viernes, 8 de febrero de 2008

La despedida


Esta fue una de sus últimas frases: “el sueño está a punto de terminar, muy pronto estaré despierto”.
Lamento, no ser de esas personas que mientras escuchan, fotografían las palabras y más tarde, son capaces de repetirlas y disfrutarlas nuevamente. Tan sólo soy capaz recordar pequeños extractos y a veces, ni eso. Vivir intensamente y memorizar al mismo tiempo son para mí dos tareas complejas e imposibles.
Aquella tarde llegué hacia las dos y media, al lugar en el que nos habíamos citado. Sobre la puerta del hospital brillaba un sol que sobrexponía nuestro encuentro. Él estaba inquieto y paseaba fuera del coche, como era su costumbre. Yo llegué apresurada. Cargada con una pequeña palmera y una edición de Rayuela.
A veces, pienso que no se eligen los lugares al azar. Que, inconscientemente, los lugares nos acercan a ellos. Algo así como si las historias de algún modo se escribieran solas o, una parte, estuviera escrita en el aire. Como si nosotros sus personajes tan sólo jugáramos a dialogarlas.
Nos saludamos con un único beso en la mejilla, como solíamos hacer. Un beso rápido, como un suave golpe. Subimos al coche. Nuestra conversación surgió entrecortada. Yo hablaba con un ritmo nervioso, él de un modo similar.
Quería contarme muchas cosas, pero todas ellas las consideraba demasiado extensas. Las iniciaba y terminaba casi al mismo tiempo.

- Te contaría, de hecho quiero hacerlo pero es muy largo. Tal vez, si alguna vez volvemos a vernos.

Yo miraba al suelo y pensaba en todas aquellas historias que dejaba a medias. Recurría a los últimos acontecimientos que le habían sucedido porque consideraba que esos eran los que en ese momento necesitaba contar. Y evitaba profundizar demasiado. Ponerme en antecedentes, explicarme cuandos y por qués. Yo le escuchaba, como si mi función fuera esa escuchar, ser únicamente su confidente.
En aquella ocasión, quedamos nuevamente para despedirnos. No sabría decir las veces que lo habíamos hecho; A lo largo de quince años puede que más de quince. Aunque tal vez, exagero, puede que fueran trece.
Esta vez, todo había transcurrido desde la más absoluta tranquilidad. Yo había aceptado respetar su decisión y ayudarle a llevarla acabo. Pero tampoco eso era nuevo. Él había dicho, mejor dicho me había escrito:
“Lee este e-mail y míralo sólo como un lamento, una ficción literaria de alguien que se ha hecho daño a sí mismo y necesita encontrar alguna fórmula para renacer y olvidar.
Y porque es culpa mía te pido: si te escribo no me contestes, si te llamo no atiendas la llamada, si me ves por la calle, no te dignes ni a decirme hola; por favor, ayúdame y no me dejes que vuelva caer en lo mismo de siempre, me resulta muy doloroso. Gracias, un beso y hasta siempre.”
Y después de haber enviado aquel correo me había llamado y yo no había respetado su petición. Es verdad, que mandó primero un mensaje a mi móvil y eso me hizo coger el teléfono cuando sonó. En esa conversación, me pidió que nos viéramos por última vez. Decía tener la necesidad de despedirse de mí de un modo más amable, de un modo distinto. Quería regalarme un libro. Y yo, como tantas otras veces accedí, sintiéndome culpable. Entendiendo y aceptando que tal vez, también tenía razón cuando decía que ambos éramos una droga para el otro.
Aparcamos el coche y buscamos un lugar donde comer. Estábamos en un centro comercial. No uno de esos que brillan y tienen aspecto de nuevo, sino de esos que destilan cierto sabor a pasado. Uno de esos con tiendas baratas y aspecto ajado, si es que los centros comerciales pueden ajarse.

- Me hubiera gustado llevarte a un sitio un poco más especial. Tal vez, si hay una próxima vez… - dijo.

Una ensalada mixta, seis montaditos y queso frito con mermelada, escucharon nuestra prosaica conversación. Cuando uno se ha despedido tantas veces, intentando que esa despedida sea definitiva, un dolor contenido te invade. Es un dolor estirado, que tan sólo vuelve a despertarse para la ocasión, pero que permanece en uno latente, escondido para el resto de su vida. Un dolor fantasma que no llega como un sobre salto, ni aturde, pero te estruja. Y lo hace con tal precisión que apenas eres consciente de lo que ocurre. Es, tal vez, la incredulidad, lo que nos salva, lo que impide que nos derrumbemos y caigamos al abismo del adiós.
Terminamos de comer y buscamos una librería.

- No hagamos esto largo- dijo – buena suerte.

Ilustración Enki Bilal

No hay comentarios: