Ilustración de Ana Juan
Todo sucedió muy rápido. No pudo darse cuenta de lo que pasaba. No alcanzó a reaccionar. Ni una sola palabra salió de su boca, ni un grito, ni un gesto o mueca en su rostro. El entorno desapareció. La luz lo invadió todo antes de poder pestañear. Pero ese escaso segundo, esa minúscula fracción de tiempo resultó suficiente al menos para vislumbrar con claridad la solución a todo el misterio. Mientras el calor descomponía su cuerpo y el olor a carne quemada llegaba a sus fosas nasales, su cerebro procesaba a la velocidad de la luz los datos, fechas, pistas, engaños, encuentros y preguntas que había descubierto, analizado, sufrido, protagonizado y presenciado en las últimas, sus últimas, cuatro semanas de vida. La gran duda se desvanecía y aún tuvo tiempo de imaginar cómo una sonrisa de triunfo se dibujaba en sus labios. Sólo la pudo representar en su mente, ya no tenía boca.
Cuatro semanas atrás, había recibido aquella extraña nota que le citaba en el 909 de la calle Nigeria. Un completo desconocido había abierto la puerta y le había invitado a entrar. La casa era grande y antigua. Las paredes estaban cubiertas por un papel carmesí ilustrado por cientos de pequeños insectos (moscas, mariposas, polillas…). Una puerta al fondo mostraba una enorme biblioteca. En ella una mesa y dos sillas desparejadas. Y encima de ésta, un antiguo tratado de entomología. En la única pared no cubierta por libros había un mapamundi en el que parecía cartografiarse una ruta. En aquel momento, sintió que esas cosas eran arbitrarias y casuales, la mera decoración de un sueño. Miró fijamente al hombre y le escuchó atentamente.
Diez minutos de conversación y treinta de silencios. Con los ojos escrutaba su mente en cada frase. Le explicó el caso con cinco palabras: "no le picó un mosquito". Descartó de un pluzamo todas las hipótesis en las que había trabajado durante meses. El hombre sacó el último cigarrillo de un paquete arrugado, se lo ofreció con un gesto y él lo rechazó acompasando la negación con un temblor de manos. Desde hacía dos días había dejado de fumar. Le preguntó cómo había dado con su dirección y el hombre, recreándose en la calada, se encogió de hombros y le entregó la tarjeta de un abogado. Al principio no lo reconoció, pero un resorte saltó en su memoria: era Pierre Fabré, el hijo del empresario cosmético. En la última bocanada de humo abandonó el despacho más desorientado de lo que entró. Estaba seguro de que la sra. Grimauld conocía la existencia del último testamento de su marido y de que no hizo nada para evitar la tragedia.
Al salir a la calle, justo cuando se disponía a cruzar el portal de aquel 909, oyó un susurro como de ultratumba
–Hola Vernon.
Un chispazo de espanto le recorrió el espinazo hasta erizarle los pelillos del cogote. La desagradable descarga que experimentó al escuchar aquella voz pero no ver a nadie frente a él se disipó al descubrir que de entre la sombra de la puerta entreabierta surgía un repugnante enano disfrazado de domador de circo.
-Vernon –repitió el engendro- tienes algo que me pertenece, y seguro que no te gustará que esto llegue a oídos de madame Grimauld, ya me entiendes... Permaneció un momento en silencio mirando perplejo al infraser, dudó si hablar, pero cruzó el umbral y continuó su camino por la acera desierta. Al cabo de veinte pasos giró la cabeza, el enano domador ya no estaba. De vuelta a su piso la cabeza le hervía con preguntas sin respuesta. ¿De dónde había salido ese ridículo ser? ¿Por qué le habría citado el hijo de Fabré? Y sobre todo ¿quién demonios era Vernon? Su única certeza en aquel momento era que desde que dejó de fumar se sentía cada vez más raro, más ajeno a si mismo.
Durante los quince días que siguieron a su doble encuentro en la calle Nigeria los acontecimientos extraños se sucedieron como si un titiritero loco estuviera manejando los hilos de su destino.
Entró en la cocina y se preparó una taza de café. Mientras la bebía ojeo las últimas anotaciones de su libreta. ¿Vernon? No aparecía ningún Vernon. Decidió repasar, uno a uno, todos los puntos del caso. Tal vez, se le estaba escapando algún detalle. La Sra. Grimauld le había llamado el lunes 9 de septiembre, con la intención de contratarle para que investigara un asunto relacionado con la desaparición de su marido. Se habían reunido en un lugar llamado Old Grog. Allí, ella le había contado sus sospechas.
El Sr. Grimauld se dedicaba a la investigación científica por lo que solía viajar a menudo. Era un hombre poco hablador y aficionado al ajedrez. Ella aseguraba que él se encontraba alojado en un lujoso hotel de Lagos. Pero el hotel negaba que allí se hubiera hospedado jamás ningún Sr. Grimauld. Hacia una semana que habían perdido la comunicación.
En Nigeria, su esposo, debía encontrarse con un empresario con el que tenía que tratar un asunto crucial para las investigaciones que, en ese momento, estaba llevando a cabo.
Apuró su café, miró a su alrededor y descubrió el desorden que le cercaba. Hacía un mes que convivía con una decena de cervezas, restos de las últimas comidas y la grasa que ya pertenecía a la decoración minimalista de las paredes. En todo ese caos no había ningún cenicero, ni una colilla, ni un paquete arrugado. Su colega, Quique, alias Enrique Poirot, recomendaba en la primera página de su libro de autoayuda “Como dejar de fumar investigando un caso”, que debía eliminar las colillas de la escena del crimen.
Desde su primera reunión con Sra. Grimauld, la vida le había cambiado. No podía pensar en otra cosa, todos sus sentidos rastreaban las múltiples hipótesis del caso. Esa tarde, una de ellas, la que más se acercaba a su intuición, se había desmoronado. “No le picó un mosquito”. Mierda, estaba tan seguro de su versión de los hechos que se sintió como una hoja en otoño. Tomó el rotulador y escribió en la pizarra de la nevera con enormes letras mayúsculas: LIMPIAR LA COCINA. Apagó la luz y cerró tras de sí la puerta. Caminó a oscuras por el pasillo, le sentaba bien pensar sin luz, últimamente le molestaba. A tientas, tocó el interruptor del salón y un resplandor fluorescente le cegó. Tras unos instantes, recuperó la visión. Centenares de libros se apilaban en columnas trajanas; sobre la mesa, cientos de papeles y recortes de periódicos; en la pared un corcho con quince fotografías dispuestas en tres esquemas entrelazados; y, sobre un atril de madera, un viejo diario con la inscripción: “Cuaderno de trabajo. Sr. Grimauld”.
Allí podían esconderse todas las respuestas de su nueva vida. O de su vieja vida olvidada, según se mire. Sintió la curiosidad pegada a la nuca y le sobrevino un regusto amargo a bilis. ¿Qué podía contener ese diario? ¿Un secreto por el que se muere, como el Sr. Grimauld? ¿Por el que casi se muere, como la falsa picadura de mosquito que por poco le deja fuera de juego? ¿O por el que se mata: Mdme Grimauld, el enano, Vernon…? Recordó el Cluedo: la señorita amapola, con la llave inglesa, en el dormitorio. ¿Pero cómo podía su cerebro acordarse de ese estúpido juego y haber borrado las imágenes de los últimos 40 años?
Se enredó de manera ilógica en estos pensamientos, pero que más da. No tenía prisa, nadie le esperaba, no tenía pasado y no sabía qué camino iba a seguir. ¿El de baldosas amarillas? ¡Ya estamos con otra referencia infantil! Venga Vernon, ¿Por qué me llamo Vernon, no? Pues Vernon o quien seas, actúa. Levanta la tapa…1, 2,3 y zas. En blanco. Más de cien páginas en incoloro, inodoro e insípido blanco.
La desesperación empezaba a hacer mella en su ánimo. ¿Cómo podía ser que en su cuaderno de trabajo sobre el caso que investigaba no hubiera ninguna anotación? Preso de un ataque de rabia lanzó el libro en blanco contra el atril de madera. Todo el conjunto cayó al suelo con estrépito y el azar dejó el cuaderno abierto boca arriba por la contraportada. Permaneció de pie, en silencio, observando el desastre que había provocado. Hasta pasado un minuto largo no reparó en la pequeña mancha azulada que apenas se distinguía sobre el interior de la tapa del diario. Al observarla de cerca, pudo descifrar lo que parecían unos nombres propios: Ataque Trompovsky / Korchnoi. De pronto se disparó una conexión neuronal en su reseteado cerebro y se sorprendió a sí mismo descifrando sin problemas aquellos garabatos y recitando, como aprendida de memoria, una definición que parecía extraída de un almanaque para expertos. “El ataque Trompovsky –dijo mecánicamente- es un importante sistema para jugar una apertura cerrada de ajedrez. Se trata de una estructura sólida que genera partidas tácticas y debe su nombre al Gran Maestro brasileño Octavio Siqueiro Trompovsky, que lo utilizó con éxito en los años 30 y 40 del siglo XX”.
La impresión por esta inesperada revelación le produjo un leve mareo y tuvo que sentarse. En un acto reflejo, aprendido mecánicamente, cerró los ojos para inspirar con fuerza y entonces lo visualizó. Como dibujada con tiza blanca sobre una oscura pizarra apareció ante él la jugada: d4 d5 Ag5. Inmediatamente compuso la escena en su mente: “Peón de Dama a d4, defensa simétrica con peón a d5 seguido de una agresiva diagonal del alfil a g5: el Ataque Trompovsky”. Si, eso estaba perfectamente claro pero, ¿y todo lo demás? Es decir, ¿porqué sabía él estas cosas, porqué estaban escritas en su cuarderno? y, sobre todo, ¿qué significaba aquello? Por primera vez en mucho tiempo sintió cierta satisfacción, una breve sensación de entusiasmo mezclada con otra de vértigo ante lo desconocido, ante su propio cerebro. Y luego estaba ese otro nombre, Korchnoi. Le bastó pronunciarlo en voz alta para recordar la historia del viejo maestro. Viktor Korchnoi es, para muchos, el mejor jugador de ajedrez vivo que nunca ha ganado el título mundial. Aunque sigue en activo, siempre será recordado por haber protagonizado junto a Anatoly Karpov la final más extraña de la historia del ajedrez. Fue en 1978, ambos contendientes eran soviéticos pero Korchnoi había desertado unos años antes sin conseguir sacar del país a su mujer y sus hijos. En plena Guerra Fría, y aprovechando la presencia en el torneo de la prensa internacional, Viktor denunció ante los medios que el Kremlin retenía a su familia para presionarle. El torneo fue espectacular, Karpov acabó ganando por seis victorias a cinco y 23 tablas. Pero la atención informativa se centró en otros asuntos. Se cuenta que tuvieron que instalar un tablón separador porque los jugadores se daban patadas por debajo de la mesa. Korchnoi se quejaba de que a Karpov le pasaban mensajes "codificados" en los yogures que comía durante la partida. El match estuvo plagado de incidentes que formaban parte de la guerra psicológica que ambos bandos utilizaron. La presencia de gurús, parapsicólogos, hipnotizadores y asesinos locales entre la comitiva oficial de cada jugador convirtió la final en una tragicomedia delirante. Korchnoi, que llegó a usar gafas con espejos para “evitar las radiaciones”, siempre sostuvo que desde el público alguien se introducía en su cabeza y le provocaba súbitos dolores, una especie de ardores intensos, como un fuego interior.
Lo recordaba todo con claridad, todo excepto un dato. Una ojeada rápida al salón le permitió localizar el tomo que buscaba. Un barrido fugaz de las páginas y se despejó la duda. “El XXVIII Campeonato del mundo disputado entre Karpov y Korchnoi se celebró en la ciudad de Lagos, Nigeria”.
Sonrío satisfecho. Se acercó al corcho que colgaba de la pared intentando averiguar donde encajar aquella nueva pista. Leyó detenidamente los esquemas de sus investigaciones. Por un lado, Nigeria, el Sr Grimauld y el misterioso empresario. Por otro, la Sra Grimauld y aquel extraño café en el que habían tenido lugar todas sus citas, el“Old Grog”. Y por último, Pierre y su padre August Fabré. Recordó el tiempo perdido con su teoría del mosquito, el entomólogo lo había dejado claro, no resolvía ningún enigma.
August Fabré era un afamado empresario cosmético. Él y el Sr Grimauld se habían conocido en un Congreso sobre Dermatología. Fabré presentaba en aquel congreso una crema llamada Vaniga, destinada a la eliminación del vello facial femenino.
Grimauld investigaba la tripanosomiasis africana, la enfermedad del sueño, transmitida por la picadura de la mosca Tse Tse. Y estaba convencido de que el Eflornithine, sustancia que contenía dicho ungüento de belleza, era efectivo contra los devastadores efectos de la mortal enfermedad. Consideraba que la asociación a la empresa de los Fabré abarataría de tal modo los gastos que el medicamento pronto estaría disponible a un precio irrisorio. Grimauld aseguraba que el Eflornithine era “el medicamento de la resurrección”, revivía a pacientes en estado de coma. Pero Fabré se negaba alegando que en grandes cantidades era tremendamente corrosivo y destruía los equipos de fabricación, algo que reduciría los beneficios económicos. Entre ellos no hubo acuerdo, ni conciliación de intereses.
Se sintió confuso no terminaba de encajar las piezas. Decidió que debía viajar a Nigeria para hacer algunas investigaciones de campo. Tal vez, el misterioso empresario o el campeonato de ajedrez le ayudaran a encontrar alguna respuesta. Levantó el teléfono y marcó el número. Contestó un hombre que por la voz parecía joven.
- Sí, dígame.
- La Sra Grimauld, por favor.
- Un momento. ¿De parte de quién?
- Jay, ella sabe quién soy
La conversación fue rápida y fría y aunque intentó evitar el Old Grog, no lo consiguió. Estaba tan cansado.
Amaneció y un rayo entró por la ventana del salón para sorprenderle en el sillón. Miró el reloj y se dio cuenta de que tenía quince minutos para reconstruir su nefasto aspecto y llegar al lugar donde se había citado.
Odiaba ir con prisas y mucho más llegar tarde. Aquella situación le ponía tan nervioso que hacia que sus sentidos se cegaran y no consiguiera ver y oler otra cosa que no fuera el humo de un cigarro. Apresurado entró por la puerta del Old Grog. La Sra Grimauld no había llegado aún. Por una vez, había tenido suerte. Se acercó a la barra y antes de que abriera la boca el camarero dijo con sorna:
- Está usted grogui
- ¿Cómo dice?
- Sí, ya sabe grogui. Necesita un grog. ¿No conoce esa palabra? Es nuestra especialidad.
- ¿Grog?
- Dios, está peor de lo que parece !Grog!, agua caliente azucarada, ron y un chorrito de limón.
Molesto, el camarero se giró y señaló la foto de un marino inglés en la pared. “Old Grog” - dijo - ese era su apodo. Comandó en 1741, una de las mayores flotas de la historia, ¿cómo puede no conocerlo? Su nombre era Edward Vernon, padre de Dai Vernon, el único mago que engañó a Houdini, no lo olvide.
Se giró dando un respingo y sin mediar palabra posó dos vasos de grog en la barra, alzó uno de ellos y le ofreció el otro:
- ¡Salud!
Un sorbo único, rápido y seco. Lo miró fijamente y Jay imitó el movimiento de muñeca.
Cuatro semanas atrás, había recibido aquella extraña nota que le citaba en el 909 de la calle Nigeria. Un completo desconocido había abierto la puerta y le había invitado a entrar. La casa era grande y antigua. Las paredes estaban cubiertas por un papel carmesí ilustrado por cientos de pequeños insectos (moscas, mariposas, polillas…). Una puerta al fondo mostraba una enorme biblioteca. En ella una mesa y dos sillas desparejadas. Y encima de ésta, un antiguo tratado de entomología. En la única pared no cubierta por libros había un mapamundi en el que parecía cartografiarse una ruta. En aquel momento, sintió que esas cosas eran arbitrarias y casuales, la mera decoración de un sueño. Miró fijamente al hombre y le escuchó atentamente.
Diez minutos de conversación y treinta de silencios. Con los ojos escrutaba su mente en cada frase. Le explicó el caso con cinco palabras: "no le picó un mosquito". Descartó de un pluzamo todas las hipótesis en las que había trabajado durante meses. El hombre sacó el último cigarrillo de un paquete arrugado, se lo ofreció con un gesto y él lo rechazó acompasando la negación con un temblor de manos. Desde hacía dos días había dejado de fumar. Le preguntó cómo había dado con su dirección y el hombre, recreándose en la calada, se encogió de hombros y le entregó la tarjeta de un abogado. Al principio no lo reconoció, pero un resorte saltó en su memoria: era Pierre Fabré, el hijo del empresario cosmético. En la última bocanada de humo abandonó el despacho más desorientado de lo que entró. Estaba seguro de que la sra. Grimauld conocía la existencia del último testamento de su marido y de que no hizo nada para evitar la tragedia.
Al salir a la calle, justo cuando se disponía a cruzar el portal de aquel 909, oyó un susurro como de ultratumba
–Hola Vernon.
Un chispazo de espanto le recorrió el espinazo hasta erizarle los pelillos del cogote. La desagradable descarga que experimentó al escuchar aquella voz pero no ver a nadie frente a él se disipó al descubrir que de entre la sombra de la puerta entreabierta surgía un repugnante enano disfrazado de domador de circo.
-Vernon –repitió el engendro- tienes algo que me pertenece, y seguro que no te gustará que esto llegue a oídos de madame Grimauld, ya me entiendes... Permaneció un momento en silencio mirando perplejo al infraser, dudó si hablar, pero cruzó el umbral y continuó su camino por la acera desierta. Al cabo de veinte pasos giró la cabeza, el enano domador ya no estaba. De vuelta a su piso la cabeza le hervía con preguntas sin respuesta. ¿De dónde había salido ese ridículo ser? ¿Por qué le habría citado el hijo de Fabré? Y sobre todo ¿quién demonios era Vernon? Su única certeza en aquel momento era que desde que dejó de fumar se sentía cada vez más raro, más ajeno a si mismo.
Durante los quince días que siguieron a su doble encuentro en la calle Nigeria los acontecimientos extraños se sucedieron como si un titiritero loco estuviera manejando los hilos de su destino.
Entró en la cocina y se preparó una taza de café. Mientras la bebía ojeo las últimas anotaciones de su libreta. ¿Vernon? No aparecía ningún Vernon. Decidió repasar, uno a uno, todos los puntos del caso. Tal vez, se le estaba escapando algún detalle. La Sra. Grimauld le había llamado el lunes 9 de septiembre, con la intención de contratarle para que investigara un asunto relacionado con la desaparición de su marido. Se habían reunido en un lugar llamado Old Grog. Allí, ella le había contado sus sospechas.
El Sr. Grimauld se dedicaba a la investigación científica por lo que solía viajar a menudo. Era un hombre poco hablador y aficionado al ajedrez. Ella aseguraba que él se encontraba alojado en un lujoso hotel de Lagos. Pero el hotel negaba que allí se hubiera hospedado jamás ningún Sr. Grimauld. Hacia una semana que habían perdido la comunicación.
En Nigeria, su esposo, debía encontrarse con un empresario con el que tenía que tratar un asunto crucial para las investigaciones que, en ese momento, estaba llevando a cabo.
Apuró su café, miró a su alrededor y descubrió el desorden que le cercaba. Hacía un mes que convivía con una decena de cervezas, restos de las últimas comidas y la grasa que ya pertenecía a la decoración minimalista de las paredes. En todo ese caos no había ningún cenicero, ni una colilla, ni un paquete arrugado. Su colega, Quique, alias Enrique Poirot, recomendaba en la primera página de su libro de autoayuda “Como dejar de fumar investigando un caso”, que debía eliminar las colillas de la escena del crimen.
Desde su primera reunión con Sra. Grimauld, la vida le había cambiado. No podía pensar en otra cosa, todos sus sentidos rastreaban las múltiples hipótesis del caso. Esa tarde, una de ellas, la que más se acercaba a su intuición, se había desmoronado. “No le picó un mosquito”. Mierda, estaba tan seguro de su versión de los hechos que se sintió como una hoja en otoño. Tomó el rotulador y escribió en la pizarra de la nevera con enormes letras mayúsculas: LIMPIAR LA COCINA. Apagó la luz y cerró tras de sí la puerta. Caminó a oscuras por el pasillo, le sentaba bien pensar sin luz, últimamente le molestaba. A tientas, tocó el interruptor del salón y un resplandor fluorescente le cegó. Tras unos instantes, recuperó la visión. Centenares de libros se apilaban en columnas trajanas; sobre la mesa, cientos de papeles y recortes de periódicos; en la pared un corcho con quince fotografías dispuestas en tres esquemas entrelazados; y, sobre un atril de madera, un viejo diario con la inscripción: “Cuaderno de trabajo. Sr. Grimauld”.
Allí podían esconderse todas las respuestas de su nueva vida. O de su vieja vida olvidada, según se mire. Sintió la curiosidad pegada a la nuca y le sobrevino un regusto amargo a bilis. ¿Qué podía contener ese diario? ¿Un secreto por el que se muere, como el Sr. Grimauld? ¿Por el que casi se muere, como la falsa picadura de mosquito que por poco le deja fuera de juego? ¿O por el que se mata: Mdme Grimauld, el enano, Vernon…? Recordó el Cluedo: la señorita amapola, con la llave inglesa, en el dormitorio. ¿Pero cómo podía su cerebro acordarse de ese estúpido juego y haber borrado las imágenes de los últimos 40 años?
Se enredó de manera ilógica en estos pensamientos, pero que más da. No tenía prisa, nadie le esperaba, no tenía pasado y no sabía qué camino iba a seguir. ¿El de baldosas amarillas? ¡Ya estamos con otra referencia infantil! Venga Vernon, ¿Por qué me llamo Vernon, no? Pues Vernon o quien seas, actúa. Levanta la tapa…1, 2,3 y zas. En blanco. Más de cien páginas en incoloro, inodoro e insípido blanco.
La desesperación empezaba a hacer mella en su ánimo. ¿Cómo podía ser que en su cuaderno de trabajo sobre el caso que investigaba no hubiera ninguna anotación? Preso de un ataque de rabia lanzó el libro en blanco contra el atril de madera. Todo el conjunto cayó al suelo con estrépito y el azar dejó el cuaderno abierto boca arriba por la contraportada. Permaneció de pie, en silencio, observando el desastre que había provocado. Hasta pasado un minuto largo no reparó en la pequeña mancha azulada que apenas se distinguía sobre el interior de la tapa del diario. Al observarla de cerca, pudo descifrar lo que parecían unos nombres propios: Ataque Trompovsky / Korchnoi. De pronto se disparó una conexión neuronal en su reseteado cerebro y se sorprendió a sí mismo descifrando sin problemas aquellos garabatos y recitando, como aprendida de memoria, una definición que parecía extraída de un almanaque para expertos. “El ataque Trompovsky –dijo mecánicamente- es un importante sistema para jugar una apertura cerrada de ajedrez. Se trata de una estructura sólida que genera partidas tácticas y debe su nombre al Gran Maestro brasileño Octavio Siqueiro Trompovsky, que lo utilizó con éxito en los años 30 y 40 del siglo XX”.
La impresión por esta inesperada revelación le produjo un leve mareo y tuvo que sentarse. En un acto reflejo, aprendido mecánicamente, cerró los ojos para inspirar con fuerza y entonces lo visualizó. Como dibujada con tiza blanca sobre una oscura pizarra apareció ante él la jugada: d4 d5 Ag5. Inmediatamente compuso la escena en su mente: “Peón de Dama a d4, defensa simétrica con peón a d5 seguido de una agresiva diagonal del alfil a g5: el Ataque Trompovsky”. Si, eso estaba perfectamente claro pero, ¿y todo lo demás? Es decir, ¿porqué sabía él estas cosas, porqué estaban escritas en su cuarderno? y, sobre todo, ¿qué significaba aquello? Por primera vez en mucho tiempo sintió cierta satisfacción, una breve sensación de entusiasmo mezclada con otra de vértigo ante lo desconocido, ante su propio cerebro. Y luego estaba ese otro nombre, Korchnoi. Le bastó pronunciarlo en voz alta para recordar la historia del viejo maestro. Viktor Korchnoi es, para muchos, el mejor jugador de ajedrez vivo que nunca ha ganado el título mundial. Aunque sigue en activo, siempre será recordado por haber protagonizado junto a Anatoly Karpov la final más extraña de la historia del ajedrez. Fue en 1978, ambos contendientes eran soviéticos pero Korchnoi había desertado unos años antes sin conseguir sacar del país a su mujer y sus hijos. En plena Guerra Fría, y aprovechando la presencia en el torneo de la prensa internacional, Viktor denunció ante los medios que el Kremlin retenía a su familia para presionarle. El torneo fue espectacular, Karpov acabó ganando por seis victorias a cinco y 23 tablas. Pero la atención informativa se centró en otros asuntos. Se cuenta que tuvieron que instalar un tablón separador porque los jugadores se daban patadas por debajo de la mesa. Korchnoi se quejaba de que a Karpov le pasaban mensajes "codificados" en los yogures que comía durante la partida. El match estuvo plagado de incidentes que formaban parte de la guerra psicológica que ambos bandos utilizaron. La presencia de gurús, parapsicólogos, hipnotizadores y asesinos locales entre la comitiva oficial de cada jugador convirtió la final en una tragicomedia delirante. Korchnoi, que llegó a usar gafas con espejos para “evitar las radiaciones”, siempre sostuvo que desde el público alguien se introducía en su cabeza y le provocaba súbitos dolores, una especie de ardores intensos, como un fuego interior.
Lo recordaba todo con claridad, todo excepto un dato. Una ojeada rápida al salón le permitió localizar el tomo que buscaba. Un barrido fugaz de las páginas y se despejó la duda. “El XXVIII Campeonato del mundo disputado entre Karpov y Korchnoi se celebró en la ciudad de Lagos, Nigeria”.
Sonrío satisfecho. Se acercó al corcho que colgaba de la pared intentando averiguar donde encajar aquella nueva pista. Leyó detenidamente los esquemas de sus investigaciones. Por un lado, Nigeria, el Sr Grimauld y el misterioso empresario. Por otro, la Sra Grimauld y aquel extraño café en el que habían tenido lugar todas sus citas, el“Old Grog”. Y por último, Pierre y su padre August Fabré. Recordó el tiempo perdido con su teoría del mosquito, el entomólogo lo había dejado claro, no resolvía ningún enigma.
August Fabré era un afamado empresario cosmético. Él y el Sr Grimauld se habían conocido en un Congreso sobre Dermatología. Fabré presentaba en aquel congreso una crema llamada Vaniga, destinada a la eliminación del vello facial femenino.
Grimauld investigaba la tripanosomiasis africana, la enfermedad del sueño, transmitida por la picadura de la mosca Tse Tse. Y estaba convencido de que el Eflornithine, sustancia que contenía dicho ungüento de belleza, era efectivo contra los devastadores efectos de la mortal enfermedad. Consideraba que la asociación a la empresa de los Fabré abarataría de tal modo los gastos que el medicamento pronto estaría disponible a un precio irrisorio. Grimauld aseguraba que el Eflornithine era “el medicamento de la resurrección”, revivía a pacientes en estado de coma. Pero Fabré se negaba alegando que en grandes cantidades era tremendamente corrosivo y destruía los equipos de fabricación, algo que reduciría los beneficios económicos. Entre ellos no hubo acuerdo, ni conciliación de intereses.
Se sintió confuso no terminaba de encajar las piezas. Decidió que debía viajar a Nigeria para hacer algunas investigaciones de campo. Tal vez, el misterioso empresario o el campeonato de ajedrez le ayudaran a encontrar alguna respuesta. Levantó el teléfono y marcó el número. Contestó un hombre que por la voz parecía joven.
- Sí, dígame.
- La Sra Grimauld, por favor.
- Un momento. ¿De parte de quién?
- Jay, ella sabe quién soy
La conversación fue rápida y fría y aunque intentó evitar el Old Grog, no lo consiguió. Estaba tan cansado.
Amaneció y un rayo entró por la ventana del salón para sorprenderle en el sillón. Miró el reloj y se dio cuenta de que tenía quince minutos para reconstruir su nefasto aspecto y llegar al lugar donde se había citado.
Odiaba ir con prisas y mucho más llegar tarde. Aquella situación le ponía tan nervioso que hacia que sus sentidos se cegaran y no consiguiera ver y oler otra cosa que no fuera el humo de un cigarro. Apresurado entró por la puerta del Old Grog. La Sra Grimauld no había llegado aún. Por una vez, había tenido suerte. Se acercó a la barra y antes de que abriera la boca el camarero dijo con sorna:
- Está usted grogui
- ¿Cómo dice?
- Sí, ya sabe grogui. Necesita un grog. ¿No conoce esa palabra? Es nuestra especialidad.
- ¿Grog?
- Dios, está peor de lo que parece !Grog!, agua caliente azucarada, ron y un chorrito de limón.
Molesto, el camarero se giró y señaló la foto de un marino inglés en la pared. “Old Grog” - dijo - ese era su apodo. Comandó en 1741, una de las mayores flotas de la historia, ¿cómo puede no conocerlo? Su nombre era Edward Vernon, padre de Dai Vernon, el único mago que engañó a Houdini, no lo olvide.
Se giró dando un respingo y sin mediar palabra posó dos vasos de grog en la barra, alzó uno de ellos y le ofreció el otro:
- ¡Salud!
Un sorbo único, rápido y seco. Lo miró fijamente y Jay imitó el movimiento de muñeca.
- Aggg…No está mal.
- Por supuesto. El gran Old Grog sabía lo que bebía.
- Y tanto. Oiga, ¿por qué le puso ese nombre al bar?
- No fui yo. Es cosa de los jefes.
- ¿De varios?
- Sí, de los descendientes de Sir Edward Vernon.
Al escuchar de nuevo el nombre, recordó al domador de circo enano que le asaltó en el portal del entomólogo. Un acto reflejo llevó su mirada por las paredes. A la izquierda: cuadros colgados con decenas de nudos marineros, una desvencijada ánfora que servía de recipiente para dos narcisos marchitos y un remo con lo que parecía una dentellada de tiburón; a la derecha, dos vitrinas: la primera repleta de barcos varados en botellas de cristal y, la segunda, llena de fotografías enmarcadas.
- ¿Es el álbum familiar? – inquirió con curiosidad al camarero.
- Sí, un auténtico nido de polvo. Odio los primeros de cada mes.
- ¿Por?
- Es el día que se pasa uno de los hijos a recoger las ganancias y me toca limpiar a fondo el “museo naval”.
“Primeros días de cada mes”. Hoy era 29 de noviembre. En unos días conocería a uno de los herederos de Old Grog. Las pistas iban surgiendo. Varias veces se había reunido con madame Grimauld en ese local y nunca habló con el camarero. Ella siempre llegaba antes.
Se acercó a la vitrina de las fotos y comenzó a escrutarlas. En la estantería superior empezaba la historia: un grabado reproducía la oronda figura del marinero que daba nombre al establecimiento, al cóctel y quién sabe a qué demonios más; junto a él, los retratos de dos mujeres: una, preciosa, y la otra con barba de lobo de mar. Para la segunda repisa habían reservado las composiciones paisajísticas de varios lugares del mundo, todos con la cercanía de los océanos. Y en la tercera, los retratos familiares de varias generaciones. Tenía ante sí todo el árbol genealógico de la familia Vernon. Entre la multitud de rostros que parecían mirarlo fijamente, lo encontró. Allí estaba, risueño, con cara de niño y con el mismo cuerpo enano. No vestía el traje de domador y lo flanqueaban dos hombres: el señor Fabré y el señor Grimauld. El semblante del empresario cosmético trasmitía la seguridad del triunfo, sin embargo, al señor Grimauld parecía que lo devoraba la culpa.
Un dedo tocó su espalda. Al girarse, se dio de bruces con la señora Grimauld. Ella miró la fotografía del enano durante un instante y, en silencio, se dirigió a la mesa del rincón. Él, la siguió.
Con la imagen del cogote de la señora Grimauld como único horizonte, nuestro hombre se debatía entre la idea de comunicarle su descubrimiento o seguir fingiendo que estaba al cabo de lo sucedido. A pesar de los océanos que se habían formado en su memoria, no podía olvidar la frase que le espetó con voz metálica el horripilante hombrecillo:”Vernon tienes algo que me pertenece, y seguro que no te gustará que esto llegue a oídos de madame Grimauld, ya me entiendes...”. Pero cada vez entendía menos. ¿Por qué ese engendro vestido de domador, indumentaria más incomprendida si cabe, lo había llamado así? Vernon. ¿Era descendiente del marinero aficionado a los cócteles de tipos duros?
Si la conjetura era cierta, quizás la sra. Grimauld no lo contrató por azar. Tampoco había elegido el lugar de sus citas de manera aleatoria. Una dama de sus características encajaba mejor en la barra donde servían ostras y champán de Harrods que en el viejo, valga la redundancia, y desvecijado “Old Grog”. Todos estos pensamientos lo asaltaban de camino a la mesa del fondo. Una vez situado frente a la boca sin clase de la Sra. Grimauld, como de costumbre el carmín rojo decoraba uno de sus incisivos, fue escueto: “Debo volver a Nigeria”.
“¿No me va a decir usted nada más? ¿Cuatro palabras por todo el dineral que le pago?” replicó la vieja.
“Existe otro testamento”. Esta vez empleó una palabra menos. “Y usted no es la beneficiaria”, añadió.
La Sra Grimauld no era aficionada al ajedrez, como su marido; pero dominaba el póker. Puso cara de llevar trío de ases.
“Aún hay más –apuntó Jay marcándose un farol-. Como ve, su dinero le renta. Pero podría perderlo si se descubre el nuevo testamento –sonrió por la alusión bíblica- y que usted asesinó a su marido y a Fabré. Y lo hizo con la boca y las manos pequeñas. Se lo encargó al enano”.
Durante un momento que se le hizo eterno, la señora Grimauld permaneció en silencio aguantando impasible su mirada. Al cabo de unos segundos, Jay empezó a perder la compostura y dejó entrever un casi imperceptible arqueo de la ceja derecha. La astuta vieja captó la señal involuntaria y se relajó mostrando una discreta sonrisa felina, como la que parecen adoptar los gatos al acomodarse justo bajo el único rayo de sol que penetra en el salón.
-Ya veo, Jay, lo has intentado chico, pero necesitas controlar mejor tus emociones. Si quieres jugármela tendrás que atenerte a las consecuencias. Si me conocieras un poco más, primo, sabrías que yo siempre igualo las apuestas. Los faroles no funcionan conmigo.
Jay empezó a sentir como si las raíces de su cuero cabelludo fueran cabezas de fósforos al límite de la ignición. Su mirada no podía desviarse de la mancha de carmín en el asqueroso diente de la vieja. Le sorprendió que la mancha se hubiera hecho más grande en un instante. Las primeras gotas de sudor empezaron a recorrer su frente. Notó humedad bajo sus muslos y se incorporó lentamente.
-¿Qué te pasa Jay, ya no aguantas un simple Grog?, le espetó la vieja con sorna.
-¿Y usted… cómo sabe lo que he tomado?
Mientras caminaba hacia la puerta del local, Jay percibió la sonrisa ladeada del camarero que lo observaba tranquilo mientras frotaba una copa con un paño. De fondo sólo escuchaba las carcajadas histriónicas de la sra Grimauld. El trayecto hasta la puerta se convirtió en una travesía quimérica. Todo se movía muy despacio a su alrededor, podía incluso percibir la sabia goteando desde la barra de madera hasta caer al suelo y copular con las colillas retorcidas. Al abrir la puerta de la calle se sintió atacado por una claridad deslumbrante que le encendió definitivamente todas las raíces de su pelo. Un miedo primigenio se adueñó de su ser mientras daba pasos temblorosos sobre la acera. Su cuerpo se convirtió en una gigantesca antena amplificadora de sentidos. Podía notar el magnetismo de un cielo cubierto de nubes plomizas. Como un susurro articulado desde lo más profundo de las alcantarillas llegaba hasta sus oídos una música ancestral. Desde el cemento de la calle vio con claridad cómo se alzaba un oscuro vaho, atravesado súbitamente por una mariposa desenfocada. De pronto, se formó ante él una vagina gigante de entre cuyos labios sangrantes surgió una tribu feroz de luciérnagas que lo derribó. Desde el suelo vio una cara acercándose y dentro de la cara un ojo y dentro de ese ojo, todos los ojos. Un perro ladraba a lo lejos. Se desmayó.
Horas más tarde despertó en su cama. Una bandada de pensamientos confusos giraban alrededor de su cabeza a un ritmo vertiginoso. Se incorporó y sintió nauseas. Miró el reloj. Habían pasado más de diez horas, aunque él no lo sabía. No recordaba nada de lo que había sucedido.
La Sra Grimault había llegado como siempre antes que Jay a la cita. Había hablado con el camarero y le había dado instrucciones precisas. Debía darle a Jay el brebaje que ella misma prepararía. Un poco de agua caliente azucarada, ron, un chorrito de limón y unas gotas de Eflornithine. Esa sustancia dada en pequeñas cantidades, y a personas no aquejadas de la enfermedad del sueño, conseguía borrar en quien las ingería los últimos días de su vida. De posibles efectos secundarios la Sra Grimault no tenía ni idea, en realidad nadie tenía conocimiento de ellos, pues en cada individuo el Eflornithine dejaba secuelas distintas. Dejó el vaso detrás de la barra y se metió en la trastienda. Minutos después, entraba Jay en el bar y el camarero le ofrecía aquel cóctel. La Sra Grimault escuchó toda la conversación y tuvo tiempo suficiente para que el detective le contara cuales habían sido sus últimos descubrimientos. Después esperó a que cayera abatido en la calle y ayudada por su chofer y por el joven Fabré, que le esperaban fuera del Old Grog, lo llevaron a casa. Donde le acostaron, en su cama, como si no hubiera pasado nada. No era la primera vez que le hacían ingerir Eflornithine. Ni la primera persona con quien lo utilizaban.
En el salón de la casa de la Sra Grimault, ésta conversaba con su joven amante.
- Debemos abandonar todo esto – dijo el joven Fabré
- No digas tonterías mi amor. Ya hemos llegado demasiado lejos. Estamos muy cerca de nuestro objetivo.
- Pero es que no te das cuenta. Todo esto es una locura. Hemos matado a dos hombres a mi padre y a tu marido. Y hemos vuelto loco a ese enano.
- Pero ha sido por amor. No era nuestra intención hacer daño a nadie pero unas cosas nos han llevado a otras. Todo ha sido un accidente. El Eflornithine es imprevisible.
- A veces cuando te oigo hablar así me asustas. Parece que todo esto te divierta.
La Señora Grimault se mostró ofendida. Insinúas que soy una persona fría, calculadora y macabra. Fabré recibió la mirada punzante de su amante que se le clavo entre los ojos como una daga. La Señora Grimault aguantó la mirada y cambio el tono. Se acercó al joven pasándole sus arrugadas manos por el cuello y le beso. Con voz melosa dijo:
- Pronto estaremos muy lejos de aquí, en Nigeria y disfrutaremos de una fortuna inabarcable. Pero antes habrá que solucionar algunas cosas. Entre ellas darle una dosis más al enano. Parece que se ha ido de la lengua con lo del testamento. Por suerte, los flasazos de recuerdos que llegan a su cerebro son bastante confusos. La realidad se mezcla caprichosamente en su cabeza. La información que le ha dado al detective no llevara a éste a ningún sitio. Eso, si Jay recuerda algo jajá,jajá…
Fabré la miró intranquilo. Ella acercó sus labios a los suyos y le dio un apasionado beso que él recibió frío.
- Por supuesto. El gran Old Grog sabía lo que bebía.
- Y tanto. Oiga, ¿por qué le puso ese nombre al bar?
- No fui yo. Es cosa de los jefes.
- ¿De varios?
- Sí, de los descendientes de Sir Edward Vernon.
Al escuchar de nuevo el nombre, recordó al domador de circo enano que le asaltó en el portal del entomólogo. Un acto reflejo llevó su mirada por las paredes. A la izquierda: cuadros colgados con decenas de nudos marineros, una desvencijada ánfora que servía de recipiente para dos narcisos marchitos y un remo con lo que parecía una dentellada de tiburón; a la derecha, dos vitrinas: la primera repleta de barcos varados en botellas de cristal y, la segunda, llena de fotografías enmarcadas.
- ¿Es el álbum familiar? – inquirió con curiosidad al camarero.
- Sí, un auténtico nido de polvo. Odio los primeros de cada mes.
- ¿Por?
- Es el día que se pasa uno de los hijos a recoger las ganancias y me toca limpiar a fondo el “museo naval”.
“Primeros días de cada mes”. Hoy era 29 de noviembre. En unos días conocería a uno de los herederos de Old Grog. Las pistas iban surgiendo. Varias veces se había reunido con madame Grimauld en ese local y nunca habló con el camarero. Ella siempre llegaba antes.
Se acercó a la vitrina de las fotos y comenzó a escrutarlas. En la estantería superior empezaba la historia: un grabado reproducía la oronda figura del marinero que daba nombre al establecimiento, al cóctel y quién sabe a qué demonios más; junto a él, los retratos de dos mujeres: una, preciosa, y la otra con barba de lobo de mar. Para la segunda repisa habían reservado las composiciones paisajísticas de varios lugares del mundo, todos con la cercanía de los océanos. Y en la tercera, los retratos familiares de varias generaciones. Tenía ante sí todo el árbol genealógico de la familia Vernon. Entre la multitud de rostros que parecían mirarlo fijamente, lo encontró. Allí estaba, risueño, con cara de niño y con el mismo cuerpo enano. No vestía el traje de domador y lo flanqueaban dos hombres: el señor Fabré y el señor Grimauld. El semblante del empresario cosmético trasmitía la seguridad del triunfo, sin embargo, al señor Grimauld parecía que lo devoraba la culpa.
Un dedo tocó su espalda. Al girarse, se dio de bruces con la señora Grimauld. Ella miró la fotografía del enano durante un instante y, en silencio, se dirigió a la mesa del rincón. Él, la siguió.
Con la imagen del cogote de la señora Grimauld como único horizonte, nuestro hombre se debatía entre la idea de comunicarle su descubrimiento o seguir fingiendo que estaba al cabo de lo sucedido. A pesar de los océanos que se habían formado en su memoria, no podía olvidar la frase que le espetó con voz metálica el horripilante hombrecillo:”Vernon tienes algo que me pertenece, y seguro que no te gustará que esto llegue a oídos de madame Grimauld, ya me entiendes...”. Pero cada vez entendía menos. ¿Por qué ese engendro vestido de domador, indumentaria más incomprendida si cabe, lo había llamado así? Vernon. ¿Era descendiente del marinero aficionado a los cócteles de tipos duros?
Si la conjetura era cierta, quizás la sra. Grimauld no lo contrató por azar. Tampoco había elegido el lugar de sus citas de manera aleatoria. Una dama de sus características encajaba mejor en la barra donde servían ostras y champán de Harrods que en el viejo, valga la redundancia, y desvecijado “Old Grog”. Todos estos pensamientos lo asaltaban de camino a la mesa del fondo. Una vez situado frente a la boca sin clase de la Sra. Grimauld, como de costumbre el carmín rojo decoraba uno de sus incisivos, fue escueto: “Debo volver a Nigeria”.
“¿No me va a decir usted nada más? ¿Cuatro palabras por todo el dineral que le pago?” replicó la vieja.
“Existe otro testamento”. Esta vez empleó una palabra menos. “Y usted no es la beneficiaria”, añadió.
La Sra Grimauld no era aficionada al ajedrez, como su marido; pero dominaba el póker. Puso cara de llevar trío de ases.
“Aún hay más –apuntó Jay marcándose un farol-. Como ve, su dinero le renta. Pero podría perderlo si se descubre el nuevo testamento –sonrió por la alusión bíblica- y que usted asesinó a su marido y a Fabré. Y lo hizo con la boca y las manos pequeñas. Se lo encargó al enano”.
Durante un momento que se le hizo eterno, la señora Grimauld permaneció en silencio aguantando impasible su mirada. Al cabo de unos segundos, Jay empezó a perder la compostura y dejó entrever un casi imperceptible arqueo de la ceja derecha. La astuta vieja captó la señal involuntaria y se relajó mostrando una discreta sonrisa felina, como la que parecen adoptar los gatos al acomodarse justo bajo el único rayo de sol que penetra en el salón.
-Ya veo, Jay, lo has intentado chico, pero necesitas controlar mejor tus emociones. Si quieres jugármela tendrás que atenerte a las consecuencias. Si me conocieras un poco más, primo, sabrías que yo siempre igualo las apuestas. Los faroles no funcionan conmigo.
Jay empezó a sentir como si las raíces de su cuero cabelludo fueran cabezas de fósforos al límite de la ignición. Su mirada no podía desviarse de la mancha de carmín en el asqueroso diente de la vieja. Le sorprendió que la mancha se hubiera hecho más grande en un instante. Las primeras gotas de sudor empezaron a recorrer su frente. Notó humedad bajo sus muslos y se incorporó lentamente.
-¿Qué te pasa Jay, ya no aguantas un simple Grog?, le espetó la vieja con sorna.
-¿Y usted… cómo sabe lo que he tomado?
Mientras caminaba hacia la puerta del local, Jay percibió la sonrisa ladeada del camarero que lo observaba tranquilo mientras frotaba una copa con un paño. De fondo sólo escuchaba las carcajadas histriónicas de la sra Grimauld. El trayecto hasta la puerta se convirtió en una travesía quimérica. Todo se movía muy despacio a su alrededor, podía incluso percibir la sabia goteando desde la barra de madera hasta caer al suelo y copular con las colillas retorcidas. Al abrir la puerta de la calle se sintió atacado por una claridad deslumbrante que le encendió definitivamente todas las raíces de su pelo. Un miedo primigenio se adueñó de su ser mientras daba pasos temblorosos sobre la acera. Su cuerpo se convirtió en una gigantesca antena amplificadora de sentidos. Podía notar el magnetismo de un cielo cubierto de nubes plomizas. Como un susurro articulado desde lo más profundo de las alcantarillas llegaba hasta sus oídos una música ancestral. Desde el cemento de la calle vio con claridad cómo se alzaba un oscuro vaho, atravesado súbitamente por una mariposa desenfocada. De pronto, se formó ante él una vagina gigante de entre cuyos labios sangrantes surgió una tribu feroz de luciérnagas que lo derribó. Desde el suelo vio una cara acercándose y dentro de la cara un ojo y dentro de ese ojo, todos los ojos. Un perro ladraba a lo lejos. Se desmayó.
Horas más tarde despertó en su cama. Una bandada de pensamientos confusos giraban alrededor de su cabeza a un ritmo vertiginoso. Se incorporó y sintió nauseas. Miró el reloj. Habían pasado más de diez horas, aunque él no lo sabía. No recordaba nada de lo que había sucedido.
La Sra Grimault había llegado como siempre antes que Jay a la cita. Había hablado con el camarero y le había dado instrucciones precisas. Debía darle a Jay el brebaje que ella misma prepararía. Un poco de agua caliente azucarada, ron, un chorrito de limón y unas gotas de Eflornithine. Esa sustancia dada en pequeñas cantidades, y a personas no aquejadas de la enfermedad del sueño, conseguía borrar en quien las ingería los últimos días de su vida. De posibles efectos secundarios la Sra Grimault no tenía ni idea, en realidad nadie tenía conocimiento de ellos, pues en cada individuo el Eflornithine dejaba secuelas distintas. Dejó el vaso detrás de la barra y se metió en la trastienda. Minutos después, entraba Jay en el bar y el camarero le ofrecía aquel cóctel. La Sra Grimault escuchó toda la conversación y tuvo tiempo suficiente para que el detective le contara cuales habían sido sus últimos descubrimientos. Después esperó a que cayera abatido en la calle y ayudada por su chofer y por el joven Fabré, que le esperaban fuera del Old Grog, lo llevaron a casa. Donde le acostaron, en su cama, como si no hubiera pasado nada. No era la primera vez que le hacían ingerir Eflornithine. Ni la primera persona con quien lo utilizaban.
En el salón de la casa de la Sra Grimault, ésta conversaba con su joven amante.
- Debemos abandonar todo esto – dijo el joven Fabré
- No digas tonterías mi amor. Ya hemos llegado demasiado lejos. Estamos muy cerca de nuestro objetivo.
- Pero es que no te das cuenta. Todo esto es una locura. Hemos matado a dos hombres a mi padre y a tu marido. Y hemos vuelto loco a ese enano.
- Pero ha sido por amor. No era nuestra intención hacer daño a nadie pero unas cosas nos han llevado a otras. Todo ha sido un accidente. El Eflornithine es imprevisible.
- A veces cuando te oigo hablar así me asustas. Parece que todo esto te divierta.
La Señora Grimault se mostró ofendida. Insinúas que soy una persona fría, calculadora y macabra. Fabré recibió la mirada punzante de su amante que se le clavo entre los ojos como una daga. La Señora Grimault aguantó la mirada y cambio el tono. Se acercó al joven pasándole sus arrugadas manos por el cuello y le beso. Con voz melosa dijo:
- Pronto estaremos muy lejos de aquí, en Nigeria y disfrutaremos de una fortuna inabarcable. Pero antes habrá que solucionar algunas cosas. Entre ellas darle una dosis más al enano. Parece que se ha ido de la lengua con lo del testamento. Por suerte, los flasazos de recuerdos que llegan a su cerebro son bastante confusos. La realidad se mezcla caprichosamente en su cabeza. La información que le ha dado al detective no llevara a éste a ningún sitio. Eso, si Jay recuerda algo jajá,jajá…
Fabré la miró intranquilo. Ella acercó sus labios a los suyos y le dio un apasionado beso que él recibió frío.
Escrito por Quique G. Aranda, Eva Montesinos, Luís E Pérez y el peatón
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