viernes, 26 de diciembre de 2008

Un funeral en el cerebro


Ilustración de Cristina Quiles

"No deberíamos someternos jamás a las ideas del grupo. No se puede ser ese insecto clavado en un corcho con una agujita y una etiqueta debajo."


Wislawa Szymborska


Abrió los ojos y se sintió cansada. Con los años aquellas horas que se suponían reparadoras se habían convertido en momentos de duermevela, de sueño ligero y agotador. Bajó las escaleras con cuidado de no resbalar. La pendiente de las mismas era casi peor que una pesadilla en mitad de la soledad. Colocó sus pies dentro de las babuchas que la esperaban al final de los peldaños, entró al baño y se sentó a la espera. Recordó que alguien hacia años le había recomendado la lectura de un relato perteneciente a Bernardo Atxaga. Durante esos años el libro la había perseguido, había lucido tentador en las estanterías de todas las librerías que visitaba, lo había visto apilado en columnas, saliendo curioso en las estanterías, en las manos de algún lector de ojos ávidos y bajo cárteles que anunciaban su oferta. Pero había preferido mantener con ella aquel título como algo pendiente. Hacer de esa manera que algo inacabado la acompañara en su triste camino solitario. Había esperado que llegara su verdadero tiempo. El tiempo en el que recorrer con la mirada cada palabra y descubrir tal vez el porque de dicha recomendación. Sentada en el frío mármol del retrete decidió que ese momento había llegado. Fue en la página 311 en la que encontró aquello que ella creía un mensaje cifrado. Y que realmente no fue más que un verdadero deleite literario. Un original texto que le abría las ganas de escribir, de seguir leyendo. Y así lo hizo y así lo encontró. Era inevitable continuar la lectura. La última frase del cuento le empujaba a uno a saltar al siguiente de un modo inevitable. Como el que perseguido por un terrible mal se encuentra al borde de un precipicio desde el cual logra ver el agua. Y aunque la duda le arañe las entrañas decide saltar con la esperanza de encontrar abajo algo mejor que lo que le acecha arriba. Y así fue que halló lo que deseaba en la página 327. Y pensó con fuerza en el título como intentando llevarlo hasta la mente de aquel que le había recomendado la lectura. Confiando en que también él hubiera llegado a este segundo cuento, pues en él ella había encerrado su mensaje cifrado.

jueves, 25 de diciembre de 2008

Deshojando sueños

Ilustración de Rebecca Dautremer

“La tierra temblando, al paso de la muerte... / un pequeño perro blanco corrió hacia la calzada / y se enredó entre los pies de los soldados. / Una patada lo hizo volar como si tuviera alas. / Eso es lo que sigo viendo: / la caída de la noche. Un perro con alas.” CHARLES SIMIC

Le duelen las piernas, en eso piensa mientras friega los platos y tazas del desayuno. La mujer mira por la ventana y descubre frente a ella, parado en el aire como si fuera un colibrí, a un colirrojo. Ella no identifica al ave, nada sabe de pájaros pero la observa con las manos mojadas. Corre el cristal, salpicado por las gotas del grifo y escucha el trino. Es agrio, con un timbre metálico y formado por estrofas cortas en las que se diferencian dos partes separadas por un corto silencio. El brillo de la cola rojiza deslumbra a la mujer. Como ella el pájaro es una hembra que ha cambiado las montañas por la ciudad. Ha abandonado su nido de hierba, musgo y raíces en un roquedo para instalarse en la grieta de un edificio.
El timbre la despierta de la ensoñación. Cierra la ventana mientras observa al pájaro alejarse. Seca sus manos algo nerviosas, el trapo resbala y cae al suelo. De nuevo vuelve a sonar el timbre, dejando entre ambas llamadas un silencio.
No abre. Decide quedarse presa de sus ensoñaciones. Ahora a los sesenta y cinco años desmontar el silencio le parece una tarea dudosa. Piensa en su George Barker, idéntico al poeta. Y sueña que viaja con él a Mabu. Allí caminan tranquilos entre árboles altos de hoja perenne. Pueden ver como los monos se cuelgan de las lianas observados por los camaleones pigmeos.
Nuevamente suena el timbre. El imperio de los sueños se desvanece y se escurre de su cuerpo como lo hace cada mañana el camisón. Queda desnuda ante el telefonillo. “querida, el mundo todavía es una quimera atroz y sublime…” - ¿A qué vienen esos pensamientos?
Abre la puerta y espera que su hija suba las escaleras. No hay nada estable. La escena ahora transcurre en el interior de un libro que crece como se sopla el vidrio.

“En cada multitud hay uno o dos asesinos. / Aún no sospechan su porvenir. / Las guerras se empiezan para que les sea fácil / matar a una mujer que empuja un carrito de niño.” CHARLES SIMIC

lunes, 22 de diciembre de 2008

Un cadáver exquisito escrito a ocho manos ( I parte)


Ilustración de Ana Juan

Todo sucedió muy rápido. No pudo darse cuenta de lo que pasaba. No alcanzó a reaccionar. Ni una sola palabra salió de su boca, ni un grito, ni un gesto o mueca en su rostro. El entorno desapareció. La luz lo invadió todo antes de poder pestañear. Pero ese escaso segundo, esa minúscula fracción de tiempo resultó suficiente al menos para vislumbrar con claridad la solución a todo el misterio. Mientras el calor descomponía su cuerpo y el olor a carne quemada llegaba a sus fosas nasales, su cerebro procesaba a la velocidad de la luz los datos, fechas, pistas, engaños, encuentros y preguntas que había descubierto, analizado, sufrido, protagonizado y presenciado en las últimas, sus últimas, cuatro semanas de vida. La gran duda se desvanecía y aún tuvo tiempo de imaginar cómo una sonrisa de triunfo se dibujaba en sus labios. Sólo la pudo representar en su mente, ya no tenía boca.

Cuatro semanas atrás, había recibido aquella extraña nota que le citaba en el 909 de la calle Nigeria. Un completo desconocido había abierto la puerta y le había invitado a entrar. La casa era grande y antigua. Las paredes estaban cubiertas por un papel carmesí ilustrado por cientos de pequeños insectos (moscas, mariposas, polillas…). Una puerta al fondo mostraba una enorme biblioteca. En ella una mesa y dos sillas desparejadas. Y encima de ésta, un antiguo tratado de entomología. En la única pared no cubierta por libros había un mapamundi en el que parecía cartografiarse una ruta. En aquel momento, sintió que esas cosas eran arbitrarias y casuales, la mera decoración de un sueño. Miró fijamente al hombre y le escuchó atentamente.


Diez minutos de conversación y treinta de silencios. Con los ojos escrutaba su mente en cada frase. Le explicó el caso con cinco palabras: "no le picó un mosquito". Descartó de un pluzamo todas las hipótesis en las que había trabajado durante meses. El hombre sacó el último cigarrillo de un paquete arrugado, se lo ofreció con un gesto y él lo rechazó acompasando la negación con un temblor de manos. Desde hacía dos días había dejado de fumar. Le preguntó cómo había dado con su dirección y el hombre, recreándose en la calada, se encogió de hombros y le entregó la tarjeta de un abogado. Al principio no lo reconoció, pero un resorte saltó en su memoria: era Pierre Fabré, el hijo del empresario cosmético. En la última bocanada de humo abandonó el despacho más desorientado de lo que entró. Estaba seguro de que la sra. Grimauld conocía la existencia del último testamento de su marido y de que no hizo nada para evitar la tragedia.

Al salir a la calle, justo cuando se disponía a cruzar el portal de aquel 909, oyó un susurro como de ultratumba
–Hola Vernon.
Un chispazo de espanto le recorrió el espinazo hasta erizarle los pelillos del cogote. La desagradable descarga que experimentó al escuchar aquella voz pero no ver a nadie frente a él se disipó al descubrir que de entre la sombra de la puerta entreabierta surgía un repugnante enano disfrazado de domador de circo.
-Vernon –repitió el engendro- tienes algo que me pertenece, y seguro que no te gustará que esto llegue a oídos de madame Grimauld, ya me entiendes... Permaneció un momento en silencio mirando perplejo al infraser, dudó si hablar, pero cruzó el umbral y continuó su camino por la acera desierta. Al cabo de veinte pasos giró la cabeza, el enano domador ya no estaba. De vuelta a su piso la cabeza le hervía con preguntas sin respuesta. ¿De dónde había salido ese ridículo ser? ¿Por qué le habría citado el hijo de Fabré? Y sobre todo ¿quién demonios era Vernon? Su única certeza en aquel momento era que desde que dejó de fumar se sentía cada vez más raro, más ajeno a si mismo.
Durante los quince días que siguieron a su doble encuentro en la calle Nigeria los acontecimientos extraños se sucedieron como si un titiritero loco estuviera manejando los hilos de su destino.

Entró en la cocina y se preparó una taza de café. Mientras la bebía ojeo las últimas anotaciones de su libreta. ¿Vernon? No aparecía ningún Vernon. Decidió repasar, uno a uno, todos los puntos del caso. Tal vez, se le estaba escapando algún detalle. La Sra. Grimauld le había llamado el lunes 9 de septiembre, con la intención de contratarle para que investigara un asunto relacionado con la desaparición de su marido. Se habían reunido en un lugar llamado Old Grog. Allí, ella le había contado sus sospechas.
El Sr. Grimauld se dedicaba a la investigación científica por lo que solía viajar a menudo. Era un hombre poco hablador y aficionado al ajedrez. Ella aseguraba que él se encontraba alojado en un lujoso hotel de Lagos. Pero el hotel negaba que allí se hubiera hospedado jamás ningún Sr. Grimauld. Hacia una semana que habían perdido la comunicación.
En Nigeria, su esposo, debía encontrarse con un empresario con el que tenía que tratar un asunto crucial para las investigaciones que, en ese momento, estaba llevando a cabo.

Apuró su café, miró a su alrededor y descubrió el desorden que le cercaba. Hacía un mes que convivía con una decena de cervezas, restos de las últimas comidas y la grasa que ya pertenecía a la decoración minimalista de las paredes. En todo ese caos no había ningún cenicero, ni una colilla, ni un paquete arrugado. Su colega, Quique, alias Enrique Poirot, recomendaba en la primera página de su libro de autoayuda “Como dejar de fumar investigando un caso”, que debía eliminar las colillas de la escena del crimen.
Desde su primera reunión con Sra. Grimauld, la vida le había cambiado. No podía pensar en otra cosa, todos sus sentidos rastreaban las múltiples hipótesis del caso. Esa tarde, una de ellas, la que más se acercaba a su intuición, se había desmoronado. “No le picó un mosquito”. Mierda, estaba tan seguro de su versión de los hechos que se sintió como una hoja en otoño. Tomó el rotulador y escribió en la pizarra de la nevera con enormes letras mayúsculas: LIMPIAR LA COCINA. Apagó la luz y cerró tras de sí la puerta. Caminó a oscuras por el pasillo, le sentaba bien pensar sin luz, últimamente le molestaba. A tientas, tocó el interruptor del salón y un resplandor fluorescente le cegó. Tras unos instantes, recuperó la visión. Centenares de libros se apilaban en columnas trajanas; sobre la mesa, cientos de papeles y recortes de periódicos; en la pared un corcho con quince fotografías dispuestas en tres esquemas entrelazados; y, sobre un atril de madera, un viejo diario con la inscripción: “Cuaderno de trabajo. Sr. Grimauld”.

Allí podían esconderse todas las respuestas de su nueva vida. O de su vieja vida olvidada, según se mire. Sintió la curiosidad pegada a la nuca y le sobrevino un regusto amargo a bilis. ¿Qué podía contener ese diario? ¿Un secreto por el que se muere, como el Sr. Grimauld? ¿Por el que casi se muere, como la falsa picadura de mosquito que por poco le deja fuera de juego? ¿O por el que se mata: Mdme Grimauld, el enano, Vernon…? Recordó el Cluedo: la señorita amapola, con la llave inglesa, en el dormitorio. ¿Pero cómo podía su cerebro acordarse de ese estúpido juego y haber borrado las imágenes de los últimos 40 años?
Se enredó de manera ilógica en estos pensamientos, pero que más da. No tenía prisa, nadie le esperaba, no tenía pasado y no sabía qué camino iba a seguir. ¿El de baldosas amarillas? ¡Ya estamos con otra referencia infantil! Venga Vernon, ¿Por qué me llamo Vernon, no? Pues Vernon o quien seas, actúa. Levanta la tapa…1, 2,3 y zas. En blanco. Más de cien páginas en incoloro, inodoro e insípido blanco.

La desesperación empezaba a hacer mella en su ánimo. ¿Cómo podía ser que en su cuaderno de trabajo sobre el caso que investigaba no hubiera ninguna anotación? Preso de un ataque de rabia lanzó el libro en blanco contra el atril de madera. Todo el conjunto cayó al suelo con estrépito y el azar dejó el cuaderno abierto boca arriba por la contraportada. Permaneció de pie, en silencio, observando el desastre que había provocado. Hasta pasado un minuto largo no reparó en la pequeña mancha azulada que apenas se distinguía sobre el interior de la tapa del diario. Al observarla de cerca, pudo descifrar lo que parecían unos nombres propios: Ataque Trompovsky / Korchnoi. De pronto se disparó una conexión neuronal en su reseteado cerebro y se sorprendió a sí mismo descifrando sin problemas aquellos garabatos y recitando, como aprendida de memoria, una definición que parecía extraída de un almanaque para expertos. “El ataque Trompovsky –dijo mecánicamente- es un importante sistema para jugar una apertura cerrada de ajedrez. Se trata de una estructura sólida que genera partidas tácticas y debe su nombre al
Gran Maestro brasileño Octavio Siqueiro Trompovsky, que lo utilizó con éxito en los años 30 y 40 del siglo XX”.
La impresión por esta inesperada revelación le produjo un leve mareo y tuvo que sentarse. En un acto reflejo, aprendido mecánicamente, cerró los ojos para inspirar con fuerza y entonces lo visualizó. Como dibujada con tiza blanca sobre una oscura pizarra apareció ante él la jugada: d4 d5 Ag5. Inmediatamente compuso la escena en su mente: “Peón de Dama a d4, defensa simétrica con peón a d5 seguido de una agresiva diagonal del alfil a g5: el Ataque Trompovsky”. Si, eso estaba perfectamente claro pero, ¿y todo lo demás? Es decir, ¿porqué sabía él estas cosas, porqué estaban escritas en su cuarderno? y, sobre todo, ¿qué significaba aquello? Por primera vez en mucho tiempo sintió cierta satisfacción, una breve sensación de entusiasmo mezclada con otra de vértigo ante lo desconocido, ante su propio cerebro. Y luego estaba ese otro nombre, Korchnoi. Le bastó pronunciarlo en voz alta para recordar la historia del viejo maestro. Viktor Korchnoi es, para muchos, el mejor jugador de ajedrez vivo que nunca ha ganado el título mundial. Aunque sigue en activo, siempre será recordado por haber protagonizado junto a Anatoly Karpov la final más extraña de la historia del ajedrez. Fue en 1978, ambos contendientes eran soviéticos pero Korchnoi había desertado unos años antes sin conseguir sacar del país a su mujer y sus hijos. En plena Guerra Fría, y aprovechando la presencia en el torneo de la prensa internacional, Viktor denunció ante los medios que el Kremlin retenía a su familia para presionarle. El torneo fue espectacular, Karpov acabó ganando por seis victorias a cinco y 23 tablas. Pero la atención informativa se centró en otros asuntos. Se cuenta que tuvieron que instalar un tablón separador porque los jugadores se daban patadas por debajo de la mesa. Korchnoi se quejaba de que a Karpov le pasaban mensajes "codificados" en los yogures que comía durante la partida. El match estuvo plagado de incidentes que formaban parte de la guerra psicológica que ambos bandos utilizaron. La presencia de gurús, parapsicólogos, hipnotizadores y asesinos locales entre la comitiva oficial de cada jugador convirtió la final en una tragicomedia delirante. Korchnoi, que llegó a usar gafas con espejos para “evitar las radiaciones”, siempre sostuvo que desde el público alguien se introducía en su cabeza y le provocaba súbitos dolores, una especie de ardores intensos, como un fuego interior.
Lo recordaba todo con claridad, todo excepto un dato. Una ojeada rápida al salón le permitió localizar el tomo que buscaba. Un barrido fugaz de las páginas y se despejó la duda. “El XXVIII Campeonato del mundo disputado entre Karpov y Korchnoi se celebró en la ciudad de Lagos, Nigeria”.

Sonrío satisfecho. Se acercó al corcho que colgaba de la pared intentando averiguar donde encajar aquella nueva pista. Leyó detenidamente los esquemas de sus investigaciones. Por un lado, Nigeria, el Sr Grimauld y el misterioso empresario. Por otro, la Sra Grimauld y aquel extraño café en el que habían tenido lugar todas sus citas, el“Old Grog”. Y por último, Pierre y su padre August Fabré. Recordó el tiempo perdido con su teoría del mosquito, el entomólogo lo había dejado claro, no resolvía ningún enigma.
August Fabré era un afamado empresario cosmético. Él y el Sr Grimauld se habían conocido en un Congreso sobre Dermatología. Fabré presentaba en aquel congreso una crema llamada Vaniga, destinada a la eliminación del vello facial femenino.
Grimauld investigaba la tripanosomiasis africana, la enfermedad del sueño, transmitida por la picadura de la mosca Tse Tse. Y estaba convencido de que el Eflornithine, sustancia que contenía dicho ungüento de belleza, era efectivo contra los devastadores efectos de la mortal enfermedad. Consideraba que la asociación a la empresa de los Fabré abarataría de tal modo los gastos que el medicamento pronto estaría disponible a un precio irrisorio. Grimauld aseguraba que el Eflornithine era “el medicamento de la resurrección”, revivía a pacientes en estado de coma. Pero Fabré se negaba alegando que en grandes cantidades era tremendamente corrosivo y destruía los equipos de fabricación, algo que reduciría los beneficios económicos. Entre ellos no hubo acuerdo, ni conciliación de intereses.
Se sintió confuso no terminaba de encajar las piezas. Decidió que debía viajar a Nigeria para hacer algunas investigaciones de campo. Tal vez, el misterioso empresario o el campeonato de ajedrez le ayudaran a encontrar alguna respuesta. Levantó el teléfono y marcó el número. Contestó un hombre que por la voz parecía joven.

- Sí, dígame.
- La Sra Grimauld, por favor.
- Un momento. ¿De parte de quién?
- Jay, ella sabe quién soy

La conversación fue rápida y fría y aunque intentó evitar el Old Grog, no lo consiguió. Estaba tan cansado.

Amaneció y un rayo entró por la ventana del salón para sorprenderle en el sillón. Miró el reloj y se dio cuenta de que tenía quince minutos para reconstruir su nefasto aspecto y llegar al lugar donde se había citado.
Odiaba ir con prisas y mucho más llegar tarde. Aquella situación le ponía tan nervioso que hacia que sus sentidos se cegaran y no consiguiera ver y oler otra cosa que no fuera el humo de un cigarro. Apresurado entró por la puerta del Old Grog. La Sra Grimauld no había llegado aún. Por una vez, había tenido suerte. Se acercó a la barra y antes de que abriera la boca el camarero dijo con sorna:

- Está usted grogui
- ¿Cómo dice?
- Sí, ya sabe grogui. Necesita un grog. ¿No conoce esa palabra? Es nuestra especialidad.
- ¿Grog?
- Dios, está peor de lo que parece !Grog!, agua caliente azucarada, ron y un chorrito de limón.

Molesto, el camarero se giró y señaló la foto de un marino inglés en la pared. “Old Grog” - dijo - ese era su apodo. Comandó en 1741, una de las mayores flotas de la historia, ¿cómo puede no conocerlo? Su nombre era Edward Vernon, padre de Dai Vernon, el único mago que engañó a Houdini, no lo olvide.


Se giró dando un respingo y sin mediar palabra posó dos vasos de grog en la barra, alzó uno de ellos y le ofreció el otro:

- ¡Salud!

Un sorbo único, rápido y seco. Lo miró fijamente y Jay imitó el movimiento de muñeca.

- Aggg…No está mal.
- Por supuesto. El gran Old Grog sabía lo que bebía.
- Y tanto. Oiga, ¿por qué le puso ese nombre al bar?
- No fui yo. Es cosa de los jefes.
- ¿De varios?
- Sí, de los descendientes de Sir Edward Vernon.

Al escuchar de nuevo el nombre, recordó al domador de circo enano que le asaltó en el portal del entomólogo. Un acto reflejo llevó su mirada por las paredes. A la izquierda: cuadros colgados con decenas de nudos marineros, una desvencijada ánfora que servía de recipiente para dos narcisos marchitos y un remo con lo que parecía una dentellada de tiburón; a la derecha, dos vitrinas: la primera repleta de barcos varados en botellas de cristal y, la segunda, llena de fotografías enmarcadas.

- ¿Es el álbum familiar? – inquirió con curiosidad al camarero.
- Sí, un auténtico nido de polvo. Odio los primeros de cada mes.
- ¿Por?
- Es el día que se pasa uno de los hijos a recoger las ganancias y me toca limpiar a fondo el “museo naval”.

“Primeros días de cada mes”. Hoy era 29 de noviembre. En unos días conocería a uno de los herederos de Old Grog. Las pistas iban surgiendo. Varias veces se había reunido con madame Grimauld en ese local y nunca habló con el camarero. Ella siempre llegaba antes.

Se acercó a la vitrina de las fotos y comenzó a escrutarlas. En la estantería superior empezaba la historia: un grabado reproducía la oronda figura del marinero que daba nombre al establecimiento, al cóctel y quién sabe a qué demonios más; junto a él, los retratos de dos mujeres: una, preciosa, y la otra con barba de lobo de mar. Para la segunda repisa habían reservado las composiciones paisajísticas de varios lugares del mundo, todos con la cercanía de los océanos. Y en la tercera, los retratos familiares de varias generaciones. Tenía ante sí todo el árbol genealógico de la familia Vernon. Entre la multitud de rostros que parecían mirarlo fijamente, lo encontró. Allí estaba, risueño, con cara de niño y con el mismo cuerpo enano. No vestía el traje de domador y lo flanqueaban dos hombres: el señor Fabré y el señor Grimauld. El semblante del empresario cosmético trasmitía la seguridad del triunfo, sin embargo, al señor Grimauld parecía que lo devoraba la culpa.

Un dedo tocó su espalda. Al girarse, se dio de bruces con la señora Grimauld. Ella miró la fotografía del enano durante un instante y, en silencio, se dirigió a la mesa del rincón. Él, la siguió.

Con la imagen del cogote de la señora Grimauld como único horizonte, nuestro hombre se debatía entre la idea de comunicarle su descubrimiento o seguir fingiendo que estaba al cabo de lo sucedido. A pesar de los océanos que se habían formado en su memoria, no podía olvidar la frase que le espetó con voz metálica el horripilante hombrecillo:”Vernon tienes algo que me pertenece, y seguro que no te gustará que esto llegue a oídos de madame Grimauld, ya me entiendes...”. Pero cada vez entendía menos. ¿Por qué ese engendro vestido de domador, indumentaria más incomprendida si cabe, lo había llamado así? Vernon. ¿Era descendiente del marinero aficionado a los cócteles de tipos duros?
Si la conjetura era cierta, quizás la sra. Grimauld no lo contrató por azar. Tampoco había elegido el lugar de sus citas de manera aleatoria. Una dama de sus características encajaba mejor en la barra donde servían ostras y champán de Harrods que en el viejo, valga la redundancia, y desvecijado “Old Grog”. Todos estos pensamientos lo asaltaban de camino a la mesa del fondo. Una vez situado frente a la boca sin clase de la Sra. Grimauld, como de costumbre el carmín rojo decoraba uno de sus incisivos, fue escueto: “Debo volver a Nigeria”.
“¿No me va a decir usted nada más? ¿Cuatro palabras por todo el dineral que le pago?” replicó la vieja.
“Existe otro testamento”. Esta vez empleó una palabra menos. “Y usted no es la beneficiaria”, añadió.
La Sra Grimauld no era aficionada al ajedrez, como su marido; pero dominaba el póker. Puso cara de llevar trío de ases.
“Aún hay más –apuntó Jay marcándose un farol-. Como ve, su dinero le renta. Pero podría perderlo si se descubre el nuevo testamento –sonrió por la alusión bíblica- y que usted asesinó a su marido y a Fabré. Y lo hizo con la boca y las manos pequeñas. Se lo encargó al enano”.

Durante un momento que se le hizo eterno, la señora Grimauld permaneció en silencio aguantando impasible su mirada. Al cabo de unos segundos, Jay empezó a perder la compostura y dejó entrever un casi imperceptible arqueo de la ceja derecha. La astuta vieja captó la señal involuntaria y se relajó mostrando una discreta sonrisa felina, como la que parecen adoptar los gatos al acomodarse justo bajo el único rayo de sol que penetra en el salón.
-Ya veo, Jay, lo has intentado chico, pero necesitas controlar mejor tus emociones. Si quieres jugármela tendrás que atenerte a las consecuencias. Si me conocieras un poco más, primo, sabrías que yo siempre igualo las apuestas. Los faroles no funcionan conmigo.

Jay empezó a sentir como si las raíces de su cuero cabelludo fueran cabezas de fósforos al límite de la ignición. Su mirada no podía desviarse de la mancha de carmín en el asqueroso diente de la vieja. Le sorprendió que la mancha se hubiera hecho más grande en un instante. Las primeras gotas de sudor empezaron a recorrer su frente. Notó humedad bajo sus muslos y se incorporó lentamente.
-¿Qué te pasa Jay, ya no aguantas un simple Grog?, le espetó la vieja con sorna.
-¿Y usted… cómo sabe lo que he tomado?

Mientras caminaba hacia la puerta del local, Jay percibió la sonrisa ladeada del camarero que lo observaba tranquilo mientras frotaba una copa con un paño. De fondo sólo escuchaba las carcajadas histriónicas de la sra Grimauld. El trayecto hasta la puerta se convirtió en una travesía quimérica. Todo se movía muy despacio a su alrededor, podía incluso percibir la sabia goteando desde la barra de madera hasta caer al suelo y copular con las colillas retorcidas. Al abrir la puerta de la calle se sintió atacado por una claridad deslumbrante que le encendió definitivamente todas las raíces de su pelo. Un miedo primigenio se adueñó de su ser mientras daba pasos temblorosos sobre la acera. Su cuerpo se convirtió en una gigantesca antena amplificadora de sentidos. Podía notar el magnetismo de un cielo cubierto de nubes plomizas. Como un susurro articulado desde lo más profundo de las alcantarillas llegaba hasta sus oídos una música ancestral. Desde el cemento de la calle vio con claridad cómo se alzaba un oscuro vaho, atravesado súbitamente por una mariposa desenfocada. De pronto, se formó ante él una vagina gigante de entre cuyos labios sangrantes surgió una tribu feroz de luciérnagas que lo derribó. Desde el suelo vio una cara acercándose y dentro de la cara un ojo y dentro de ese ojo, todos los ojos. Un perro ladraba a lo lejos. Se desmayó.


Horas más tarde despertó en su cama. Una bandada de pensamientos confusos giraban alrededor de su cabeza a un ritmo vertiginoso. Se incorporó y sintió nauseas. Miró el reloj. Habían pasado más de diez horas, aunque él no lo sabía. No recordaba nada de lo que había sucedido.
La Sra Grimault había llegado como siempre antes que Jay a la cita. Había hablado con el camarero y le había dado instrucciones precisas. Debía darle a Jay el brebaje que ella misma prepararía. Un poco de agua caliente azucarada, ron, un chorrito de limón y unas gotas de Eflornithine. Esa sustancia dada en pequeñas cantidades, y a personas no aquejadas de la enfermedad del sueño, conseguía borrar en quien las ingería los últimos días de su vida. De posibles efectos secundarios la Sra Grimault no tenía ni idea, en realidad nadie tenía conocimiento de ellos, pues en cada individuo el Eflornithine dejaba secuelas distintas. Dejó el vaso detrás de la barra y se metió en la trastienda. Minutos después, entraba Jay en el bar y el camarero le ofrecía aquel cóctel. La Sra Grimault escuchó toda la conversación y tuvo tiempo suficiente para que el detective le contara cuales habían sido sus últimos descubrimientos. Después esperó a que cayera abatido en la calle y ayudada por su chofer y por el joven Fabré, que le esperaban fuera del Old Grog, lo llevaron a casa. Donde le acostaron, en su cama, como si no hubiera pasado nada. No era la primera vez que le hacían ingerir Eflornithine. Ni la primera persona con quien lo utilizaban.

En el salón de la casa de la Sra Grimault, ésta conversaba con su joven amante.

- Debemos abandonar todo esto – dijo el joven Fabré
- No digas tonterías mi amor. Ya hemos llegado demasiado lejos. Estamos muy cerca de nuestro objetivo.
- Pero es que no te das cuenta. Todo esto es una locura. Hemos matado a dos hombres a mi padre y a tu marido. Y hemos vuelto loco a ese enano.
- Pero ha sido por amor. No era nuestra intención hacer daño a nadie pero unas cosas nos han llevado a otras. Todo ha sido un accidente. El Eflornithine es imprevisible.
- A veces cuando te oigo hablar así me asustas. Parece que todo esto te divierta.

La Señora Grimault se mostró ofendida. Insinúas que soy una persona fría, calculadora y macabra. Fabré recibió la mirada punzante de su amante que se le clavo entre los ojos como una daga. La Señora Grimault aguantó la mirada y cambio el tono. Se acercó al joven pasándole sus arrugadas manos por el cuello y le beso. Con voz melosa dijo:

- Pronto estaremos muy lejos de aquí, en Nigeria y disfrutaremos de una fortuna inabarcable. Pero antes habrá que solucionar algunas cosas. Entre ellas darle una dosis más al enano. Parece que se ha ido de la lengua con lo del testamento. Por suerte, los flasazos de recuerdos que llegan a su cerebro son bastante confusos. La realidad se mezcla caprichosamente en su cabeza. La información que le ha dado al detective no llevara a éste a ningún sitio. Eso, si Jay recuerda algo jajá,jajá…
Fabré la miró intranquilo. Ella acercó sus labios a los suyos y le dio un apasionado beso que él recibió frío.

Escrito por Quique G. Aranda, Eva Montesinos, Luís E Pérez y el peatón

jueves, 18 de diciembre de 2008

La vida después de la vida



Fotografía de Francesca Woodman

"La vida concluye en el momento en que se la fotografía. Es casi un símbolo de Hollywood. Tara no tenía habitaciones en su interior. Era sólo una fachada."
David O. Selznick


"Mira, la vida sólo es una forma de viajar y yo estoy de pie y con la mochila preparada para mi aventura."
Mac

miércoles, 17 de diciembre de 2008

La mentira


Ilustración de Javier de Juan

La Sra Britte y su sobrino esperaban en el aeropuerto. La tormenta estaba retrasando el embarque y la espera estaba impacientándoles. No llegarían a tiempo a la cita, el sr Köller se habría ido. Marianne Britte, inglesa de nacimiento y secretaria recién jubilada, había recibido una carta notarial notificándole que el Sr Köller, gravemente enfermo y en el lecho de muerte le pedía que viajase a Bonn para verla por última vez y conocer definitivamente a su hijo, a quién quería dejar parte de su herencia.
La mañana que recibió la carta una especie de espanto le recorrió la columna vertebral, acompañando a la notificación viajaba una nota de la Sra Köller, esposa del enfermo. En ella, aquella mujer alemana le explicaba que su marido le había revelado su secreto. Le había confesado que ocho años atrás en un viaje de negocios, a Inglaterra, había tenido un affaire con una secretaria. Una aventura que le había marcado íntimamente. Un “amour fou” que duró unos meses. La secretaria inglesa le había llamado una mañana para contarle que había quedado en cinta y él había guardado el más absoluto y cobarde de los silencios. Ahora que la vida se le escapaba, deseaba irse en paz. Deseaba conocer a su hijo y compensarle por aquel tiempo perdido.
La Sra Köller aún podía escuchar las palabras de su esposo en el lecho de muerte:
“Ahora en los últimos minutos de mi vida quiero que conozcas toda la verdad. No deseo marcharme ruinmente, escondiéndome en la muerte como lo he hecho en la vida”
Aún podía escuchar el tintineo de los trozos de su alma rota cayendo a los pies de la cama, tras escuchar aquella confesión.

Una voz en el megáfono del aeropuerto anunció que el avión con destino a Bonn no saldría hasta que amainara la tormenta.
Marianne Britte nerviosa miraba las gotas caer. Recordaba aquellos días junto al Sr Köller, escondidos en la habitación de un hotel. Sus cuerpos desnudos. Él hablándole de amor eterno, del momento en el que tras abandonar a su esposa podrían vivir juntos. De la casa en la montaña que compartirían. Ya nunca más tendrían que esconderse. Y después de esos recuerdos, el lacerante silencio. Él evitándola. Ella desesperando. Llamadas y llamadas sin obtener respuesta. Y la mentira. El nacimiento de aquella mentira que ella concibió, ocho años atrás, como el único modo de recuperarle.

Llamaron a la puerta y la mansión de los Köller dejó entrar al sacerdote que lentamente subió las escalinatas de mármol para llegar a la habitación del moribundo. El Sr Köller levantó la mirada esperando encontrar junto a su cama los ojos de aquel niño, su hijo, y en su lugar, encontró unas manos y un rosario. Escuchó los susurros de las oraciones del párroco y miró por la ventana. La sabana le pesaba como una losa y la sensación de marcharse sin conocer a aquel pequeño le abatía. Tenía que aguantar, aferrarse como pudiera a esos últimos momentos. Su esposa entre lágrimas le observaba sentada a los pies de la cama.

La Sra Britte miró a su sobrino que ahora tenía ocho años, la misma edad que tendría ahora su hijo, si su embarazo hubiera sido cierto. Observó como el niño encendía inquieto su wii y comenzaba una nueva partida. Ella arregló su moño cano y llamó la atención del pequeño.
- Vamos Peter volvamos a ensayar tu papel.
- Pero tía si me lo sé de memoria.
- Ya sé que es aburrido pero el Sr Köller es un buen hombre y cree que tiene un hijo, no podemos fallarle. No debemos decepcionarle.

El chico comenzó a ensayar los movimientos que haría, las caras que pondría mientras Marianne Britte, su tía, le miraba satisfecha. Y pensaba: “ahora viejo millonario pagaras el dolor que me ha acompañado tanto tiempo.”
Cobrar aquella herencia sería su venganza. Nerviosa volvió a mirar la lluvia que mojaba los aviones.

jueves, 11 de diciembre de 2008

Instrucciones básicas


Ilustración de Paloma Valdivia


Mire la nieve con el vértigo de lo que cae irremisiblemente.
Y diríjase a la memoria, es la única que puede retener, cambiar o detener el tiempo.

martes, 9 de diciembre de 2008

El perverso


Ilustración Ana Juan
Las últimas semanas han sido algo complicadas. Nada de lectura, un manojo de nervios sobrevolando su cielo neuronal y una sensación de angustia oprimiéndole el esternón. Su cuerpo redondo y blando se ha sentido víctima de lo que alguien ha acuñado como desa-estrés, que traducido vendría a ser “los desastres del estrés”.
Toma distraída los tres libros que sacó de la biblioteca, de los que tan sólo ha conseguido ojear algunas páginas. Los mete en su bolso y camina con cierta tranquilidad la acera húmeda. Hace frío y la lluvia ha extendido una alfombra fresca a sus pies. Antes de acceder a la biblioteca donde devolverá los tres volúmenes literarios, atraviesa una fila de inmigrantes que esperan resolver sus papeles antes de que la navidad lo cubra todo. Mira a la mujer que les atiende desde la ventanilla. En sus ojos ya pueden verse las luces de colores, los abetos nevados y las bolas de cristal de colores. Trabaja lentamente y de vez en cuando le echa un vistazo al reloj, esperando que las manillas la liberen de toda aquella gente y la acerquen al turrón.
Atraviesa las puertas transparentes y se adentra en la biblioteca. Hace calor dentro. Las estanterías están repletas de historias. Deja sobre el mostrador los tres libros y se despide de la mujer que los recoge, que gruñe a modo de conformidad y no levanta la vista del ordenador.
Mira los volúmenes editados, lee los títulos en las solapas y a pesar de sentir interés por muchos de ellos decide no llevar consigo ninguno. Sale de nuevo a la calle y pasea hacia otra biblioteca. En ésta entra con cierta apatía. Está mejor iluminada y las instalaciones son mucho más nuevas. La recorre de derecha a izquierda y decide echar un vistazo a las revistas del fin de semana. Entonces un hombre se cruza en su camino y tose para hacerse notar. Ella que conoce su perversidad le ignora. Las bibliotecas están llenas de historias macabras, piensa.

Sentada en unos sillones de piel, abre una revista. Los artículos son poco gratificantes. En ese instante se pone frente a ella la figura de ese tipo desagradable que pretende intimidarla. Ella mantiene la calma y decide atar sus emociones. Está situación la vivirá con indiferencia y frialdad. El tipo coge un periódico y vuelve a toser. Ella ni siquiera levanta la vista. Él, nervioso suspira con la intención de incomodarla. Es cierto que por un momento ella cree que va a conseguirlo. Comienza a sentir una rabia que nace débil y va creciendo al ritmo de la respiración. Con la mente en blanco, sin entender ni una sola frase de las que intenta leer, se dedica a pasar pausadamente las hojas. Debe fingir que nada le importa. El tipo comienza a impacientarse. Decide cercarla más. Se sienta a su lado en los sillones de piel roja. Ella ha conseguido controlar el ritmo de sus latidos y ahora siente repugnancia.
La perversidad del hombre crece. Comienza a acariciar su pecho por encima de la camiseta mientras finge leer artículos económicos. Hasta ella llega el hedor de su sudor, por un momento se siente tentada de levantarse y cambiar de lugar pero no quiere que ese imbécil se salga con la suya. Piensa que le habla, que le hace saber que es un enfermo cruel, que desea que parte del mal mundial caiga sobre sus sienes. Piensa que debería presentárselo a Ed Gein, tal vez éste podría hacer cómodos muebles con su piel o un traje de diseño. Sin embargo, no abre la boca,tranquila acaba la revista, se levanta, se dirige hacia la estantería, coge un “Que leer” y vuelve a sentarse junto a su verdugo, al que ella sabe un pobre infeliz. El hombre de cabellos ensortijados y oscuros comienza a notar su fracaso y empieza a cansarse de la situación. Ella tranquila desliza sus ojos por una entrevista a Saramago. Y piensa en aquella frase de Flaubert que dice: “A los intermediarios se les atraviesa como se atraviesa un puente y se va más lejos.”. El perverso la mira de reojo y se va con su frustración al otro lado de la biblioteca, donde se sienta frente a un ordenador. Ella lo ve de espaldas y sonríe por su éxito. Sabe que el pobre desgraciado no puede dejar de pensar que su intimidación ha sido fallida, es invisible.

La notificación

Ilustración de Joe Sorren

Una vez un hombre abrió un pub, en algún lugar de la península, al que llamó “El gato tuerto”. Al poco tiempo de hacerlo recibió una notificación para que le cambiara el nombre al bar, sino quería que lo demandaran. Parece ser que ya existía un pub con ese nombre, en otro lugar de la península. Aquel hombre con la notificación en la mano reflexionó sobre lo que debía hacer. Tal vez quitar lo de tuerto y cambiarlo por negro.
“El gato negro” dijo en voz alta, para ver que tal sonaba. Pero no tardó en dudar. ¿Y si ese nombre levantara las suspicacias de los herederos de Poe?, se preguntó. O tal vez del mismísimo Edgar que revolviéndose en su tumba podría redactar una nueva amenaza de demanda contra él. El hombre suspiró confundido tras la barra de su innombrable pub y decidió hacerse un café caliente que tocó con un poco de ron. A tragos pequeños consumió su taza. El reloj marcaba las 11 de la mañana. Fue entonces, tal vez fruto del poso del café cuando decidió que su pub no llevaría ningún nombre sino que mostraría en su neón el dibujo de un gran gato tuerto. Nunca más volvió a recibir notificación alguna.

jueves, 4 de diciembre de 2008

Transeúntes



Ilustración Sonia Pulido

Caminaban sin rumbo fijo, deambulaban las calles conversando, creyendo recuperar todo el tiempo que se habían perdido. Él le hablaba de Hofstadter, el hombre que se había definido como pilingüe, entendido en 3’14159…idiomas. Ella más prosaica se burlaba cariñosa de lo que escuchaba mientras arreglaba su falda de Armani y contoneaba al mismo tiempo sus caderas.
“Gódel, Escher y Bach, un eterno y grácil bucle”... - proseguía él.
La ciudad cambiaba de aspecto. Se engalanaba para las nuevas elecciones. El mercado transformaba sus columnas y rehabilitaba sus dos pisos de altura. Frente a la verja metálica detuvieron sus pasos. Ella le incitó a pasar, después de leer el cartel de “prohibido el paso a personal no autorizado”. Ambos entraron con naturalidad y fueron deteniéndose en los múltiples socavones que allí encontraron. Montañas de arenilla flanqueadas por ladrillos rojizos, palas y escavadoras.
La conversación se hizo más crítica. Él le hablaba de la arquitectura sostenible. Ella de la mala elección de colores y la terrible distribución del espacio.

- Perdonen ¿Quiénes son ustedes? - dijo una voz vestida con mono de obrero.

Él la miró a ella. ¿Quién somos, de dónde venimos, adónde vamos?...
Cuando se disponía a contestar con una de sus innumerables teorías sobre el origen del hombre, ella se adelantó, con voz engolada y segura dijo:
- Transeúntes, somos transeúntes.

El obrero les miró fijamente. Sin lugar a dudas pensó que se trataba de dos técnicos de alto grado que revisaban las obras. Displicente, sonrío y se disculpo.

- Sigan con su trabajo señores. No les molesto más. Si necesitan cualquier cosa no duden en hacérmelo saber.

Ella le miró orgullosa y se rió. Tras salvar la situación, estiró su blusa de Kenzo y limpió el polvo de sus zapatos Camper.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Portaretratos: El hombre del sombrero


Ilustración Fernando de Vicente


“Hay gente que piensa que todo lo que se hace con rostro serio es razonable”
G. C Lichtenberg


Se acercó a la puerta de la calle sigilosamente y la abrió con cuidado. Su mujer y su hija dormían todavía. Desde la puerta del despacho la luz de la pantalla del ordenador iluminaba la pared del pasillo y reflejaba en ella un montón de secuencias cargadas de comentarios. Abrochó su abrigo y se puso el sombrero. Metió la llave en la cerradura y cerró la puerta sin hacer apenas ruido. Mientras esperaba al ascensor se planteaba las terribles consecuencias de su insomnio. Estaba cansado. Eran ya años tomando aquellas pastillas que no conseguían más que aumentar su inquietud y su consumo de cigarrillos. La relación con su esposa era ya casi inexistente. De hablar poco habían pasado a hablar menos. Ella se había refugiado en sus amigas, en las vecinas, en todo aquel que pudiera dedicar unos minutos de su tiempo a escuchar sus quejas, sus lamentos, su rabia hacia un hombre que frustrado perdía su vida y la de ella. Y él sintiéndose un fracasado se había escondido tras el trabajo. Un editor de guiones obsesionado por la gramática. Un cobarde que jamás se atrevería a escribir sobre un folio en blanco.
Salió de madrugada y soñó que la acera se extendía a sus pies como una alfombra roja y que los murmullos del silencio le aclamaban. Creyó sentir el calor de la multitud. A lo lejos la estanquera levantaba la persiana de su negocio. Fijó la vista ella y aterido por el frío fumó una calada de su cigarrillo. Entre sus dedos la colilla dió un último suspiro antes de ser pisoteada en el asfalto.
El sol comenzaba a empujar a la luna llena.

El frío


Ilustración Anna Font

"A ese sentimiento desconocido cuyo tedio, cuya dulzura me obsesionan, dudo en darle el nombre, el hermoso y grave nombre de tristeza. Es un sentimiento tan total, tan egoísta, que casi me produce vergüenza, cuando la tristeza siempre me ha parecido honrosa. No la conocía, tan sólo el tedio, el pesar, más raramente el remordimiento. Hoy, algo me envuelve como una seda, inquietante y dulce, separándome de los demás".


Fraçoise Sagan ‘Buenos días tristeza’