miércoles, 2 de abril de 2008

La pregunta



Aquella pregunta inquietante había conseguido, nuevamente, ponerla ante el precipicio.
Había titubeado antes de responder, antes de inventar aquella mentira que cualquier detector hubiera descubierto aún estando apagado.
Se sentó en el sillón y volvió a escuchar aquellas palabras que no por conocidas se deslizaron con más suavidad por sus oídos. Paralizada por el pánico, miró a su alrededor comprobando que estaba sola. Con dificultad sacó de su bolsillo una cuartilla doblada en cuatro veces. La mantuvo entre sus manos sin atreverse a abrirla. Las rodillas le tintineaban como campanillas azotadas por el viento.
Miró por la ventana. Desde su posición podía ver las ramas de un árbol que había perdido casi todas sus hojas. Y a su lado, un pequeño reducto de cielo en el que tenía lugar una carrera de nubes que se deslizaban dejándose ver escasos segundos.
Así, contando nubes consiguió reponerse de aquel terror repentino. Abrió lentamente las manos y dejó caer el papel. Se incorporó con dificultad y bajó su cuerpo al suelo, hasta acostarse junto a la carta. La miró con detenimiento. La acercó hacia si con la mano acariciándola con cariño, con miedo a asustarla. Poco a poco, como si la desnudara fue deshaciendo las dobleces hasta dejarla abierta. Leyó la fecha y la ciudad en la que había sido escrita. Y se dejó llevar por los pensamientos, por los recuerdos. Viajó unos años atrás y tropezó una vez más con aquella mujer. Ambas, como entonces, se miraron a los ojos fijamente. Después levantaron sus miradas hacia el cielo alertadas por unos pájaros.
En aquel instante, como entonces, el firmamento fue cruzado por una bandada de flamencos. El sol atravesaba las alas de las aves y ese filtro natural viraba la luz del sol, tornándola de un rojo brillante que las iluminaba. Ella, la desconocida, llevaba un bonito vestido naranja ilustrado por flores blancas y granates y en las manos portaba una carpeta de ilustraciones. Ella mucho más sobria vestía los colores de la tierra.
Como iban a imaginar que meses más tarde pasearían cogidas de la mano por un bosque de Viena. Su compañera, distraída, recogería hojas caídas, ramas retorcidas y piedras que adoptaban formas curiosas. Ella sin embargo, se perdería en el horizonte, pegando el silencio a cada uno de sus pasos, evitando con ello dejar huellas.
Había pasado mucho tiempo desde aquello.
Y ahora tan sólo le quedaba aquella carta. Apenas un puñado de letras revueltas que caminaban, de izquierda a derecha, ordenadas en filas. Miró la foto que descansaba en la estantería. Vio su cuerpo esbelto. Una sonrisa tímida escondida entre sus labios. Estaba sola, paseaba cerca del botánico y tras ella cruzaba el cielo un avión. El pájaro metálico volaba silencioso intentando no romper la quietud de aquel instante.
¿Cuándo había ocurrido?¿Había sucedido una mañana, una tarde, tal vez, mientras dormían? ¿Había sido en sueños?
Volvió a la carta, observándola con cierta distancia y comenzó a releerla.

“Si ahora pudiera recuperar todas las cartas que te escribí lo haría. Te las arrebataría, como una vez hice con tus reflexiones. Aquellas, que poco a poco, fuiste escribiendo en tu cuaderno. Sí, he de confesártelo, lo hice. Mientras tú te duchabas. Mientras el agua limpiaba tu piel, tras una noche de pasión intensa. Mientras enjabonabas ese dolor del que siempre me hablabas. En ese instante, en ese preciso instante, yo metía mis sucias dudas en tu bolsa y extraía tus memorias. Tus recuerdos de aquellos años. El registro de los días, de las noches, todas aquellas tardes perdidas en el limbo de tu sufrimiento. Tu soledad que era la nuestra.
Escondí el cuaderno bajo mi colchón y esperé a que te fueras para violentar tu intimidad. Para descubrir tus silencios, para responder a mis constantes preguntas nunca formuladas. Cuando te fuiste, volví a meterme bajo las sábanas y me tapé con ese olor a ti que aún quedaba en ellas. Juntos, tu olor y yo, recorrimos ese abismo. Tu lenguaje congeló mis gestos. Aniquiló mi paz. Abrió una grieta inabarcable… Desee desaparecer de ti, borrarme para siempre…”

Se detuvo, un dolor intenso recorrió su cuerpo volviendo a dejarla inmóvil. Una mosca confusa y molesta revoloteaba susurrando su zumbido. El reflejo, de ésta, en el mármol blanco del suelo, dibujaba cuadros efímeros que pasaban ante sus ojos, cómo antes lo habían hecho las nubes. ¿Cuántas horas de vida le quedarían al insecto?
¿Cuánto tiempo tardaría en posarse en el frío pavimento para acompañarla?
Su única medida del tiempo era ahora aquel ser gris y negro.
Ilustración Pablo Amargo

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