Algún día se enterarían de quién era el que movía el espejito. Mientras, yo guardaría el secreto. Mamá se enfadada conmigo cada mañana – “¿Otra vez? Qué manía”. Yo miraba por la rendija de la puerta al abuelo y le veía cojear nervioso, buscando el espejo en el armario, en la nevera…entre la fruta. Cuando lo encontraba y leía en él “Te quiero, Luís” apretaba el medallón de la abuela y me sonreía. Yo le devolvía el gesto y seguía escribiendo cien veces “no fingiré que los muertos hablan”. Por suerte, mamá nunca reconocía la letra de la abuela.
Ilustración Gustavo Aimar
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