto. Te lo juro.

No pude escuchar más. Le odiaba, me odiaba. Él si que estaba loco. ¿Cómo podía estar diciéndole eso a la mujer de mi vida? Me enfadé tanto que volví a casa lo más rápido que pude. Me intentaba robar al amor de mi vida. Delante de mis narices. Sin ninguna consideración. Y encima me llamaba loco impostor. ¿Qué sabría él de la cordura y de los impostores? Busqué las llaves en el bolsillo de mi pantalón y no las encontré. Seguro que me las ha robado él. Cambiaré la cerradura mañana. Llamé a la puerta y me abrió Matilda.

- Hola señor. El té ya está en la biblioteca – dijo pacientemente.

- Perdone Señor, ha llamado la señorita Emma. Dice que había quedado con usted en una cafetería para tomar el té y que usted, no ha aparecido. Dice que le ha visto por la calle y parecía usted un poco extraño. ¿Quería saber si le había ocurrido algo?

Yo la miré fijamente. ¿Estaría ella de su parte? ¿Intentaban acabar conmigo?

Ella continuó - Le he explicado que eso era muy raro. Que usted no me había dicho nada de esa cita y que el señor nunca sale a tomar el té fuera de casa. Ella se ha ofendido, me ha dicho que si yo la estaba llamando mentirosa, no era mi intención señor, y me ha colgado.
La mire en silencio y le dije: tranquila Matilda.
Me gire y me dirigí hacia la biblioteca. Mi té se estaba enfriando y odio el té frío.

- Perdone señor, una cosa más. Esta mañana ha olvidado tomar sus pastillas – dijo Matilda.

Una rabia incontenible se apoderó de mí. Era una conspiración no cabía la menor duda. Querían drogarme. Matilda estaba de su parte.

- Las pastillas déselas a él cuando entre por la puerta, le contesté indignado.

Ella bajo la mirada, asustada.
Edwar Hopper

jueves, 14 de febrero de 2008

La utopía



"Porque ella está en el horizonte. Y si yo camino dos pasos, ella se aleja dos pasos. Y si yo me acerco diez pasos, ella se coloca diez pasos más allá. ¿Para qué sirve la utopía? Para eso sirve, para caminar."

Eduardo Galeano

Fotografía Pierre - Yves

El sueño

"La tierra giró para acercarnos más. Giró sobre si misma y en nuestro interior. Hasta que por fin nos unió en este sueño." Eugenio Montejo

Fotografía Krzysztof Bielinski

martes, 12 de febrero de 2008

Microrelatos




I - La enfermedad del olvido


Cojeando me esforcé por alcanzar la fila de niños que regresaban del recreo.
Las profesoras estaban en la puerta con sus batas blancas.
- "Vamos que no tenemos todo el día"- decía la más vieja.
Me costaba andar. Pedro me había dado una patada jugando al fútbol. Si no hubieran tocado ese pito para llamarnos a clase hubiera metido el gol. Miré hacia la reja, desde la calle una mujer y dos niñas me miraban. Me saludaron con la mano y yo les devolví el saludo aunque no las conocía. "Que extraña es la gente" - pensé.
La profesora me cogió del brazo.
- "Venga, Luís tu hija y tus nietas volverán mañana".




II- El niño que llevaba dentro


Cojeando me esforcé por alcanzar la fila de niños que regresaban del recreo.
Mis compañeros gritaban cada vez más lejos. María se había dejado la muñeca. Miré atrás y vi en un banco a dos ancianos mirándome. Recordé a mi abuelo sentado junto a las gallinas y a mi abuela llamándome a comer. Los árboles comenzaron a mover sus brazos. El parque pronto fue un colchón de hojas secas. Miré la fila y corrí cuanto pude. Tropecé. La muñeca de trapo amortiguo el golpe. Mi hija se enfadó cuando me vio en el suelo. Papá, ¿cuántas veces te he dicho que no corras? ya no eres un niño. Abrazado a la muñeca, sonreí.


III - El móvil del crimen


Cojeando me esforcé por alcanzar la fila de niños que regresaban del recreo.
Entré en el aula cuando ya todos estaban sentados. Me miraban con esa cara de inocencia insolente que sólo tienen los que no temen a nada. Ana, la profesora en prácticas, entró más tarde.
Recoge todos los móviles y ponlos sobre mi mesa – le dije.
Uno a uno, fueron entregándolos.
Será una cuestión de tiempo que vea los vídeos que habéis grabado y sepa que manitas inocentes me han hecho rodar por las escaleras – les advertí.
Una niña se levantó y dijo: “no puede mirar nuestros móviles, se le llama violación a la intimidad”.

Ilustración Jim Houser

viernes, 8 de febrero de 2008

La despedida


Esta fue una de sus últimas frases: “el sueño está a punto de terminar, muy pronto estaré despierto”.
Lamento, no ser de esas personas que mientras escuchan, fotografían las palabras y más tarde, son capaces de repetirlas y disfrutarlas nuevamente. Tan sólo soy capaz recordar pequeños extractos y a veces, ni eso. Vivir intensamente y memorizar al mismo tiempo son para mí dos tareas complejas e imposibles.
Aquella tarde llegué hacia las dos y media, al lugar en el que nos habíamos citado. Sobre la puerta del hospital brillaba un sol que sobrexponía nuestro encuentro. Él estaba inquieto y paseaba fuera del coche, como era su costumbre. Yo llegué apresurada. Cargada con una pequeña palmera y una edición de Rayuela.
A veces, pienso que no se eligen los lugares al azar. Que, inconscientemente, los lugares nos acercan a ellos. Algo así como si las historias de algún modo se escribieran solas o, una parte, estuviera escrita en el aire. Como si nosotros sus personajes tan sólo jugáramos a dialogarlas.
Nos saludamos con un único beso en la mejilla, como solíamos hacer. Un beso rápido, como un suave golpe. Subimos al coche. Nuestra conversación surgió entrecortada. Yo hablaba con un ritmo nervioso, él de un modo similar.
Quería contarme muchas cosas, pero todas ellas las consideraba demasiado extensas. Las iniciaba y terminaba casi al mismo tiempo.

- Te contaría, de hecho quiero hacerlo pero es muy largo. Tal vez, si alguna vez volvemos a vernos.

Yo miraba al suelo y pensaba en todas aquellas historias que dejaba a medias. Recurría a los últimos acontecimientos que le habían sucedido porque consideraba que esos eran los que en ese momento necesitaba contar. Y evitaba profundizar demasiado. Ponerme en antecedentes, explicarme cuandos y por qués. Yo le escuchaba, como si mi función fuera esa escuchar, ser únicamente su confidente.
En aquella ocasión, quedamos nuevamente para despedirnos. No sabría decir las veces que lo habíamos hecho; A lo largo de quince años puede que más de quince. Aunque tal vez, exagero, puede que fueran trece.
Esta vez, todo había transcurrido desde la más absoluta tranquilidad. Yo había aceptado respetar su decisión y ayudarle a llevarla acabo. Pero tampoco eso era nuevo. Él había dicho, mejor dicho me había escrito:
“Lee este e-mail y míralo sólo como un lamento, una ficción literaria de alguien que se ha hecho daño a sí mismo y necesita encontrar alguna fórmula para renacer y olvidar.
Y porque es culpa mía te pido: si te escribo no me contestes, si te llamo no atiendas la llamada, si me ves por la calle, no te dignes ni a decirme hola; por favor, ayúdame y no me dejes que vuelva caer en lo mismo de siempre, me resulta muy doloroso. Gracias, un beso y hasta siempre.”
Y después de haber enviado aquel correo me había llamado y yo no había respetado su petición. Es verdad, que mandó primero un mensaje a mi móvil y eso me hizo coger el teléfono cuando sonó. En esa conversación, me pidió que nos viéramos por última vez. Decía tener la necesidad de despedirse de mí de un modo más amable, de un modo distinto. Quería regalarme un libro. Y yo, como tantas otras veces accedí, sintiéndome culpable. Entendiendo y aceptando que tal vez, también tenía razón cuando decía que ambos éramos una droga para el otro.
Aparcamos el coche y buscamos un lugar donde comer. Estábamos en un centro comercial. No uno de esos que brillan y tienen aspecto de nuevo, sino de esos que destilan cierto sabor a pasado. Uno de esos con tiendas baratas y aspecto ajado, si es que los centros comerciales pueden ajarse.

- Me hubiera gustado llevarte a un sitio un poco más especial. Tal vez, si hay una próxima vez… - dijo.

Una ensalada mixta, seis montaditos y queso frito con mermelada, escucharon nuestra prosaica conversación. Cuando uno se ha despedido tantas veces, intentando que esa despedida sea definitiva, un dolor contenido te invade. Es un dolor estirado, que tan sólo vuelve a despertarse para la ocasión, pero que permanece en uno latente, escondido para el resto de su vida. Un dolor fantasma que no llega como un sobre salto, ni aturde, pero te estruja. Y lo hace con tal precisión que apenas eres consciente de lo que ocurre. Es, tal vez, la incredulidad, lo que nos salva, lo que impide que nos derrumbemos y caigamos al abismo del adiós.
Terminamos de comer y buscamos una librería.

- No hagamos esto largo- dijo – buena suerte.

Ilustración Enki Bilal

lunes, 4 de febrero de 2008

El tiempo detenido


Cuarenta quisiera que fueran mis regalos
Cuarenta como los ladrones de Alí Babá.
Regalos que corrieran deprisa.
Regalos que como años pasaran sin más.
Por eso te doy un camino a la sombra.
Y otro con vistas al mar.
Una llave que me abre por dentro.
Y otra más de mi puerta de atrás.
Te regalo mi bosque y mis pájaros.
Y unas nubes que te hagan soñar.
Toda mi piel para que no pases frío.
Y un atajo para que siempre me puedas hallar.
(Para Eva)
Cuadro de Diego Rivera

Buscando nubes (I parte)




Cuentan que hace mucho, mucho tiempo un hombre sentía una extraña enfermedad que le quitaba el sueño. Una enfermedad desconocida y difícilmente catalogable. Los primeros síntomas habían comenzado una mañana, del frío invierno de 1876. Aquella mañana como todas las mañanas, Fior, así se llamaba el hombre, se había levantado, se había calzado las botas y había salido a caminar sobre la nieve. El estómago vacío y el gélido viento ruso despertaban en él una extraña felicidad.
Había nacido en el seno de una familia de clase media. Su padre era médico, así que Fior había crecido correteando por los pasillos de un hospital. Tal vez, de ahí venía su necesidad de dar largos paseos blancos para tranquilizar su espíritu. Su madre, una mujer enfermiza y algo triste por naturaleza le había enseñado a apreciar los matices del blanco, antes de desaparecer.
Nadie supo nunca si, Silvana, así se llamaba, había muerto, había huido o si su cuerpo se encontraba escondido bajo una avalancha de nieve. Lo cierto, es que un día desapareció y tras de si dejó una estela de silencio y soledad que nadie jamás pudo cubrir. Algunos dicen que Fior salía cada mañana a buscarla, había quien decía que le había visto abriendo profundos agujeros en la nieve. Pero no eran más que conjeturas. Es cierto, que Fior, cada mañana salía con sus botas y caminaba. Es cierto, que buscaba. Pero nadie supo nunca que era lo que buscaba. Tal vez, ni el mismo.
A la edad de 45 años, había escrito un cuento “Buscando nubes” y se había convertido en el escritor más importante de su época. Pero después de aquel relato todo había cambiado.
Y había cambiado aquella fría mañana de 1876 en la que Fior había salido a caminar. Aquel día al regresar a casa había notado algo extraño en su piel. Sus manos tenían un feo color violáceo. Y un cosquilleo incómodo le recorría todo el cuerpo. En ese momento, no le dio importancia. Se quitó el abrigo de lana, descalzó sus pies y le pidió a su sirvienta que le preparara algo caliente. Entró en su despacho y se sentó como cada día frente a su mesa de trabajo. Cuando se dispuso a escribir se asusto. Las palabras se le escurrían de las manos. Las letras eran blandas y se contorsionaban como chicles y así se le hacían incomprensibles. Angustiado, cogió el folio en blanco que descansaba sobre la mesa y lo arrugó. Tomó su café caliente y volvió de nuevo a intentarlo. Comenzó a delinear palabras que no aparecían dibujadas. Comprobó la tinta. Todo aparentemente estaba en orden. Pero las frases no se materializaban en el espacio. De repente, observó sus manos. Bajo su piel y en un extraño zigzag podía leerse lo que escribía. Sin a penas entender nada salió de la habitación, creyendo que tal vez estaba delirando.
Vagó por los pasillos de la casa y finalmente, sin saber muy bien que hacer llamó a su esposa. Esta, incrédula escuchó lo que Fior le decía. Miró sus manos y no vio nada más que unos dedos temblorosos. El color era normal y bajo su piel no aparecían signos de letra alguna.
- Tal vez, deberías dormir un rato. Los últimos días han sido duros - le dijo con voz dulce.
Unna, que había estado con Fior desde su juventud y le conocía bien, se quedó preocupada. Sabía que no debía darle importancia y mucho menos delante de Fior. Tal vez, aquello podía ser fruto de la falta de sueño de su esposo. Las últimas noches habían transcurrido agitadas. Fior estaba nervioso porque todo lo que había escrito después de “Buscando nubes” había sido un fracaso.
No quiso preocuparse más de la cuenta, así es que salió al jardín y se quedó ensimismada mirando los pájaros.


ilustración Violeta Lópiz

viernes, 1 de febrero de 2008

Las dos caras de la inspiración


No pude transformarme en princesa porque el imbécil seguía mirando.
El escritor no apartaba los ojos de ellas.
A cinco minutos de las doce había llegado la inspiración.
- Menuda sorpresa. Me pillas trabajando, dijo el escritor.
Dos pechos enormes rodaron por la cocina.
Coño, pensé yo desde el folio. Las musas ya no son como antes.
El escritor se perdió babeante en el canalillo.
No es que me guste ser princesa, pero de algo hay que ganarse la vida. En dos minutos me transforma, pensé.
El escritor paseó sus dudas por el escote. Y yo me quede sin cuento.
¿Por qué sin tetas no hay paraíso?
Ilustración Maxiluchini