martes, 8 de abril de 2008

La intimidad de la muerte


“El que espera desespera pero sigue esperando”. Así comenzaba el poema y así terminaría su vida, estaba decidido. Les había pedido a sus hijos que escribieran aquel epitafio en el mármol que cerraría su última casa. Éstos, entre lágrimas, se habían callado sin entender el sentido que tenían aquellas letras. Una frase que no les decía nada y que ni siquiera era la mejor de cuantas su padre había escrito.
Aquella tarde habían estado los cuatro, Diego y sus tres hijos, mirando fotos. A María, la pequeña, le gustaba aquella que le mostraba como un hombre zarandeado por el viento. En ella, podía verse su pelo revuelto, sus ojos desorbitados, la corbata izada por encima de los hombros. Una de las puntas de su gabardina separada veinte centímetros del cuerpo y el maletín marrón cogido fuertemente por la mano derecha, volando por encima de la cabeza como un globo. Pedro, dijo que ese retrato era demasiado cómico. Desde su punto de vista ridiculizaba a su padre. En su opinión, debían poner algo más acorde con él, tal vez la foto de un bosque, algo que salvaguardara su intimidad de molestos mirones. Bárbara le miró con desconcierto. ¿Intimidad? ¿Se debe prever la intimidad de los muertos, es que no tienen bastante? Ella no dijo nada pero molesta alzó en sus manos una foto antigua manoseada por el tiempo. Diego aparecía en ella, a la edad de tres años, imitando la postura de un superhéroe. Aquella foto había sido casual y contenía la naturalidad y la sencillez de la infancia. Algo que su padre, con el paso de los años no había perdido. Los tres hermanos habían escuchado la leyenda de esa instantánea cientos de veces. La fotografía había sido tomada por un antiguo amor de su abuela, en un parque, un día soleado. La abuela contaba que aquel día había sido abordada en plena calle por un estudiante de fotografía. Con él, había vivido una hermosa y descarnada historia de amor, que la había hecho salir de la melancolía, en la que estaba sumida desde la muerte del abuelo, en un inesperado accidente. Describía al muchacho con la delicadeza con la que se hablaría de una orquídea. Todo había comenzado cuando aquel día, le había pedido permiso para fotografiar al niño. El joven intentaba desarrollar un estudio sobre la pose. Debía presentar varios retratos con ese tema y había tenido esa ocurrencia. Fotografiaría niños imitando la postura de sus superhéroes favoritos. Su padre había optado por Spiderman, aunque años más tarde les había confesado que de haber conocido entonces a Sandman, hubiera sido a éste al que imitara. Eso les provocaba siempre la risa. No podían imaginarlo. Él reía y se contorsionaba ante ellos sacando la lengua, poniéndose bizco.
Ahora sonreír era mucho más difícil. A pesar de que llevaban todo aquello con cierta tranquilidad, cada uno de ellos contenía un torrente oculto que les amenazaba a cada instante con dejarles al descubierto. La enfermedad del padre había sido larga y las mil mentiras que habían tenido que contarle a su madre, internada en un sanatorio, habían aumentado el dolor de la despedida.
El padre rió ante la ridícula discusión de sus tres hijos. La lápida aparecería desnuda ese era su deseo. En el alabastro sólo estarían grabadas aquellas palabras “El que espera desespera pero sigue esperando”, sin fechas, sin nombres, sin fotografías.
Fotografía de Abbas Kiarostami

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