martes, 15 de julio de 2008

Delirio a treinta y ocho


En un estado febril, tomó el lápiz y el cuaderno y bajó al salón que el hotel tenía reservado para los invitados selectos. Dos preciosas puertas de cobre, que simulaban troncos de árboles, la separaron del mundo. Él, el único hombre de su vida, se había quedado en la habitación, tumbado en una inmensa cama blanca, observando frente a él, a través de la ventana, el acantilado casi perfecto de la bahía de Horta. A lo lejos, muy tenue se escuchaba las Gynospedies de Satie.
Ella sentada en una pequeña mesa redonda, abrió el cuaderno por la primera página y escribió en su margen derecho el lugar en el que se encontraba, Isla de Faial. Había oído que en 1986 en aquel lugar de las Azores, había tenido lugar una inmensa tempestad, olas gigantescas, de 15 a 20 metros, habían llegado a la costa y habían azotado el mítico puerto. Había quien aseguraba que había visto en ellas el rostro encolerizado de Neptuno. Intentó imaginar aquel torbellino de aguas embravecidas pero no pudo. Se levantó y se acercó a la cristalera, observó a dos mujeres que tranquilas hablaban. A su lado dos niños de escasos meses dormitaban, cada uno en su lujoso carro infantil. El humo de un puro que un hombre fumaba unos metros más allá, se deslizaba por delante de ellas, dándole a la estampa un aspecto fantasmagórico.
Miró el cielo y vio que una nube oscura se acercaba lentamente. Los rayos del sol dejaron de ser anaranjados para tornarse metálicos, pronto un azul grisáceo cubrió el lugar. Las mujeres seguras de que aquel cambio humedecería sus vidas se despidieron y se desearon suerte. Cada una de ellas tomó el mando de su carrito para regresar a sus habitaciones. El hombre del puro miraba fijamente la nube y apuraba inquieto las últimas caladas. Ella impasible seguía observando. La visión de un helicóptero le hizo perder de vista al hombre del puro. El pájaro de hierro hacia un ruido infernal, eso se dijo a si misma, porque a través de aquella cristalera insonorizada era imposible escucharlo.
Él se levantó y cerró la ventana. Tomó su libro y volvió a la cama. Continúo la lectura por la página, en la que la noche anterior había sucumbido al sueño.

“El incendio arrasaba las hectáreas con tal ferocidad que amenazaba con destruir todos los recursos naturales de la zona. Intentando evitar el desastre ecológico, se movilizaron innumerables medios técnicos y efectivos humanos, pero la masa forestal sucumbía ante la ferocidad de las llamas. Bomberos, motobombas, cinco helicópteros y un hidroavión lucharon sin descanso durante cuatro largos días…”

El calor de las llamas ficticias despertó en él las ganas de nadar. Cerró el libro, se desnudó y tomó el albornoz del cuarto de baño. Abrió la puerta de la habitación y caminó el pasillo de parquet color roble, que le llevó hasta el ascensor. El cubículo dorado estaba forrado de espejo en cada una de sus paredes. Apretó el botón que decía swingpool y esperó a que las puertas se abrieran. Su imagen le fue devuelta un centenar de veces, como en aquella famosa secuencia de Welles. Tranquilo y con un paso decidido y firme, se dirigió hacia la piscina. Tan sólo una anciana de unos ochenta años, mojaba su cuerpo en ella; Cargada de joyas de oro intentaba hundirse, como el Titanic, sin éxito. Él la miró de lejos, con desprecio, y elegantemente dejó que el albornoz se deslizara por sus hombros hasta caer al suelo. Cualquiera hubiera dicho que intentaba seducirla. Desnudo y ante la mirada atónita de aquella mujer arrugada por las aguas, desapareció.
Ella, bajo la mirada de nuevo a tierra y descubrió que ya no había hombre fumando, en su lugar el desalmado había dejado la colilla humeante. Acercó la boca al muro de cristal y dejó que su aliento dibujara un cuadro perfecto, después deslizó su dedo índice por el y escribió aquella frase de Ugo Foscolo: “La decrepitud da, posiblemente, el cielo como castigo al que desea vivir demasiado”

Ilustración de María Redón

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