martes, 4 de marzo de 2008

El niño y su sombra


Recordaba con melancolía las tardes en el parque, los días lluviosos, la tierra húmeda. El viejo estanque donde, juntos, cogían ranas que volvían a dejar en el agua después de besarlas sin que aparecieran princesas. Sus carreras entre los árboles. Los silencios. Las risas. Los cuentos nocturnos que les dejaban colgados de las estrellas. La luz de la lámpara giratoria que dibujaba sombras en el techo. El elefante que levantaba la trompa. Los juegos de soldaditos de plomo que descansaban sobre la estantería.
Aún podía escuchar la música, que llegaba desde el otro lado de la casa y se mezclaba con aquellos números, contados con celeridad. Uno, dos, tres…nueve.
Nueve, se decía, ese número que en la numeración maya era representado por cuatro puntos sobre una línea y que para los hebreos simbolizaba la verdad. Ese triángulo que le acercaba a la totalidad, a los tres mundos. Al suyo, al de él y al de ellos. Un espacio secreto que sólo ellos conocían: el juego del escondite.
Escuchaba las pisadas que correteaban por el pasillo, acercándose al dormitorio. Y sonreía. Podía imaginar las huellas de sus zapatos en la alfombra junto a la cama. La foto en la mesita de noche. Sus imágenes gemelas, abrazadas la una a la otra, estrechamente unidas, tan distintas.
Una, la huella de la otra.
Y después todo se quedaba a oscuras, en silencio. Escuchaba entonces el monocorde sonido de una respiración que, poco a poco, se alejaba. Que, poco a poco, se sumía en un mundo de sueños privados. Y entendía que aún debía esperar. El miedo entonces crecía. Aparecía como un monstruoso gigante que corría tras él. Que abría sus fauces para mostrarle un espacio aún más oscuro. Y así comprendía que el niño se había olvidado.
La confusión de aquellos primeros días le había hecho permanecer inmóvil. Soñando con nuevos juegos. Esperando que de un momento a otro, él regresara y abriera la caja.
Entonces caminarían juntos. Andaría un paso por detrás de sus pies. Dejaría que el sol calentara su rostro y al atardecer le adelantaría para dejar que los últimos rayos empujaran su espalda. Todo volvería a ser como antes. El niño y su sombra.
Pasada la primera semana había encontrado en el fondo de aquella caja un cuaderno y un lápiz, sin punta. Presionando sobre las paredes había dibujado una ventana y una puerta. Y se había subido, de puntillas, encima del libro, intentando vislumbrar algo. Sus esfuerzos habían sido inútiles. Sus gritos habían sido acallados por alguna fuerza malévola que le retenía allí, encerrado y olvidado en el fondo de una caja.
Años más tarde, mientras dibujaba con las manos, un águila y su sombra, escucho ruidos. La caja se tambaleó y una luz cegadora inundó el espacio. La cara de un hombre le miraba desde lo alto. Había vuelto, el niño había vuelto. Él, una sombra olvidada dentro de una caja, mientras jugaba al escondite, miró hacia arriba y sonrío. Después bajo la cabeza y continuó dibujando.
Unos días más tarde, desde la ventana de su despacho, el hombre pudo ver, en la carretera, el reflejo de un águila y sobre ésta la sombra de un hombre. Su sombra.

Ilustración Danielsan

1 comentario:

dani sanchis dijo...

El elefante que levantaba la trompa, el niño y su sombra, soñando con nuevos juegos. Un cuaderno y un lápiz sin punta. Y después, todo se quedaba a oscuras, en silencio.

De aquí sale un collage, ¿o es esto el collage?

besos