martes, 9 de diciembre de 2008

El perverso


Ilustración Ana Juan
Las últimas semanas han sido algo complicadas. Nada de lectura, un manojo de nervios sobrevolando su cielo neuronal y una sensación de angustia oprimiéndole el esternón. Su cuerpo redondo y blando se ha sentido víctima de lo que alguien ha acuñado como desa-estrés, que traducido vendría a ser “los desastres del estrés”.
Toma distraída los tres libros que sacó de la biblioteca, de los que tan sólo ha conseguido ojear algunas páginas. Los mete en su bolso y camina con cierta tranquilidad la acera húmeda. Hace frío y la lluvia ha extendido una alfombra fresca a sus pies. Antes de acceder a la biblioteca donde devolverá los tres volúmenes literarios, atraviesa una fila de inmigrantes que esperan resolver sus papeles antes de que la navidad lo cubra todo. Mira a la mujer que les atiende desde la ventanilla. En sus ojos ya pueden verse las luces de colores, los abetos nevados y las bolas de cristal de colores. Trabaja lentamente y de vez en cuando le echa un vistazo al reloj, esperando que las manillas la liberen de toda aquella gente y la acerquen al turrón.
Atraviesa las puertas transparentes y se adentra en la biblioteca. Hace calor dentro. Las estanterías están repletas de historias. Deja sobre el mostrador los tres libros y se despide de la mujer que los recoge, que gruñe a modo de conformidad y no levanta la vista del ordenador.
Mira los volúmenes editados, lee los títulos en las solapas y a pesar de sentir interés por muchos de ellos decide no llevar consigo ninguno. Sale de nuevo a la calle y pasea hacia otra biblioteca. En ésta entra con cierta apatía. Está mejor iluminada y las instalaciones son mucho más nuevas. La recorre de derecha a izquierda y decide echar un vistazo a las revistas del fin de semana. Entonces un hombre se cruza en su camino y tose para hacerse notar. Ella que conoce su perversidad le ignora. Las bibliotecas están llenas de historias macabras, piensa.

Sentada en unos sillones de piel, abre una revista. Los artículos son poco gratificantes. En ese instante se pone frente a ella la figura de ese tipo desagradable que pretende intimidarla. Ella mantiene la calma y decide atar sus emociones. Está situación la vivirá con indiferencia y frialdad. El tipo coge un periódico y vuelve a toser. Ella ni siquiera levanta la vista. Él, nervioso suspira con la intención de incomodarla. Es cierto que por un momento ella cree que va a conseguirlo. Comienza a sentir una rabia que nace débil y va creciendo al ritmo de la respiración. Con la mente en blanco, sin entender ni una sola frase de las que intenta leer, se dedica a pasar pausadamente las hojas. Debe fingir que nada le importa. El tipo comienza a impacientarse. Decide cercarla más. Se sienta a su lado en los sillones de piel roja. Ella ha conseguido controlar el ritmo de sus latidos y ahora siente repugnancia.
La perversidad del hombre crece. Comienza a acariciar su pecho por encima de la camiseta mientras finge leer artículos económicos. Hasta ella llega el hedor de su sudor, por un momento se siente tentada de levantarse y cambiar de lugar pero no quiere que ese imbécil se salga con la suya. Piensa que le habla, que le hace saber que es un enfermo cruel, que desea que parte del mal mundial caiga sobre sus sienes. Piensa que debería presentárselo a Ed Gein, tal vez éste podría hacer cómodos muebles con su piel o un traje de diseño. Sin embargo, no abre la boca,tranquila acaba la revista, se levanta, se dirige hacia la estantería, coge un “Que leer” y vuelve a sentarse junto a su verdugo, al que ella sabe un pobre infeliz. El hombre de cabellos ensortijados y oscuros comienza a notar su fracaso y empieza a cansarse de la situación. Ella tranquila desliza sus ojos por una entrevista a Saramago. Y piensa en aquella frase de Flaubert que dice: “A los intermediarios se les atraviesa como se atraviesa un puente y se va más lejos.”. El perverso la mira de reojo y se va con su frustración al otro lado de la biblioteca, donde se sienta frente a un ordenador. Ella lo ve de espaldas y sonríe por su éxito. Sabe que el pobre desgraciado no puede dejar de pensar que su intimidación ha sido fallida, es invisible.

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