viernes, 23 de enero de 2009

La muerte, la muerta y la vecina

Ilustración Andrea Mirabito
Llevabas muerta cinco días y yo aún no se lo había dicho a nadie. Sentada a los pies de tu cama mataba el tiempo reprochándote: “¿Quién eras tú para suicidarte?, tu vida me pertenecía...”
Sonó el timbre y más tarde el susurro de las llaves en la puerta. Entró tu vecina y gritó aterrorizada. La sangre seca manchaba las sábanas. Enfadada apreté su corazón hasta callar su latido en mis dedos y se desplomó. Arrastre la guadaña fuera de la habitación. En la casa de al lado me esperaba un anciano. Un trabajo monótono ser la muerte, pensé.

martes, 20 de enero de 2009

Marianne y Corinna 2

"Francesca de Rimini y Paolo da Verruchio observados por Dante y Virgilio" de Ary Scheffer

Marianne tiene la sensación de que alguien la observa desde atrás mientras escribe. Algo totalmente imposible pues su espalda reposa apoyada en un cabezal de madera y tras éste una fría pared de color verde sube hasta tropezar con el techo. A pesar de todo tapa pudorosamente el texto con la mano y se gira. Observa fijamente la pared escudriñando los diminutos agujeros que cree ver en ella y por los que supone que alguien puede estar espiándola. Acaricia su rostro y se compadece. Cree estar perdiendo el juicio. Corinna golpea con cuidado la madera que separa el pasillo de la estancia y espera a que la señora conteste y le dé permiso. Marianne permanece en silencio e imagina tras la puerta la cara de la chica. Puede ver sus rizos rubios recogidos bajo la cofia, los ojos azules como abismos profundos y esa boca fina y casi inexistente que a ratos la asusta. Marianne deja en la cama el cuaderno y la hace pasar. Corinna entra deslizando sus pies cuidadosamente, tal y como hiciera el 7 de agosto de 1974 un hombre llamado Philippe Petit. También ella como el funambulista teme que un tropiezo acabe con su vida. Le informa de que el desayuno está listo y que el pequeño ya ha sido llevado a casa de su abuela materna.
Marianne asiente con la cabeza y lamenta que su pereza y su lentitud le hayan impedido ver a su hijo esa mañana pero pronto ese pensamiento se desvanece sin dejar el más mínimo rastro de culpabilidad. Mira entonces la pared de su izquierda, junto a la ventana por la que entra brillante el sol, hay un lienzo de Ary Scheffer. Le pide un momento a Corinna y retoma su descripción. Coge el diario y escribe: “Francesca descansa todo su amor sobre el torso desnudo de su amante. Y Paolo sabiendo que sin poder evitarlo ha deshonrado a los Malatesta tapa su rostro.” Marianne busca entonces la mirada de Corinna y la encuentra perdida en el laberinto de colores que se dibuja en el suelo.
Le pregunta si conoce a la mujer del cuadro. Corinna la mira con desdén, ha escuchado su historia en infinidad de ocasiones y sabe que aunque no quiera volverá a oírla. Escuchará la vida de esa dama que leía tranquila el romance de Lancelot y Ginebra, y que embrujada por la literatura cayó de bruces en los labios de su amante. Marianne la sorprende y calla. Comienza a tararear, imagina que el mismo Debussy toca el piano para acompañarla. Y le dice con voz clara algo que Corinna escucha y no entiende:“yo también creo como Maeterlinck que solamente podemos ver el reverso de nuestro destino.”

lunes, 19 de enero de 2009

Marianne y Corinna

Fotografía de Lilyan Corneli

“No me gusta hablar de poesía, no me gusta hablar de mí y no me gusta hablar de política. Puedo hablar con ustedes de animales, de plantas, un poco de amor y un poco de amistad”

Wislawa Szymborska


La despiertan las primeras notas del Vals 2 op 69 de Chopin. Las hojas de los árboles tintinean al ritmo como si se tratara de minúsculas campanas colgadas de las ramas. La mirada se le hace más lenta, más sola y más tranquila. Mira colgado de la puerta del armario el vestido que la ocultará en su concierto, esos finos tirantes que sostendrán todas aquellas flores rojas sobre fondo oscuro. Sabe que nada sucede dos veces y que incluso a veces es todo un milagro que algo ocurra una sola vez y eso la hace inquietarse. El niño llora desde la habitación contigua. Pronto se escuchan los pasos de Corina, la niñera, que se acerca y abre la puerta. Los sollozos del bebé se apagan devolviendo a sus oídos a Chopin en su estado puro.
Todavía es pronto, el reloj apenas ha marcado las nueve de la mañana. Toma el cuaderno que descansa desde anoche en la mesilla y ayudándose del marcador de raso negro llega al folio en blanco. Como cada mañana desde hace años redacta la descripción de su cuarto. Esa idea no apareció en su cabeza de un modo original sino que la copió de un famoso escritor, cuyos libros le sirvieron de compañía hace tiempo. Le contaron que Vonnegut se imponía a si mismo dibujar con palabras su oficina día tras día para establecer un precalentamiento a la escritura.
Y así como el gimnasta que estira cada uno de sus músculos antes de comenzar a correr, Marianne toma el lápiz y describe su alrededor. Frente a la cama está el armario que compró en Italia en uno de sus viajes.
Escribe en primer lugar una cita de Scott Fitzgerald de la novela “Suave es la noche” que dice “Piensa cuánto me quieres. No te voy a pedir que me quieras siempre como ahora, pero si te pido que lo recuerdes. Pase lo que pase siempre quedará en mí algo de lo que soy esta noche.” Después de esa transcripción se queda durante un instante pensativa pero pronto prosigue.
“Abro los ojos y frente a mí, en la puerta del armario se alza orgulloso el bello panel calado que muestra a la dama en el jardín. Hoy ha desaparecido su vaporoso vestido de época y en su lugar encuentro una enredadera que le cubre las piernas. A ambos lados del armario hay tres estantes que completan el diseño. La ornamentación contiene infinidad de relieves, hojas, flores y un curioso tigre.”
Desde la cocina llega el aroma del café recién hecho. Las tostadas calientan sus cuerpos aún. La cocinera come unas nueces mientras coloca el zumo de naranja en la bandeja.
Marianne revisa entonces la pared de su derecha y tropieza con una foto de Chip Hooper y escribe: “El mar de Tasmania parece tranquilo y el gigante de piedra parece estar inmóvil desde ayer”
Nadie sabe porque Marianne sigue viviendo en esa casa. Porque se empeña en que el servicio vista como en el siglo XIX. Tal vez, como ella misma le dijo una vez a Corinna su amor por aquella época le ayuda a mantener alejado su pasado. Sabe que el pasado es ayer y que el mañana es misterio pero a pesar de todo le asusta el presente, al que lejos de considerar un regalo considera un temor. Pero Corinna tiene su propia teoría y así se lo hizo saber una vez a la cocinera.

sábado, 17 de enero de 2009

El sonido de las lágrimas

Obituario de niños muertos en Gaza publicado por Haaretz

POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS

Ningún hombre es en sí equiparable a una isla;
Todo hombre es un pedazo del continente,
Una parte de tierra firme;
Si el mar llevara lejos un terrón,
Europa perdería como si fuera un promontorio.
Como si se llevara una casa solariega
De tus amigos o la tuya propia.
La muerte de cualquier hombre me disminuye,
Porque soy una parte de la humanidad.
Por eso no preguntes nunca
Por quien doblan las campanas,
Están doblando por ti.

JOHN DONNE. Gran Bretaña, Londres (1572-1631)

jueves, 15 de enero de 2009

Ella


Ilustración de Cristina Quiles.


La miro a ella y me veo a mí. Hace años que no sale de la casa. Encerrada desde que él murió víctima de si mismo. Delirando en su almohada con una locura que tal vez un día soñó y que se le agarró a las tripas para no abandonarlo jamás.
La miró a ella y me veo a mí contando margaritas en el edredón, postrada ante la fiebre, pusilánime ante esta enfermedad que algunos consideran imaginaria y exagerada y que otros ni siquiera consideran.
La miro a ella y me veo a mí.

viernes, 9 de enero de 2009

Ciento cuarenta y uno

Ilustración de Philip Giordano

"¿Qué era, aquella quemazón, aquel asombro, aquella infinita insuficiencia, aquella dulce, aquella honda, aquella radiante sensación de las lágrimas al aflorar? ¿Qué era?"
R. M. RILKE
Una vez más aparece ese número el 141 y el vértigo la zarandea con tal fuerza que ha de cogerse al aire para no caer al suelo. Ha llovido y los charcos le devuelven su imagen asustada. En esa extraña postura, con el brazo derecho cogido al infinito y con los pies, ambos, el derecho y el izquierdo de puntillas intenta como puede guardar el equilibrio. Y lo consigue aunque no sin cierto esfuerzo. Al bajar el brazo, en la mano, en la derecha, yace como un jirón sin vida su equilibrio. Lo ha apretado tanto que... Cierra el puño y lo oculta en el bolsillo de su abrigo. ¿cómo ha podido suceder?, se pregunta. Ahora vuelve a estar paralizada por el terror, ha aniquilado su equilibrio. Apoya las plantas de los pies en el suelo y comienza a caminar cojeando. Un paso con el pie derecho, cuatro con el izquierdo y nuevamente uno con el derecho.