Ilustración Mónica Indelicato
-¿Sobre que planeta he caído? - pregunto el principito
- Sobre la tierra, en África - respondió la serpiente.
- ¡Ah! ¿Y no hay nadie sobre la tierra?
- Esto es el desierto. En los desiertos no hay nadie - dijo la serpiente...
-¿Sobre que planeta he caído? - pregunto el principito
- Sobre la tierra, en África - respondió la serpiente.
- ¡Ah! ¿Y no hay nadie sobre la tierra?
- Esto es el desierto. En los desiertos no hay nadie - dijo la serpiente...
Saint Exupery
Entonces miré al suelo y vi un caracol. Se deslizaba por el rocío de la mañana como yo lo hacia por mi vida, lenta y húmeda. Y pensé en el desierto, en aquellas caravanas árabes que careciendo de agua enviaban a sus jinetes a buscar un oasis. Primero uno, que montado en su caballo se alejaba ante los sedientos ojos del resto, y después un segundo y más tarde un tercero. Y vi al primero llegando al agua y gritándole al segundo, al que tenía más cerca: ¡ven! Y pude escuchar al segundo repitiendo el grito: ¡agua! Y al tercero más cercano a la caravana convirtiéndose en el eco de los otros dos. Y, así, animados de esa manera el resto de hombres y animales que esperaban y permanecían juntos, seguían adelante con la esperanza de pronto calmar su sed.
Y recordé, que una vez había leído, que a principios de enero de 1947 unos misioneros norteamericanos habían sido tomados cautivos por el ejercito japonés e internados como prisioneros de guerra y que, estando allí, en el campamento se les había roto la cisterna del agua, parcialmente y durante varios días, habían tenido que racionar el agua por gotas y las transportaban a mano. Una gota cada vez.
Y pensé en el agua y en las manos. Y te vi fotografiando las mías en aquel bosque, sobre aquel montículo de piedra y musgo. Yo tumbada, extendida sobre la frialdad del muro, tú escondida tras la cámara. Y esta vez no pude llorarte. Esta vez ni siquiera pude llorarme.
Es curioso, el desamor. Te vi sentada en aquel bosque, que luego fue nuestra casa vacía y desolada. Y vi en tus ojos las sombras de los árboles secos, las hojas que el otoño había convertido en alfombras para nuestros silencios.
Cómo me gustaría poder decirte aquello que heroicamente pronunció Oates “I’m just going outside and maybe some time”. Pero, mi querida Ona, ya nada tiene sentido. Nuestra historia ya es demasiado oscura y la sombra de nuestro amor ya se ha descompuesto en charcos. Los días son grises. Llueve de un modo desgarrador. El tiempo pasa sin más, como si su fin fuera ese, pasar sin más. Colecciono días. Días vacíos que sumo a otros días vacíos. Uno, dos, tres, cuatrocientos... Este año el otoño ha llegado tarde. Yo ya no le esperaba, ya no espero nada. El verano se ha ido. Todo antes o después ha de irse. Pero, Ona, no te escribo para esto sino para hablarte de ella. De la historia que me contó. De esa suma de días y de ausencias que terminaron conformando su mundo. Tal vez debería comenzar por el principio.
Dice el libro del Génesis que cuando Dios creó el mundo, éste quedó desordenado. Un territorio inacabado, a medio hacer, con erupciones volcánicas que cambiaban el paisaje, chorros de agua o de vapor hirviendo que brotaban en el momento y el lugar más insospechado, grietas en la corteza por las que emanaban vapores procedentes del mismo magma, charcas de lodo en perpetua ebullición... desorden. Y sabes, Ona, eso dijo ella, que éramos desorden. Una parte de agua, una de dolor y otra de ruido. Y tal vez sea cierto. Y todos somos la misma persona aunque tal vez contada desde distintos puntos de vista, pero la misma. Ya sabes, como gotas de agua.
Sí, allí aquel otoño se me apareció aquella mujer y como en un sueño me habló del agua.
Dijo - Si existe un elemento que a lo largo de millones de años ha unido a todos los seres vivientes de nuestro planeta, ese elemento ha sido...
Y yo quise adelantarme Ona, quise acabar su frase, ya me conoces, y con una voz despaciosa como salida del abismo dije: el amor.
Y ella me miro con sus ojos infinitos y dijo: No, el agua - y sonrío.
Los dinosaurios, Ona, bebieron la misma agua en la que un día tú y yo bañamos nuestros cuerpos desnudos. La lluvia llenó las depresiones del planeta y creó los océanos. El agua nació en el universo, cuando el oxígeno creado por las estrellas, se unió al hidrógeno. Y esta vez desde mi silencio dije segura: “el amor”. ¿No es eso el amor?, ¿la unión de dos elementos que forman un tercero de forma indefinida?
Y recordé aquello que una vez me escribiste: “somos reclamados siempre por lo que ensoñamos y no por la realidad de nuestros pasos, por la verdad de nuestra vida, de su crueldad entera”. Estábamos sentadas al margen de aquel río, pero no mirábamos su cauce, sino a las montañas. Parecíamos huir de nosotras mismas, de nuestro reflejo en ese espejo en el que a determinadas horas del día se miran las nubes. Nosotras, más cobardes que ellas, seguíamos el vuelo de los pájaros que aquel día trinaban excitados. Y decidimos romper nuestra quietud y pasear entre los juncos. Y no sé cómo, nuestras bocas se encontraron, y mezclaron su humedad, y también lo hicieron nuestros sexos y nuestros miedos y así afloró nuestra cobardía.
Aquel otoño encontré a una mujer sentada frente al río, en ese banco de madera enmohecida en la que tú y yo tantas veces nos dejamos hipnotizar por la forma de las nubes. ¿Recuerdas aquel día en que me propusiste seguir el viaje de una de ellas? Dormíamos el sueño que ellas no dormían. Soñábamos con ser etéreas, con ser atravesadas por bandadas de pájaros migratorios. Y no sé como, ni cuando, nos convertimos en lluvia y lloramos cada una su soledad, tal vez envueltas en rabia. Tú, con tus profundos ojos, yo con las cuencas de los míos vacías, convertidas en una mezcla de lodo y humedad. Una visión náufraga de nosotras mismas. Un mar de desconsuelos.
Alguien dijo: primero son las nubes, luego la lluvia y más tarde el océano. O tal vez, primero fue el océano y más tarde las nubes y después la lluvia.
Y tú yo reímos recordando. Y creció para nosotras un bosque. Y tú fotografiaste al trepador azul. Y yo entendí el ciclo infinito.
El sol se situaba en esos días en la vertical del Ecuador. Los días y las noches tenían entonces la misma duración en todo el planeta. Las fuerzas de la oscuridad y de la luz estaban en equilibrio. Era el equinoccio de otoño el que marcaba el comienzo de una época de serenidad.
Vi a aquella mujer sentada en nuestro banco. Como aquella tarde, en la que tú y yo habíamos quedado a orillas del río porque querías enseñarme tu diario. Ese que habías construido, día a día, con fotografías. Yo te miraba desde lejos, agazapada como una jineta. Y el silencio me sorprendió acompañado por el silbido del viento. No, no estábamos solas. Nunca lo estuvimos. Entre los árboles un ciervo nos observaba con recelo. Mirando a aquella mujer lo entendí todo. Entendí la osadía del ser humano. Nuestra osadía. Sí, Ona, osadía. Quisimos ser las dueñas de nuestra naturaleza quebrantando así sus leyes. Quisimos razonar lo irracional. Quisimos cambiar el curso del agua. Nos creímos poderosas. Y así lo perdimos todo, hasta a nosotras mismas.
Cierra los ojos y pon tus manos sobre mi vientre, dijiste aquella mañana. La última mañana. El mundo gira para nosotras. Un inmenso flujo líquido recorre el universo como una inacabable red de ríos, de lagos, de mares. ¿Puedes sentir mis venas? ¿Las pulsaciones de mi sangre recorriéndome entera? Y no, Ona, no podía sentir nada. Aquella mañana ya no sentía nada. Ya no creía que la tierra era plana y que flotaba en el agua. Ni creía ver en tu vientre el amor. Mitad tú y mitad yo. Tus palabras eran témpanos de hielo que me ardían entre las manos. Tu barriga estaba llena de arrogancia. Nuestra actitud frente al universo terminó por destruirnos, por destruirlo todo. ¿Me entiendes?
Aquella mujer, Ona, vivía unas casas más abajo. Cerca de los árboles. ¿Recuerdas los árboles? Eran hayas y robles, ahora aún quedan algunos. Por las mañanas, cuando los primeros rayos de sol despuntaban, él, su marido, dejaba sobre la cama el pijama y, desnudo, corría hacia el río. Ella, mientras esperaba su regreso, transcribía las leyendas de agua, que él le contaba. Todas ellas las escribía en un diario azul que guardaba para su hijo. Al que esperaban. Aquellas páginas eran surcadas por hombres pez que brincaban y se zambullían junto a delfines. Hablaban del oasis perdido de Zerzura, en el que yacía dormida una reina que sólo podía ser despertada por un beso, y de la cueva de los nadadores, y de la cruel historia de Crono y Urano, su padre.
Pero su favorita era aquella que llegaba de los Indios Pies Negros y que aseguraba que, al principio, sólo existía un gran útero del que habían surgido el hombre y los animales. Eso me dijo, que la creación había tenido lugar bajo el agua. El hombre y los animales emergieron en una balsa. Y uno a uno, intentaron llegar al fondo del agua en busca de un poco de barro. Todos fracasaron, hasta que lo intentó la rata almizclera, que se sumergió y, cuando ya estaba a punto de morir, saco el barro. Y de ese barro se formaron las tierras del mundo y las plantas que lo habitan.
Ella, imaginaba a su amante buscando tesoros, buscando ese barro mágico con el que modelar un nuevo mundo, su mundo. Un planeta para ellos, para su hijo que también nadaba, ahora en su vientre. Imaginaba a su amante surcando el reflejo de las nubes en el río. Nadando el cielo. Creía ver el cardume rozando sus piernas, jugando con los dedos de sus pies. Y sabes, andaba ella tan entretenida en sus ensoñaciones que no se dio cuenta que el tiempo pasaba. Allí sentada frente a la ventana, esperaba. Minutos, horas, años… su amante no regresó. Y ella nada hizo por encontrarlo.
Cada día que pasaba se repetía la misma frase: No puede haber ido lejos pronto volverá a casa. Y seguía releyendo su cuaderno azul. Había perdido también al niño.
La vida se le había escapado entre los dedos como se nos escapa el agua cuando intentamos retenerla. Y Ona, en ese instante, mientras me hablaba, tuve un sueño. “El mundo, nuestra casa, se había transformado en un lugar árido. Aún quedaban algunos árboles pero a penas se escuchaba el río. En el bosque se escondían hombres armados que luchaban por acercarse al agua. Se había declarado la guerra. Se luchaba por el dominio de las fuentes, de los depósitos de agua potable. Las mujeres recogíamos nuestras lágrimas para tener algo líquido que dar a nuestros hijos. “
Aquella pesadilla me hizo pensar en el Indio Seattle, jefe de la tribu Suwamish. En algunas de sus palabras. Recuerdas, una vez leímos su carta, juntas. Tú reíste, como supongo que lo haces ahora. Me tachaste de romántica. De haber perdido la perspectiva del futuro. ¿Recuerdas?
“¿Dónde está el bosque espeso? Desapareció. ¿Dónde está el águila? Desapareció. ¡Así se acaba la vida y empezamos a sobrevivir! “
Y la pesadilla acabo para cederle el paso a una pesadilla peor.
“Hombres y mujeres inmóviles, resignados, esperando sin saber que esperar. Estaban allí como enormes estatuas de hielo, transformándose en vapor sin pasar por el estado líquido, sublimándose. Desapareciendo. Estaba sola, Ona. La tierra era un inmenso mar de arena. Ya nada volvería a ser. Ni tú, ni yo, ni nada…
Cuando abrí los ojos, aquella mujer se había ido y en su lugar, había un charco. Miré al río y sentí el viento acariciándome, empujándome. Me desnudé. Doblé la ropa y la dejé sobre el banco de madera, nuestro banco de madera. Y pensé: Que no sé acabe la vida, que no empecemos a sobrevivir. Que no se acabe la vida, que no empecemos a sobrevivir. Salté al agua y sabes, allí encontré a un hombre y a un niño buscando barro. Y miré desde el río al banco y allí donde había un charco ahora había una mujer modelando un mundo.
Y recordé, que una vez había leído, que a principios de enero de 1947 unos misioneros norteamericanos habían sido tomados cautivos por el ejercito japonés e internados como prisioneros de guerra y que, estando allí, en el campamento se les había roto la cisterna del agua, parcialmente y durante varios días, habían tenido que racionar el agua por gotas y las transportaban a mano. Una gota cada vez.
Y pensé en el agua y en las manos. Y te vi fotografiando las mías en aquel bosque, sobre aquel montículo de piedra y musgo. Yo tumbada, extendida sobre la frialdad del muro, tú escondida tras la cámara. Y esta vez no pude llorarte. Esta vez ni siquiera pude llorarme.
Es curioso, el desamor. Te vi sentada en aquel bosque, que luego fue nuestra casa vacía y desolada. Y vi en tus ojos las sombras de los árboles secos, las hojas que el otoño había convertido en alfombras para nuestros silencios.
Cómo me gustaría poder decirte aquello que heroicamente pronunció Oates “I’m just going outside and maybe some time”. Pero, mi querida Ona, ya nada tiene sentido. Nuestra historia ya es demasiado oscura y la sombra de nuestro amor ya se ha descompuesto en charcos. Los días son grises. Llueve de un modo desgarrador. El tiempo pasa sin más, como si su fin fuera ese, pasar sin más. Colecciono días. Días vacíos que sumo a otros días vacíos. Uno, dos, tres, cuatrocientos... Este año el otoño ha llegado tarde. Yo ya no le esperaba, ya no espero nada. El verano se ha ido. Todo antes o después ha de irse. Pero, Ona, no te escribo para esto sino para hablarte de ella. De la historia que me contó. De esa suma de días y de ausencias que terminaron conformando su mundo. Tal vez debería comenzar por el principio.
Dice el libro del Génesis que cuando Dios creó el mundo, éste quedó desordenado. Un territorio inacabado, a medio hacer, con erupciones volcánicas que cambiaban el paisaje, chorros de agua o de vapor hirviendo que brotaban en el momento y el lugar más insospechado, grietas en la corteza por las que emanaban vapores procedentes del mismo magma, charcas de lodo en perpetua ebullición... desorden. Y sabes, Ona, eso dijo ella, que éramos desorden. Una parte de agua, una de dolor y otra de ruido. Y tal vez sea cierto. Y todos somos la misma persona aunque tal vez contada desde distintos puntos de vista, pero la misma. Ya sabes, como gotas de agua.
Sí, allí aquel otoño se me apareció aquella mujer y como en un sueño me habló del agua.
Dijo - Si existe un elemento que a lo largo de millones de años ha unido a todos los seres vivientes de nuestro planeta, ese elemento ha sido...
Y yo quise adelantarme Ona, quise acabar su frase, ya me conoces, y con una voz despaciosa como salida del abismo dije: el amor.
Y ella me miro con sus ojos infinitos y dijo: No, el agua - y sonrío.
Los dinosaurios, Ona, bebieron la misma agua en la que un día tú y yo bañamos nuestros cuerpos desnudos. La lluvia llenó las depresiones del planeta y creó los océanos. El agua nació en el universo, cuando el oxígeno creado por las estrellas, se unió al hidrógeno. Y esta vez desde mi silencio dije segura: “el amor”. ¿No es eso el amor?, ¿la unión de dos elementos que forman un tercero de forma indefinida?
Y recordé aquello que una vez me escribiste: “somos reclamados siempre por lo que ensoñamos y no por la realidad de nuestros pasos, por la verdad de nuestra vida, de su crueldad entera”. Estábamos sentadas al margen de aquel río, pero no mirábamos su cauce, sino a las montañas. Parecíamos huir de nosotras mismas, de nuestro reflejo en ese espejo en el que a determinadas horas del día se miran las nubes. Nosotras, más cobardes que ellas, seguíamos el vuelo de los pájaros que aquel día trinaban excitados. Y decidimos romper nuestra quietud y pasear entre los juncos. Y no sé cómo, nuestras bocas se encontraron, y mezclaron su humedad, y también lo hicieron nuestros sexos y nuestros miedos y así afloró nuestra cobardía.
Aquel otoño encontré a una mujer sentada frente al río, en ese banco de madera enmohecida en la que tú y yo tantas veces nos dejamos hipnotizar por la forma de las nubes. ¿Recuerdas aquel día en que me propusiste seguir el viaje de una de ellas? Dormíamos el sueño que ellas no dormían. Soñábamos con ser etéreas, con ser atravesadas por bandadas de pájaros migratorios. Y no sé como, ni cuando, nos convertimos en lluvia y lloramos cada una su soledad, tal vez envueltas en rabia. Tú, con tus profundos ojos, yo con las cuencas de los míos vacías, convertidas en una mezcla de lodo y humedad. Una visión náufraga de nosotras mismas. Un mar de desconsuelos.
Alguien dijo: primero son las nubes, luego la lluvia y más tarde el océano. O tal vez, primero fue el océano y más tarde las nubes y después la lluvia.
Y tú yo reímos recordando. Y creció para nosotras un bosque. Y tú fotografiaste al trepador azul. Y yo entendí el ciclo infinito.
El sol se situaba en esos días en la vertical del Ecuador. Los días y las noches tenían entonces la misma duración en todo el planeta. Las fuerzas de la oscuridad y de la luz estaban en equilibrio. Era el equinoccio de otoño el que marcaba el comienzo de una época de serenidad.
Vi a aquella mujer sentada en nuestro banco. Como aquella tarde, en la que tú y yo habíamos quedado a orillas del río porque querías enseñarme tu diario. Ese que habías construido, día a día, con fotografías. Yo te miraba desde lejos, agazapada como una jineta. Y el silencio me sorprendió acompañado por el silbido del viento. No, no estábamos solas. Nunca lo estuvimos. Entre los árboles un ciervo nos observaba con recelo. Mirando a aquella mujer lo entendí todo. Entendí la osadía del ser humano. Nuestra osadía. Sí, Ona, osadía. Quisimos ser las dueñas de nuestra naturaleza quebrantando así sus leyes. Quisimos razonar lo irracional. Quisimos cambiar el curso del agua. Nos creímos poderosas. Y así lo perdimos todo, hasta a nosotras mismas.
Cierra los ojos y pon tus manos sobre mi vientre, dijiste aquella mañana. La última mañana. El mundo gira para nosotras. Un inmenso flujo líquido recorre el universo como una inacabable red de ríos, de lagos, de mares. ¿Puedes sentir mis venas? ¿Las pulsaciones de mi sangre recorriéndome entera? Y no, Ona, no podía sentir nada. Aquella mañana ya no sentía nada. Ya no creía que la tierra era plana y que flotaba en el agua. Ni creía ver en tu vientre el amor. Mitad tú y mitad yo. Tus palabras eran témpanos de hielo que me ardían entre las manos. Tu barriga estaba llena de arrogancia. Nuestra actitud frente al universo terminó por destruirnos, por destruirlo todo. ¿Me entiendes?
Aquella mujer, Ona, vivía unas casas más abajo. Cerca de los árboles. ¿Recuerdas los árboles? Eran hayas y robles, ahora aún quedan algunos. Por las mañanas, cuando los primeros rayos de sol despuntaban, él, su marido, dejaba sobre la cama el pijama y, desnudo, corría hacia el río. Ella, mientras esperaba su regreso, transcribía las leyendas de agua, que él le contaba. Todas ellas las escribía en un diario azul que guardaba para su hijo. Al que esperaban. Aquellas páginas eran surcadas por hombres pez que brincaban y se zambullían junto a delfines. Hablaban del oasis perdido de Zerzura, en el que yacía dormida una reina que sólo podía ser despertada por un beso, y de la cueva de los nadadores, y de la cruel historia de Crono y Urano, su padre.
Pero su favorita era aquella que llegaba de los Indios Pies Negros y que aseguraba que, al principio, sólo existía un gran útero del que habían surgido el hombre y los animales. Eso me dijo, que la creación había tenido lugar bajo el agua. El hombre y los animales emergieron en una balsa. Y uno a uno, intentaron llegar al fondo del agua en busca de un poco de barro. Todos fracasaron, hasta que lo intentó la rata almizclera, que se sumergió y, cuando ya estaba a punto de morir, saco el barro. Y de ese barro se formaron las tierras del mundo y las plantas que lo habitan.
Ella, imaginaba a su amante buscando tesoros, buscando ese barro mágico con el que modelar un nuevo mundo, su mundo. Un planeta para ellos, para su hijo que también nadaba, ahora en su vientre. Imaginaba a su amante surcando el reflejo de las nubes en el río. Nadando el cielo. Creía ver el cardume rozando sus piernas, jugando con los dedos de sus pies. Y sabes, andaba ella tan entretenida en sus ensoñaciones que no se dio cuenta que el tiempo pasaba. Allí sentada frente a la ventana, esperaba. Minutos, horas, años… su amante no regresó. Y ella nada hizo por encontrarlo.
Cada día que pasaba se repetía la misma frase: No puede haber ido lejos pronto volverá a casa. Y seguía releyendo su cuaderno azul. Había perdido también al niño.
La vida se le había escapado entre los dedos como se nos escapa el agua cuando intentamos retenerla. Y Ona, en ese instante, mientras me hablaba, tuve un sueño. “El mundo, nuestra casa, se había transformado en un lugar árido. Aún quedaban algunos árboles pero a penas se escuchaba el río. En el bosque se escondían hombres armados que luchaban por acercarse al agua. Se había declarado la guerra. Se luchaba por el dominio de las fuentes, de los depósitos de agua potable. Las mujeres recogíamos nuestras lágrimas para tener algo líquido que dar a nuestros hijos. “
Aquella pesadilla me hizo pensar en el Indio Seattle, jefe de la tribu Suwamish. En algunas de sus palabras. Recuerdas, una vez leímos su carta, juntas. Tú reíste, como supongo que lo haces ahora. Me tachaste de romántica. De haber perdido la perspectiva del futuro. ¿Recuerdas?
“¿Dónde está el bosque espeso? Desapareció. ¿Dónde está el águila? Desapareció. ¡Así se acaba la vida y empezamos a sobrevivir! “
Y la pesadilla acabo para cederle el paso a una pesadilla peor.
“Hombres y mujeres inmóviles, resignados, esperando sin saber que esperar. Estaban allí como enormes estatuas de hielo, transformándose en vapor sin pasar por el estado líquido, sublimándose. Desapareciendo. Estaba sola, Ona. La tierra era un inmenso mar de arena. Ya nada volvería a ser. Ni tú, ni yo, ni nada…
Cuando abrí los ojos, aquella mujer se había ido y en su lugar, había un charco. Miré al río y sentí el viento acariciándome, empujándome. Me desnudé. Doblé la ropa y la dejé sobre el banco de madera, nuestro banco de madera. Y pensé: Que no sé acabe la vida, que no empecemos a sobrevivir. Que no se acabe la vida, que no empecemos a sobrevivir. Salté al agua y sabes, allí encontré a un hombre y a un niño buscando barro. Y miré desde el río al banco y allí donde había un charco ahora había una mujer modelando un mundo.
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