miércoles, 10 de noviembre de 2010

La rectitud de las normas


A media tarde sube para comprobar que su discurso todavía tiene cierta coherencia. Lleva enrollada al cuello, a modo de bufanda de lana, su serpiente, a la que no da de comer desde hace tiempo. Abre con sigilo la puerta, mira furtivamente y cierra de nuevo. Su rostro parece satisfecho. La serpiente sisea por hambre. Ella la hace callar no quiere que nadie las descubra.



Ilustración de Tascha Parkinson

El sonido de sus pasos se aleja y se pierde. Una vez en casa desenrosca a la serpiente y la mete en la pecera redonda. Se quita la chaqueta oscura y se sienta en el sillón a esperar. Coge un libro para calmarse pero la inquietud y el temor no le permiten leer. Levanta el teléfono y lo llama. En el último año, él la ha acompañado a casa y ha montado con ella en bicicleta. Pero ni eso le ha hecho olvidar la rectitud de las normas. Las normas son las normas, se ha dicho miles de veces a si misma frente al espejo. Asegura que no es rabia, ni envidia. Tampoco el escozor de la soledad mordiéndole los talones, nada de eso. Es solo que el artículo dice y el artículo dice y el artículo dice... y según eso... en fin, no hay nada que discutir. Las normas son las normas.

Rumbo a



Pintura de Stanley Donwood

La ciudad se acerca poco a poco. Paso a paso camina sobre su propio tiempo. El barrio de Chelsea aún poblado por pescadores recibe a Tomás Moro, rodeado de aristócratas, su majestuosa casa se alza frente al Támesis. Tres siglos más tarde en la misma calle, Cheyne Row, Ian Fleming, primo de Christopher Lee, escribe su novela “Casino Royale”. El escritor inglés aficionado observador de aves decide poner el nombre de un famoso ornitólogo al protagonista de su novela, nace así un segundo “James Bond”.
En 1884, en Paddington, Oscar Wilde se casa con Constante Lloyd, hija de un consejero de la reina. Y es allí donde le alcanza el escándalo, su doble vida con Bosie, inspirador de sus obras, es descubierta y le lleva a prisión. En el 24 de Russell Square, en Bloomsbury, el poeta T. S. Eliot trabaja para los publicistas Faber&Faber. Allí una mujer enloquecida llamada Vivienne, primera esposa del poeta, lleva en las manos un cartel en el que puede leerse “Soy la mujer a la que él abandonó”. Y el viento levanta los versos de su poema “El emperador de los helados”: “Llamad al que hace los grandes cigarros, A ese musculoso y decidle que bata en tazones de cocina cremas concupiscentes. Que las muchachas se recreen con las ropas que acostumbran a usar Y que los chicos traigan flores en diarios del mes pasado. Que ser sea el final de parecer. El único emperador es el emperador de los helados. Tomad del aparador de pino al que faltan las tres perillas de vidrio, Esa sábana en la que ella una vez bordó palomas con cola de abanico. Y extendedla de modo que su cara quede cubierta. Si sus pies callosos sobresalen, Aparecen para mostrar cuán fría está, y callada, Que la lámpara ponga su rayo. El único emperador es el emperador de los helados.” En el barrio de Bloomsbury, en el 46 de Gordon Square Virginia Woolf deja atrás su segunda gran crisis nerviosa. Nace el famoso círculo intelectual de Bloomsbury. Escritores, pintores, economistas, filósofos…poetas. Y aquellas calles presencian la historia de amor de Virginia y Vita Sackville-West , jardinera y escritora, a la que Virginia dedica la más larga carta de amor jamás escrita en la historia de la literatura, “Orlando”. El corazón de la escritora al igual que Londres también sufrió dos pesadillas infernales, la tercera y segunda para la ciudad “el Blitz”, termina con ella. En marzo de 1941, tras la destrucción de su casa de Bloomsbury por los bombardeos, Virginia entra en una depresión. Decide ir a dormir a las aguas del río Ouse, que la reciben y la hospedan hasta el 18 de abril. Un largo mes en el que su cuerpo sin vida nada contracorriente. El fuego la convierte, más tarde, en las cenizas que abonan un árbol en Rodmell, Sussex. Tennyson, Dylan Thomas, Henry James, George Eliot, Wordsworth, Jane Austen, Las hermanas Brontë, Dickens (contra su voluntad), Kipling, Chaucer, Livingstone, Newton, Milton, Handel, Sir Laurence Olivier, todos ellos esperan en la Abadía de Westminster, en la “poets Corner”, el claustro de los poetas. Me siento en la modesta silla de la coronación (1296), donde la mayoría de los monarcas ingleses han recibido la corona y donde durante varios siglos los anónimos se han sentado también. Es entonces cuando la historia de la ciudad se cuenta a sí misma. Como en una ensoñación retrocedo a la primera gran pesadilla infernal que Londres sufrió. Corre 1665 una epidemia de peste bubónica aniquila a una inmensa cantidad de gente, erradicada la enfermedad nadie espera una tragedia mayor. La madrugada del 2 de septiembre de 1666 la panadería del rey en Pudding Lane, en la casa de Thomas Farynor, aparece tranquila. Me acerco a los hornos, aún desprenden calor, están encendidos, las puertas están abiertas, el panadero del rey Carlos II de Inglaterra ha olvidado cerrarlas. La familia Farynor duerme en los pisos de arriba, junto a los sirvientes. Una brasa salta a medianoche sobre la leña que hay cerca del horno, la lengua de fuego comienza a lamer la madera y no tarda en crecer, convertida en una imparable llama gigante. El humo despierta a los durmientes. Pronto la voz de alarma se convierte en un grito de angustia. Los Farynor, junto a sus sirvientes, saltan por la ventana a la casa contigua para salvar la vida. Solo una joven sirvienta aterrorizada se queda inmóvil. Tiene miedo y no es capaz de dar un paso. El fuego se acerca a ella y la abraza, convirtiéndola en la primera víctima que se cobrará el gran incendio. Los vecinos han salido a la calle e intentan sofocar el incendio sin éxito. Una hora más tarde llegan los guardias de la parroquia y los bomberos, la única opción para evitar que se propague es demoler los edificios colindantes. Pero los ocupantes de las casas se niegan y el alcalde de la ciudad no se decide a tomar la decisión. La tormenta ígnea acaba rápidamente con las casas y se dirigen a los almacenes de papel y los depósitos inflamables en la orilla del río. La sensatez grita, una y otra vez, pidiendo crear un cortafuego mediante la demolición. El pánico se hace dueño de las calles y empuja a los habitantes de un lado a otro. Los rumores de que tal vez las manos extranjeras han iniciado el fuego rompen la paz. Los disturbios crecen en las calles calentados por el fuego. El viento sopla durante cuatro largos días, con sus cuatro largas noches. Todo esfuerzo resulta inútil. Las llamas y el humo obligan a la población a arrojarse a las aguas del Támesis como única salida. Cuando la pesadilla acaba se ha llevado nueve vidas, solo una tercera parte de Londres está en pie, el resto son cenizas. Más de cien mil personas se han quedado sin hogar. El Támesis con sus trescientos cuarenta kilómetros de agua es testigo húmedo de las dos grandes tragedias: “el gran incendio” y el “Blitz” El 7 de septiembre de 1940 Los apagones y el estruendo de las sirenas son el preludio del segundo drama. Trescientos veinte bombarderos de Luftwaffe, navegan desde el aire el río más importante de Inglaterra. El Támesis se estremece. La guerra relámpago alemana se cierne sobre Londres. Durante cincuenta y siete noches consecutivas y seis meses de forma intermitente, caen más de 27.000 bombas. El corazón de Londres se convierte en un amasijo de hierros y cráteres. Cierro los ojos asustada.



Pintura de Stanley Donwood.

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