miércoles, 27 de mayo de 2009

El valor del miedo

Fotografía de Tania Castellanos

"Mi lenta inmersión en la pérgola desde la que se contempla el faro de Cascáis acabó ese día por convertirse en una lenta inmersión en un recuerdo de lo que probablemente nunca, en realidad, había vivido: el más tenaz de los recuerdos, una inmersión radical en la melancolía." Enrique Vila-Matas, Desde la ciudad nerviosa.

Me pide que le disculpe. Ha estado esperando en la calle 80 la llegada del Transmilenio y éste se ha retrasado. Y continúa sus excusas. Detesta llegar tarde y más el día de mi cumpleaños. Recuerdo entonces a que fecha estamos y le miró fijamente. Él recorre con sus ojos el itinerario de los míos y recae en sus manos vacías. Este año tampoco tendré regalo, pienso, mientras me mareo por el olor dulzón de ese perfume de mujer que destila su ropa. En un alarde de imaginación me dice que ha olvidado mi regalo en la parada, justo antes de tomar el taxi. Yo permanezco callada y me digo para mí, que traicionera es su memoria y que vaga su creatividad, ha pronunciado exactamente las mismas palabras que el año pasado y que el anterior e incluso que el anterior a ese. Le observo fría, esperando que me sorprenda, que se acerque para darme un beso. No es que lo desee pero hace demasiado tiempo que sus labios no descansan en los míos.
Se quita la chaqueta y la cuelga en la silla, mientras me pregunta si he hablado contigo. Le miento, como el año pasado y el anterior y el anterior a ese. Le respondo que lo he hecho.
¿Y?, dice con cierta rabia subiéndole por la garganta.
Nada, le contesto, todo le va bien. Él se agacha y se mete bajo la mesa, como haría un gato para esconderse de mí. Aprovecho entonces para dejar que mis ojos licuen la tristeza. ¿Por qué no tendrá una secretaria que le compre mis regalos de cumpleaños?

Miro el retrato colgado en la pared, ese en el que estamos los tres abrazados, sonrientes, con el río de fondo. Me ensimismo en el sonido del agua, en el de nuestras risas de entonces. Te acaricio la mano. Ojala no hubieramos perdido el contacto hace tres años.
Él me hace regresar a la realidad a voces. Me pide que estire de los cables que él mueve. Se lamenta enfadado, no entiende que es lo que ocurre con al ordenador. ¿por qué no funciona?.
Me tienta confesarle que ayer moje el disco duro a propósito, pero no lo hago. Callo como es costumbre. Le veo moverse ansioso bajo la mesa y pienso que todo me parecería normal si no fuera porque nuestro ordenador es un portátil y bajo la mesa no hay ningún cable.

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