miércoles, 3 de junio de 2009

Domando el vacío

Pintura de Séraphine de Senlis

"El secreto de la existencia no consiste solamente en vivir, sino en saber para que se vive" Dostoievski

" Mientras subía y subía, el globo lloraba al ver que se le escapaba el niño"
Miguel Saiz Álvarez


Dijo que había entrevistado a A.A.E Ericsson y me miró. Yo escuché sus palabras con entusiasmo. Siempre admiré a esa escritora, amante de los animales, feminista en un momento histórico en el que serlo no era tan sencillo como ahora.
Esperé boquiabierta que siguiera con su prometedor relato. Dijo que se citó con ella en Estocolmo, poco después de que ella recibiera el Premio al "Sustento Bien Ganado", también llamado "Premio Nobel Alternativo". Yo desconocía la existencia de esos galardones y él con su habitual dogmatismo me dio una completa explicación. Parece ser que en 1980, un filatelista llamado Jakob von Uexkull, decidió homenajear y apoyar a aquellas personas que trabajaban buscando soluciones para cambiar el mundo, en sus deficiencias más urgentes.
Después de eso, hizo una pausa, un tenso intermedio de esos que intentan acrecentar la intriga y después sonrío satisfecho. Estaba seguro de que había conseguido captar mi atención, aunque no creo que nunca sospechara lo que de verdad desencadenó en mí todo aquello.
Su sonrisa me mostró una pequeña mancha blanca en uno de sus incisivos, el central. A primera vista parecía una mácula aparecida por una falta de calcio, una de esas que amenazan con extenderse y convertir el diente en un objeto frágil y transparente. Pero si prestabas atención parecía el resto de un dibujo tatuado en el esmalte. Jugué con aquella imperfección como en mi infancia lo hacía con las nubes, buscando en ella un animal, un pirata, un símbolo…que sé yo. El enigma me mantuvo ausente el resto de la conversación aunque creo que él no se apercibió de nada. Las frases llegaban a mí como venidas de un lugar lejano y no conseguían sacarme del sopor de mi obsesión. Quise preguntarle si era cierto aquello que se contaba sobre el nacimiento de su conocida heroína, pero me resultó imposible. Tenía los cinco sentidos secuestrados por aquel estúpido diente. La mancha se alzaba frente a mí como un poderoso fantasma.
Después de aquella cita tardamos años en volver a reencontrarnos. Lo hicimos en la celebración de los 100 años del nacimiento de Astrid Lindberg. Yo había acudido sola al evento. Mentiría si no dijera que le había estado esquivando todo aquel tiempo. Había dejado de asistir a invitaciones, había huido de los lugares comunes, incluso había cambiado mi número de teléfono, jubilando la agenda en la que yacía el suyo. Y todo por una insuperable mancha en un diente.
Entré al salón y le vi a lo lejos. Parecía feliz, y así quise creerlo, aunque el tiempo me ha enseñado a no fiarme de esas apariencias. Saludaba a unos y a otros con verdadero deleite. De su cuello colgaba una antigua cámara de fotos, que se balanceaba, tal vez era la misma que años atrás había inmortalizado a la creadora de Pippi Langstrumpf. Al verme me saludo con la mirada y siguió su conversación con una chica de pelo corto y extremada delgadez. Yo me sentí como un jardín en invierno y temblé como lo hacen las hojas en el otoño, cuando penden de las ramas sabiendo que su vida acabará estrellándose contra el suelo. Había temido aquel momento como nada en el mundo, lo había imaginado cientos de veces, unas más afortunadas que otras, pero nunca me había provocado tanta pereza como entonces. No quería volver a quedar atrapada en una mancha dental y sabía que lo haría. Al igual que semanas antes había quedado presa de un grano en la nariz de un interlocutor. Sabía que cuando se acercase, cuando me preguntase cómo estaba, cuando pronunciara esa esperada frase “¿cuánto tiempo? ¿no?”, yo no podría contestarle, no sería capaz de escuchar nada de lo que me contara. Mi mente se ofuscaría. La rabia y el silencio crecerían hasta asfixiarme. Y aunque deseara hablarle como lo haría Hopalong Cassidy, grosera, áspera y con conducta desganada, no lo conseguiría. Caería de nuevo presa en las redes de aquel dibujo deforme que vivía en su incisivo central.

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