miércoles, 24 de junio de 2009

El tercer cajón

Ilustración de Marta Chicote

Entro en mi cabeza y lo primero que hago es mirar por la ventana que hay en mi cerebro, como haría cualquier inquilino que entrara por primera vez en una habitación alquilada. Ojeo lentamente la cama donde parece ser que mi pensamiento duerme noche tras noche. Cerca de ésta descubro una mesita de madera y en ella varios cajones. En el primero hay un letrero que dice ideas absurdas que no llevan a nada. En el segundo, pensamientos ajenos que he hecho míos. Y en el tercero, ideas secretas que mi inconsciente oculta de la luz. Soy mortal y terriblemente previsible, así que me acerco y finjo cierta curiosidad medida. No quiero que nadie pueda pensar que lo único que deseo es leer lo prohibido. Prendo la lámpara y una luz que muchos considerarían cegadora da en mi cara. Mis ojos se deslumbran como los del reo cuando el policía que pretende interrogarle, dirige el foco hacia él, hacia sus dos espejos del alma, el derecho y el izquierdo.
Dicen que el alma se ocupa personalmente de separar las cosas que irán a uno y las que destinará al otro pero yo no termino de creerlo.
Observo la madera de la mesita como si me llamará la atención. Se trata de un roble viejo que alguien se molesto en talar y transformar en este mueble que ahora tengo ante mí. Acarició lentamente la superficie y me muevo con cautela, tengo miedo de ser descubierto. Me giro y compruebo que sigo solo. Todo está en silencio ahí afuera, parece que todos los habitantes del planeta se han mudado o han ido a pasar las vacaciones a otra tierra. Eso me da fuerzas para seguir con mi cometido. Con un movimiento rápido lanzo la mano como la garra de un depredador contra ese tercer cajón, que con fuerza se resiste a abrirse. Decepcionado me siento en el suelo, era previsible cómo he podido creer... Paso así horas, sin saber que, poco a poco, mi cuerpo pierde temperatura.
Alguien llama a la puerta y me saca de ese ensimismamiento, que me conduce irremediablemente a la muerte emocional, aunque yo aún no lo sé. Miro a esa persona y sé que no es la primera vez que lo hago. Sé que lo hice cuando tenía diez años y que volví a hacerlo a los treinta, y dos veces más con treinta y nueve y con cuarenta. El desconocido y conocido a la vez, me dice que la vecina de la habitación de abajo ha llamado a recepción para decir que le molestan las goteras. Dice que en su techo hay una mancha de humedad que crece a ratos y disminuye en otros y no la deja dormir. Me mira a los ojos y me recrimina que las cosas no pueden seguir así. Me prohibe volver a llorar.
Me confiesa que no quería hacerlo pero que las circunstancias no le dan otra opción. Mete su mano en el bolsillo de sus pantalones de franela gris y saca una llave que me tiende con recelo. Creo que hasta este último instante a dudado si hacerlo o no. Después se gira y deja que observe como se aleja. La tela de sus camales roza entre si y compone una música, que oculta por completo el sonido de las pisadas de sus zapatos, sobre el falso parqué. Cierro la puerta y veo la llave en mi palma derecha. Me provoca cierto desasosiego. Es una llave pequeña, de plata.
La mano izquierda se acerca tímida a la palma derecha y nerviosa la merodea. La mano derecha permanece impasible. Con un movimiento rápido, la mano izquierda se lanza sobre la derecha y ésta se cierra con toda su fuerza para proteger la llave. Yo miro la cerradura del tercer cajón con desconfianza.

En el exterior se escucha "Brown eyed girl" by Van Morrison

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