lunes, 4 de febrero de 2008

Buscando nubes (I parte)




Cuentan que hace mucho, mucho tiempo un hombre sentía una extraña enfermedad que le quitaba el sueño. Una enfermedad desconocida y difícilmente catalogable. Los primeros síntomas habían comenzado una mañana, del frío invierno de 1876. Aquella mañana como todas las mañanas, Fior, así se llamaba el hombre, se había levantado, se había calzado las botas y había salido a caminar sobre la nieve. El estómago vacío y el gélido viento ruso despertaban en él una extraña felicidad.
Había nacido en el seno de una familia de clase media. Su padre era médico, así que Fior había crecido correteando por los pasillos de un hospital. Tal vez, de ahí venía su necesidad de dar largos paseos blancos para tranquilizar su espíritu. Su madre, una mujer enfermiza y algo triste por naturaleza le había enseñado a apreciar los matices del blanco, antes de desaparecer.
Nadie supo nunca si, Silvana, así se llamaba, había muerto, había huido o si su cuerpo se encontraba escondido bajo una avalancha de nieve. Lo cierto, es que un día desapareció y tras de si dejó una estela de silencio y soledad que nadie jamás pudo cubrir. Algunos dicen que Fior salía cada mañana a buscarla, había quien decía que le había visto abriendo profundos agujeros en la nieve. Pero no eran más que conjeturas. Es cierto, que Fior, cada mañana salía con sus botas y caminaba. Es cierto, que buscaba. Pero nadie supo nunca que era lo que buscaba. Tal vez, ni el mismo.
A la edad de 45 años, había escrito un cuento “Buscando nubes” y se había convertido en el escritor más importante de su época. Pero después de aquel relato todo había cambiado.
Y había cambiado aquella fría mañana de 1876 en la que Fior había salido a caminar. Aquel día al regresar a casa había notado algo extraño en su piel. Sus manos tenían un feo color violáceo. Y un cosquilleo incómodo le recorría todo el cuerpo. En ese momento, no le dio importancia. Se quitó el abrigo de lana, descalzó sus pies y le pidió a su sirvienta que le preparara algo caliente. Entró en su despacho y se sentó como cada día frente a su mesa de trabajo. Cuando se dispuso a escribir se asusto. Las palabras se le escurrían de las manos. Las letras eran blandas y se contorsionaban como chicles y así se le hacían incomprensibles. Angustiado, cogió el folio en blanco que descansaba sobre la mesa y lo arrugó. Tomó su café caliente y volvió de nuevo a intentarlo. Comenzó a delinear palabras que no aparecían dibujadas. Comprobó la tinta. Todo aparentemente estaba en orden. Pero las frases no se materializaban en el espacio. De repente, observó sus manos. Bajo su piel y en un extraño zigzag podía leerse lo que escribía. Sin a penas entender nada salió de la habitación, creyendo que tal vez estaba delirando.
Vagó por los pasillos de la casa y finalmente, sin saber muy bien que hacer llamó a su esposa. Esta, incrédula escuchó lo que Fior le decía. Miró sus manos y no vio nada más que unos dedos temblorosos. El color era normal y bajo su piel no aparecían signos de letra alguna.
- Tal vez, deberías dormir un rato. Los últimos días han sido duros - le dijo con voz dulce.
Unna, que había estado con Fior desde su juventud y le conocía bien, se quedó preocupada. Sabía que no debía darle importancia y mucho menos delante de Fior. Tal vez, aquello podía ser fruto de la falta de sueño de su esposo. Las últimas noches habían transcurrido agitadas. Fior estaba nervioso porque todo lo que había escrito después de “Buscando nubes” había sido un fracaso.
No quiso preocuparse más de la cuenta, así es que salió al jardín y se quedó ensimismada mirando los pájaros.


ilustración Violeta Lópiz

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