martes, 21 de diciembre de 2010

Papel mojado


Ilustración de Jesús Cisneros


Con gran delicadeza construye con sus largos dedos de pianista el último barco de papel con alas rectas. La noche ha sido muy negra y ella como si se tratara de una margarita ha entretenido a la oscuridad deshojando una vieja revista. Con las páginas pares ha construido barcos y con las impares aviones. Al amanecer ha comenzado a llover. Una fina cortina húmeda ha impedido que su aviación y su marina partieran. Impotente, ha mirado el cielo y ha creído ver que algo se escondía entre las nubes. Ha sacado sus prismáticos de la funda y los ha puesto frente a sus ojos. Las nubes se han acercado entonces a la punta de su nariz y ha podido ver a un pequeño escalador de apenas dos centímetros y medio de alto y junto a éste una esfera amenazante, de seis centímetros de diámetro. Asustada se ha quitado los binoculares.


jueves, 16 de diciembre de 2010

He soñado con la valentía




Ilustración de Riki Blanco
www.rikiblanco.net


La cena termina y los cuatro comensales se despiden. Ellas se besan afectuosas y ellos se dan la mano. Él, el hombre llamado Azul se pone la gorra y adopta desde ese momento su aspecto británico. Ella, la mujer perdida, cae rodando dentro de si misma, como Alicia en el agujero del árbol pero no encuentra ni al conejo, ni a la reina roja, ni al sombrerero loco. Arrastra consigo la sensación de inestabilidad con la que ha estado jugando toda la velada.

A las 9 en punto, el suelo se ha convertido en un trozo de chicle que poco a poco se ha ido estirando hasta convertirse en una tensa cuerda, que recuerda a la de un funambulista, y que cada vez es más delgada.

Ha comenzado el viaje de vuelta a casa. Él camina rápido. Va dos pasos por delante de ella. Ella avanza pausada, le pesa el frío. Piensa en la frase de Emerson: “Cuando patinamos sobre hielo quebradizo, nuestra seguridad depende de nuestra velocidad”. Y aterrorizada escucha como el asfalto cruje y se desquebraja bajo sus pies.

Al llegar a casa el silencio caldea la estancia. Tras la puerta, Yeats, se acerca a ella y le susurra al oído: “La muerte del brillo de unos ojos que una vez nos quitaron el aliento”. Y entonces la angustia se transforma en epifita. La planta aérea avanza por sus rodillas y no se detiene.

Comienza entonces una obra muda porque como decía Beckett, no se puede contar el silencio.

El la mira y comienza a inquietarse.