miércoles, 1 de julio de 2009

Un fuerte olor a almendras amargas


Fotografía de Zzepp

"La meta es partir" Giuseppe Ungaretti

1


Aquella mañana yo caminaba nervioso mi inquietud, como el que pasea a su bebé en el carrito, confiando que el movimiento la calmara. Hacía tiempo que había abandonado el hábito de tomar café y cada mañana corría cerca de cuarenta y cinco minutos para bajar mis niveles de adrenalina, algo que mis músculos agradecían. Dentro del bolso llevaba una novela que acababa de comprar, se trataba del libro del afroamericano, Chester Himes, “Un ciego con una pistola”. El escritor se había inspirado en una anécdota que le había contado un amigo, un hecho real que había aparecido reseñado en la prensa local. Un ciego viajaba en un metro cuando sintió que una mano se metía en su bolsillo para robarle la cartera. Angustiado sacó su pistola y amenazó con ella al ladrón. Los pasajeros se tiraron al suelo del vagón e intentaron protegerse, como pudieron, del fuego indiscriminado del asustado invidente. Para cuando el metro se detuvo en la estación, la pistola del hombre ciego ya había vaciado su cargador y había matado accidentalmente a un tipo que inocente leía su periódico.
Pero el libro no narraba nada que tuviera que ver con aquel ciego, ni con aquel hombre inocente, abatido por una bala del azar, sino sobre las peripecias dos policías negros en Harlem, Ataúd Johnson y Sepulturero Jones, dos tipos verdaderamente ácidos. La anécdota había llevado a Chester Himes a la idea que originó la trama de la novela y en eso se quedó en la idea que sobrevolaba dicha trama “toda violencia desorganizada es como un ciego con una pistola”. Y yo intentaba darle respuesta a una complicada pregunta ¿Quién era el problema la pistola o el ciego?

2


Esa diatriba era la que me había llevado hasta la librería. Durante un buen rato charlé con el dependiente, el local estaba vacío, contradiciendo esa idea que aseguraba que los índices de lectura en el país habían ascendido. Mire las estanterías, concretamente la que contenía todos los autores cuyos apellidos comenzaban por la “D”, sólo, por qué era la que estaba a la altura de mis ojos y no tenía ganas de hacer ningún esfuerzo. Los libros guardaban el mismo orden que la semana anterior, cuando había ido a comprar “Un extraño en mi tumba” de Margaret Millar. Ni siquiera les habían quitado el polvo, incluso el lomo de "Justine" de Lawrence Durrell, seguía algo más asomado que el resto de ejemplares. En la parte derecha del anaquel estaba la Duras, con varias de sus obras. Recordé un párrafo de “El amante”. Me lo sé de memoria desde que aquella mujer con la que mantuve mi primera experiencia emocional lo dejó por escrito en mi mesilla de noche, poco antes de desaparecer para siempre.
" Un día, ya entrada en años, en el vestíbulo de un edificio público, un hombre se me acercó. Se dio a conocer y me dijo. La conozco desde siempre. Todo el mundo dice que de joven era usted hermosa, me he acercado para decirle que en mi opinión la considero más hermosa ahora que en su juventud. Su rostro de muchacha me gustaba mucho menos que el de ahora, devastado.”
Nunca entendí que quiso decir con ello. También ahora, el tiempo había pasado por mi rostro y no había dejado esas marcas típicas de los seres afables sino que había ceñido mi rictus con un gesto rígido, que en ocasiones resultaba incómodo.
El dependiente comenzó a mirarme inquieto. Imaginé que deseaba que saliera de su espacio para disfrutar de nuevo de la soledad del librero, ese ser aventurero que abre las tapas de los ejemplares esperando que de las hojas broten océanos que les arrastren a islas misteriosas, a amores pasionales o que simplemente pongan un remedio sencillo a su desafortunado insomnio.
Salí de allí y metí el libro en el bolso.
Fue entonces cuando aquel tipo flaco y desgarbado empezó a seguirme. Llevaba un traje de franela de color azul marino y unos zapatos de charol deslumbrantes como el sol de agosto. Se movía con cautela, se mantenía a cierta distancia para evitar que yo me diera cuenta. El pobre infeliz no se había informado lo suficiente sobre mi persona, eso en el caso de que no hubiera cometido la imprudencia de no hacerlo, algo que también era posible. Desde que abandoné mi última relación sentimental no camino por el mundo con los dos ojos perpendiculares al horizonte sino que como el protagonista de la canción de Silvio Rodríguez, lo hago con un ojo arriba y otro abajo, cuando no con uno mirando a la derecha y el otro a la izquierda.
Fue así que no tarde ni medio segundo en darme cuenta de que pasearía acompañado por un completo desconocido que miraría cada uno de mis movimientos para acompasarlos a los suyos.
Pasaron varias horas. Durante todo ese tiempo yo fui componiendo una melodía de pasos arrítmicos y él fue cantando con los suyos mis variaciones. Y entonces ocurrió algo sorprendente. El silencio sustituyó al sonido. Los coches se detuvieron. A nuestro alrededor los transeúntes quedaron en pausa. Una niña que saltaba a la comba quedó suspendida en el aire y un perro que ladraba a una bicicleta mantenía su boca abierta como si fuera un tenor dando el do de pecho. Sólo él y yo parecíamos tener vida en aquel cuadro aterrador que el destino había dibujado para nosotros. No tuve más remedio que acercarme a él no quería sentir el terror que provoca la sensación de estar solo ante la tragedia. Yo miraba expectante de un lado a otro y él me miraba fijamente a mí. Yo era el tenista que juega el partido y él el espectador que desde las gradas le anima. Tardé algunos minutos en apercibirme de su seguridad frente a los hechos, pero soy hombre observador y curioso y no tarde en hacerlo.
Me miró como el que mira a un ser insignificante, a un animal minúsculo que se mueve en fila para no perderse, con desprecio. Sus ojos eran añiles, jamás había visto nada parecido. Di un paso atrás y él tendió su mano con rapidez y me agarró del brazo derecho o tal vez fue el izquierdo, no lo recuerdo. He intentado borrar miles de veces aquel día de mi memoria, pero sólo he conseguido confundirme a mi mismo. Su mano provocó en mí un escalofrío que se materializó en una mancha azulada que me acompañó algo más de cuatro años. Visite cientos de especialistas, médicos, homeópatas, chamanes y nunca nadie pudo darme una explicación científica a aquel brazalete, que tal y como apareció, desapareció. Pero no es de esa mancha de la que deseo hablar sino de otra que me acompaña noche tras noche. “Vayamos por partes” como dijo Jack, el destripador.

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