viernes, 23 de mayo de 2008

Esperanza de cristal



Miriam arrugó entre sus manos el garabato ilegible que había dibujado.
Después arrepentida planchó cada arruga con sus dedos. Dobló el mensaje y lo introdujo en la botella. Antes de poner el corcho recogió las bolas de papel sobre la cubierta. El barco se estremeció y roncó la sirena. Una ráfaga de viento levantó su cabello. Ella aprovechó ese instante para lanzar su esperanza mientras veía alejarse el embarcadero. Setenta años más tarde, el telediario informaba de una extraña noticia. Unos ornitólogos habían encontrado una paloma con un mensaje atado a una pata: “Encontré tu botella pero no entiendo la letra”. La sonrisa del pasado regresó para borrar sus arrugas.
Collage de Danielsan

martes, 20 de mayo de 2008

Los otros


El tiempo pasa y las horas no se detienen. Baja las escaleras con la esperanza de que algo ocurra. Esa sensación de falsa inmovilidad está acabando con sus nervios. Al pasar por la puerta ocho escucha unos gritos. Se detiene. Se sienta en el escalón junto a la puerta y desata el cordón de su zapatilla derecha. Deshace cuidadosamente el lazo y presta atención a lo que dicen. La mujer le recrimina al hombre. Y el hombre guarda silencio. Les ha visto en millones de ocasiones. Se ha cruzado con ellos en la escalera, en el ultramarino, en el horno. Puede imaginarles sin demasiado esfuerzo. La ve a ella, alta con los ojos brillantes, con su melena pelirroja atada con descuido. Imagina que viste ese vestido de lunares blancos sobre fondo negro que deja al descubierto sus piernas kilométricas. Es pintora, lo sabe por algún chismorreo porque nunca ha visto nada que pudiera hacérselo pensar. Él tiene un aspecto tranquilo, apocado, tímido. Toca la guitarra y compone canciones melancólicas. Ha podido oírlas en alguna ocasión. Ahora escucha las palabras enfadadas de ella. Le dice que ha sido desconsiderado. Les imagina frente a un cuadro que ella ha terminado de pintar, hace poco. Huele la pintura, un bosque de acrílico, pájaros escondidos de color magenta. Puede sentir como crece la rabia de ella abonada por el silencio de él. Entonces ambos callan. Aguarda quieta. Escucha el llanto de la mujer interrumpido por el chisteo del hombre. Frunce el ceño, ata de nuevo el cordón de su zapatilla y continúa el descenso. Apoya su oreja en la puerta seis. Un silencio inmenso se enreda en su oído y la atrapa haciéndola sentir incómoda. Parece que la mujer argentina no está en casa. Sale muy pronto por las mañanas aunque no lo hace todos los días. Hoy cuando se ha parado frente a la puerta tenía la esperanza de que no lo hubiera hecho. El gato de la vecina de la puerta cinco maúlla. Eso la hace desplazarse por el rellano y apoyar la oreja contraria en la otra puerta. Las uñas del animal chocan contra el mármol. Dibuja mentalmente el recorrido que está pisando la mascota de la anciana. La Sra. López es viuda y tiñe su pelo con un plis que da a su cabeza el aspecto de las jacarandas en primavera.
Decide seguir su camino. Resbala en un escalón y cae. Se queda sentada entre el segundo y tercer piso. Desde esa posición puede ver la puerta cuatro. Esa es su favorita. En ella vive un escritor. Nunca le ha visto pero conoce a la perfección la música que sus dedos componen contra el teclado. Ha conseguido aprender a identificar el sonido de cada letra. Así que cuando apoya su oído y le oye teclear sabe lo que escribe. Parece que hoy tiene un día inspirado. Comienza a traducir el sonido en frases:
“Sísifo, Penélope, Tántalo o hasta las pálidas Danaides…eran como yo víctimas de la imposibilidad de llevar a cabo una tarea determinada, y estaban no obstante poseídos por el deseo de volver a empezar una y otra vez.”
Sonríe. Que bien escribe, que profundidad... Aunque reconoce que esa frase es de otro escritor y no de su vecino, la escucha con agrado. Pasar por la puerta cuatro en ocasiones es como leer las frases que nos regalan en los azucarillos - piensa. Intenta levantarse y siente un tremendo dolor en la rabadilla. Es un pinchazo eléctrico que la recorre como una autopista. Baja un piso más y otro y se cruza con la pareja de gays que viven en el primero. Abren la puerta y la escrutan con la mirada. Son recelosos y no suelen saludarla a no ser que se encuentren en el patio, junto a los buzones. A veces ha pensado que a los dos hombres les aqueja una extraña amnesia cuando salen a la calle, cuando no están cerca de esos buzones verde oscuro. La acera, el asfalto les hace olvidar quienes son, donde viven y a quien conocen. Tal vez, esos son los síntomas que afectan al que siempre desea esconderse. A ella no le importa. Sabe que no lo hacen a propósito. No hay maldad en ese no saludo. No pueden remediarlo. Les mira y les sonríe. Ellos permanecen serios y silenciosos como si no la vieran. Cierran rápidamente la puerta. Ella sigue su camino rumbo a la calle. Pronto pisará la alfombra gris. Lo hace. Hay sol. Se cruza con algunos transeúntes que también parecen no verla. Una mujer cargada de bolsas llenas de alimentos tropieza con ella y no se disculpa. De una de esas bolsas ha caído algo. Ella se agacha y lo coge.
Ilustración de Marlowa

jueves, 8 de mayo de 2008

Apod-arte o la relatividad del apodo


La malvada Hipotenusa capturó a Pi y nos lo mandó en un MMS. Fue un 14 de marzo, el día en que Alberto, alias Einstein, cumplía siete años. Estábamos junto a la tarta esperando que soplara las velas. A Pitágoras le sonó el móvil. En el mensaje Pi aparecía amordazada. Hipotenusa nos pedía un rescate. Heisenberg puso cara de incertidumbre. Debíamos tomar una decisión. Apodarme Descartes me obligaba a dudar constantemente. Harto de resolver problemas opte por cambiar de apodo. Traicioné a Pi y me pase a las letras. Ahora me llamo Neruda. A las niñas les gustan más los poemas.
Ilustración de Blanca