lunes, 26 de marzo de 2012

Yo me enamoré del aire




Antonio Tabucchi paseando por las orillas del Sena en Paris


"Persiguiendo la sombra, el tiempo envejece deprisa"
Fragmento presocrático atribuido a CRITIAS.


"Él se dejó resbalar hasta el suelo con la espalda apoyada contra el muro y miró hacia lo alto. El azul del cielo era un color que pintaba un espacio abierto de para en par. Abrió la boca, para respirar aquel azul, para engullirlo, y después lo abrazó, estrechándolo contra su pecho. Decía: Aire que lleva el aire, aire que el aire lleva, como tiene tanto rumbo no he podido hablar con ella, como lleva polisón el aire la bambolea. "

Fragmento del relato "Yo me enamoré del aire" incluido en el libro "El tiempo envejece deprisa" de Antonio Tabucchi.

Suena Ludovico Einaudi "In un 'altra vita"
Un adiós a un escritor que se va.





miércoles, 21 de marzo de 2012

El conocimiento de las cosas



Fotografía de Margaret M. de Lange


El agua se aprende por la sed;
La tierra, por los océanos atravesados;
El éxtasis por la agonía.

La Paz se revela por las batallas,
El amor por el recuerdo de los que se fueron;
Los pájaros por la nieve.

Emily Dickinson


Tiempo blanco



Fotografía de Robert y Shana ParkeHarrison

Me gusta está casa - se dice - mientras yace inerte boca abajo con las manos apresadas por el peso de su cuerpo. El suelo está frío y ella permanece quieta cogida a si pubis como si eso la salvará de seguir rodando, como si el mundo entero se detuviera ante su inmovilidad. Se siente leve como si no fuera más que el sueño de su sombra. El sueño de una figura incierta y desconocida, sin horizonte de conciencia.

¿Quién puede asegurarle que existe? ¿Quién puede negarle que no es más que el pasatiempo de un ser que en un momento creativo la inventó y ahora juega con ella?

Meditar sobre cosas enrevesadas, quedar embobada mirando un mosaico de cerámica que parece crear el orden de un nuevo mundo, no es la solución.

Ponte en pie – se dice- da un paso y luego otro pero esta vez no sigas la fila de hormigas. Las hormigas son insectos sociales como las abejas y las avispas, evolucionaron dentro del linaje de éstas.

Recuerda aquella vez que decidiste darle la vuelta al reloj que había colgado de la pared, aquel que exhalaba tiempo blanco. Aquellas horas que olían a almizcle. Ponte bocabajo como el tiempo y observa como las agujas caminan de izquierda a derecha solo así descubrirás nuevamente que ese no es el camino.

Cierta apatía, como la de Oblomov, se presenta ante ti. Y al igual que el personaje ruso, decides encogerte de hombros y no hacer nada.


martes, 6 de marzo de 2012

"Imaginaba, esa era la palabra clave"


"Como la sala está a oscuras tengo la sensación de que hablo ante un misterio"
D. Pennac

jueves, 23 de febrero de 2012

Congo, el chimpancé




Pintura realizada por Congo, el chimpancé


"El mono de los bosques, convertido sucesivamente en mono a ras de tierra, en mono cazador y en mono sedentario, se ha transformado en mono cultural."

DESMOND MORRIS "El mono desnudo"


Desmond Morris es un zoólogo y etólogo inglés. En
1957 comisario una exhibición de pinturas y dibujos realizados por chimpancés en el Instituto de Artes Contemporáneas de Londres. En ella incluyó las realizadas por un chimpancé llamado Congo. Pablo Picasso compró una de sus obras y defendió publicamente a Morris de aquellos que decían que el trabajo realizado por los monos no era arte.

miércoles, 22 de febrero de 2012

El extraño caso del tejado robado I

Ilustración de Claudia Legnazzi


Parece que no hay nada fuera de lo corriente. El sol sale como cada mañana y atenúa el frío de la noche. La sombra del pequeño tren de juguete se refleja en el techo de la habitación mientras un oleaje de cabellos se enreda en el último resquicio del viaje que lleva al durmiente del sueño al despertar. Las agujas del reloj enloquecieron entre las dos y las tres de la mañana, pero nadie pareció darse cuenta. Un ruido blanco y opaco se escondió dentro del cajón de la mesita de noche y se tapó con la ropa interior mientras la lamparilla daba unos cuantos destellos que terminaron por fundir la bombilla.

El Sr Birdsong despierta a su cotidianeidad. Aún no lo sabe pero el tejado de la casa de enfrente ha sido robado. Cuatro hombres, con sus rostros cubiertos por máscaras de elefante, tiraron de él esta madrugada y lo arrastraron cuidadosamente. Las tejas aferradas unas a otras se deslizaron como una sábana y dejaron tras de si una estructura que simulaba un arpa de madera.

Muy pronto, el metódico y estirado Sr Birdsong, lo descubrirá pero antes de que lo haga se entretendrá observando un extraño fenómeno que le dejará atónito. En el suelo del salón, hay una larga fila de huellas polvorientas que le alertan de que alguien ha estado allí. Su libro de lectura ha sido cambiado de lugar. Y junto a la televisión hay una taza de loza blanca en la que un carmín rojo ha dibujado unos labios de mujer.

El Sr Birdsong permanece tranquilo, se acerca al armario y, poco a poco, saca los zapatos de sus cajas. Un par de babuchas idénticas a las que lleva, unos zapatos de charol pasados de moda, unas deportivas y unas chanclas de verano.

A parta las cajas que contienen los de su difunta esposa pero al hacerlo un par de ellos resbalan y caen junto a los que ya ha alineado en el suelo. Coge el zapato de tacón y se distrae haciéndolo bailar con uno de sus zapatos de charol. Recuerda aquellos días felices en que su mujer aún estaba en casa. Suena un vals, “Cuentos de los bosques de Viena” de Johann Strauss hijo. Suenan las gaitas y las flautas, e imitan la voz de los pájaros y un arpa simula ser un avestruz. De pronto cae en la cuenta, la suela de su zapato de charol coincide con las pisadas en el suelo, son suyas no cabe la menor duda aunque no las recuerde. Sabe con certeza que hace años que no usa ese par de zapatos. Entonces se acerca a la taza y la toma. La acerca y la aleja de sus ojos. La huele y más tarde pone sus labios sobre el rojo beso. Por un momento, no se ha sentido solo. Él al que cualquiera definiría como un hombre huraño, encerrado en si mismo, raro e incluso antipático, se echa a reír y lo hace como en las películas mudas, sin sonido alguno. Abriendo y cerrando la boca exageradamente.

Suena el aldabón de la puerta que le interrumpe. Tras de ella hay un hombre con un traje de chaqueta claro y un sombrero hongo. Birdsong duda si abrir o no. Él nunca recibe visitas y cree que el que llama debe haberse equivocado o tan sólo viene a importunarle con tontas preguntas que no querrá responder.

El hombre tras la puerta insiste, ha escuchado el sonido de la cafetera que pita avisando de que ha terminado con su trabajo, el café le advierte, hay alguien en la casa.

Birdsong se queda inmóvil y es entonces cuando tras el cristal de la ventana, sucio por la lluvia de hace días, descubre que el tejado de enfrente ha desaparecido.


htpp://claudialegnazzi.blogspot.com


jueves, 16 de febrero de 2012

La creación



Ilustración de Nicoletta Ceccoli

Se descarga la mochila y la deja resbalar por la espalda. El avión de papel ha tardado menos de lo previsto en llegar. Sus hélices no se han detenido, y en cuanto ella ha puesto los pies en tierra el aeroplano ha vuelto a despegar. La pista está cubierta de polvos de talco, cualquiera juraría que es un folio.

Antes de comenzar el viaje ha recibido un mensaje cifrado y secreto. Las instrucciones son: paciencia. Debe esperar.

Al principio no le resulta difícil. Cuenta las puntas de sus dedos, primero las de las manos, más tarde las de los pies. Vuelve a contar las de las manos. Se descuenta. Comienza entonces con los de los pies. Y así durante un buen rato. Pero pronto se aburre. Entonces coge la punta de su bufanda y hace círculos. Uno de los flecos cae y dibuja en el suelo una pequeña línea roja. Se levanta y se pone a jugar con ella. La salta a la derecha y luego a la izquierda. Después la toma por las puntas, la derecha en la mano derecha y la izquierda en la izquierda y salta a la comba. La agitación dibuja inmensas olas en los polvos de talco. Ella no se detiene, acaba de dibujarse un océano. Un pez blanco aparece, da una pirueta y vuelve a sumergirse.

Baja del columpio y con la cuerda roja construye unos prismáticos. Los coloca en sus ojos y espera ver un pez más. Pero por mucho que espera no lo ve.

Se le ocurre algo. Se acerca a una de las esquinas de la pista y la levanta. Saca unas tijeras del bolsillo y arma un columpio. Ata la cuerda roja en él. Se sienta y se balancea. El tiempo sigue pasando y allí no aparece nadie. Inquieta camina en línea recta hasta el otro lado de la pista. Levanta la esquina que encuentra y como si fuera una manzana le da un gran bocado. Aparece entonces una cadena montañosa. A saltos la recorre de una cima a otra. Pero le parece demasiado sencillo. Conquistadas todas las cumbres pierde el interés. Decide marcharse al centro de la pista. Ata la cuerda en la mitad y estira con todas sus fuerzas. Así crea una montaña muy alta. !Necesitará bastante tiempo para subirla! Piensa que para cuando descienda ya habrán pasado a por ella. Pero cuando lo hace, se da cuenta de que allí abajo no hay nadie. Bueno, aún le quedan un par de esquinas. Se acerca a la tercera y encuentra una sorpresa, descubre que empieza a estar enfadada. Le aburre esperar. Esculpe un árbol y trepa a sus ramas. En cada una de ellas encuentra un reproche. Esto empieza a no gustarle.

Ve la única esquina virgen que le queda y con el ceño fruncido la mira pensativa. De un salto va hacia ella. Recorta un rombo. Regresa al árbol y corta cuatro ramas. Las envuelve con el rombo y ata como cola la cuerda roja. La cometa se mantiene inmóvil. Cada vez está más nerviosa y eso agita su respiración, ésta se transforma en viento y éste vuela la cometa con ella cogida a la cola. Comienza a elevarse sobre la pista. Y sube muy alto. Mira hacia abajo y se da cuenta de que el vacío de la pista ya no parece tan vacío. Ahora hay un océano, un columpio, una cadena montañosa, una gran montaña y un árbol. Fija más la vista y ve a una mujer vestida de blanco que se acerca a su mochila. Debe ser la persona a la que espera. Grita para llamar su atención. Pero las nubes amortiguan el sonido y lo hacen inaudible. La mujer de blanco mira a su alrededor y comienza a esperar. Mira las puntas de los dedos de su mano y comienza a contar. Una, dos, tres…pero se cansa.


domingo, 12 de febrero de 2012

sábado, 28 de enero de 2012

sábado, 31 de diciembre de 2011

Al revés


Pintura de Helen Frankenthaler

Hoy mi sueño tenía prisa y se ha puesto la sombra al revés.
Dos, cero, uno, dos ¿Cómo se hace una cuenta atrás?


martes, 15 de noviembre de 2011

¿No te gusta ser lo que eres?




Ilustración de Wolf Erlbruch

El búho no quería ser un búho.

Y el globo prefería ser una ballena.

El ciervo que hacia tiempo que no trabajaba, buscó un empleo en un bar pero no le gustaba. Allí nadie le tomaba en serio. En vez de pedirle una taza de chocolate caliente, los clientes colgaban en sus astas sus cabezas que iban pegadas a sus sombreros. Y al ciervo no les gustaba escuchar sus chismes.

La gente se transformaba en clientes en cuanto entraban al bar y tampoco les gustaba ser clientes porque cuando lo hacían se separaban de sus cabezas y no podían pensar.

Las manos en aquellas circunstancias se sentían inútiles. Sí, podían acariciar, coger cosas…pero lo tenían que hacer a palpas porque no veían nada.

A los zapatos tampoco les gustaba ser zapatos, porque a quién le gusta pasarse todo el día compitiendo para saber quién llegará primero y descubrir que siempre empatas.

Y un día se cansaron y cambiaron las cosas.

El búho se puso a escribir libros y se convirtió en un escritor afamado.

El globo aprendió a nadar y se fue en busca de las ballenas.

El ciervo dejó el trabajo y se hizo psicoanalista. Había aprendido mucho de las cabezas. Y para sacarse un extra diseñaba sombreros.


Los clientes acabaron con el capitalismo y volvieron al intercambio. Yo te doy y tú me das.


Las manos de tanto dar golpes para encontrar cosas aprendieron música y se dedicaron a dar conciertos.


Y los zapatos chocaron sus cordones y pactaron caminar juntos.
No es muy cómodo ir siempre saltando pero fue su decisión.


Suena Josh Ritter "Girl in the war"

Qué más da...que más da

"Carried silence" de Valentín Fischer

Son las seis de la madrugada y algo inquietante me despierta. No sabría explicarlo. Salgo de la cama. Anoche antes de quedarme dormida me quité los calcetines de lana y mis pies están helados. Doy unos cuantos pasos fríos y comienzo a buscar. No estoy nerviosa pero necesito encontrar algo que me devuelva al sueño. Un susurro llega a mis oídos. Ellos cantan para las malas lenguas.

“La radio ha dicho al fin que sucederá, que todo exceso vuelve como un boomerang.
Somos portada con un tremendo titular. Montan debates tensos en cualquier canal,
nos dan seis noches, siete, vamos, ¿quién da más, tú?, incluso han puesto la fecha de caducidad. Y aun así ... pienso quedarme hasta el fin, hasta que digas "no da para más".”

Recorro la casa entera. Está vacía. Como si sus habitantes hubieran sentido el miedo y hubieran escondido todo aquello que puede llevar hasta ellos. Han borrado las pistas de su existencia. Miro arriba y descubro la luna que, también presa del pánico, ha borrado sus cráteres y aparece como una enorme canica lisa y transparente. En ella no parece haber nada extraño y sin embargo, sé que se intenta mostrar con naturalidad. Aplica las normas de la lógica. Si esta noche no hubiera aparecido habría creado sospechas.

Regreso a la cama con la idea firme de que mi intuición ha vuelto a despertar pero esta vez resulta difícil creer en ella. La pereza y cierto sentimiento de apatía me alejan y me hacen cubrirme con el edredón.

Paso dos o tres horas en un duermevela lleno de imágenes confusas e imposibles de conectar entre si. Pasado ese tiempo vuelvo al suelo. Hace frío y la luz es espantosamente gris. ¿Cómo podría relatar un paisaje colorido en estas circunstancias?

Sí, me digo, tal vez tan sólo eres una fotógrafo más de la melancolía. Un leve susurro trae de nuevo la canción:

“Algunos dicen que ya han visto la señal, bolas de fuego extrañas, supernova fugaz, como las fiebres que con el viento amainarán. Las malas lenguas tiran de otras muchas más y presuponen siempre, es un juego fatal, aunque su infamia esconda parte de verdad.

Tomo mi café y muerdo la tostada. Pienso, que cruel muerte la de ser devorada y después digerida. Pongo mi cuerpo bajo la ducha y me visto con cuidado. Pensando y repensando cada prenda.


"Trinite" de Valentin Fischer


Desde la escalera escucho alejarse un silbido al que mi cabeza pone letra:

“Y aun así ...pienso quedarme hasta el fin, hasta que digas "no da para más". Pueden confundirnos y al final ganar, y te advertiré, nos influirán. Si el trayecto sigue y esta nave va, ¿qué más da, qué más da, qué más da?, ¿qué más da, qué más da, qué más da?”

Sonrío intentando borrar cualquier pensamiento comprometido. Pero mi leve sonrisa no tarda en quedarse helada. Es entonces cuando empiezo a tararear esa canción de Josh Ritter que lleva por título "Girl in the war".

Las cursivas forman parte de la letra “Las malas lenguas” del grupo Love Of Lesbian


Pintura de Valentin Fishcher

http://www.valentinfischer.com

jueves, 10 de noviembre de 2011

Ojos como nubes

Fotografía de Fernando Brito

Ella se quita el pijama y cuidadosamente lo dobla y lo deja sobre la cama. Las sábanas son blancas. Los sueños de la noche pasada las han arrugado, dejando en ellas algunas huellas. Se acerca al armario, una pared cubierta de espejos que le devuelven su imagen desnuda. Corre una de las puertas y coge su ropa interior. Antes de salir de la habitación vuelve su vista hacia él. Parece tranquilo. Sus ojos aún están cerrados y su respiración llena el ambiente con una melodía cotidiana.

Entorna la puerta del cuarto y camina hacia el baño. Desnuda, sin secretos que guardar deja las bragas y el sujetador sobre la tapa del retrete. Regresa al cuarto y mira por la rendija de la puerta. Él está despierto y mira pensativo su imagen en los espejos, ajeno a la mirada de ella. Ella permanece allí espiando el instante durante unos segundos y decide regresar al baño para darse una ducha. No, no volverá a pensar en esos círculos concéntricos que un día no hace mucho la llevaron a un laberinto sin salida. Tal vez, el agua en su cuerpo borre los pensamientos que acaba de descubrir. El agua hierve y es incapaz de dominar la temperatura. Se aleja de todo y deja que los cristales transparentes y limpios arrastren consigo esa sensación de que la irrealidad construye sus días. Muy pronto en apenas unas horas estará rodeada de desconocidos y podrá dejarse llevar por las palabras que estos dibujaran en el espacio para ella. Pero ahora debe sortear la angustia para no resbalar y caer de bruces.

Él no tarda en posar sus pies en el suelo. Juntos acuden a un bar cercano. El camarero molesto, quién sabe si porque esa mañana ha tenido un desencuentro con el mundo, les sirve un café. Mientras mira el oscuro líquido en la taza, recuerda una cita de Atahualpa Yupanqui “No necesito silencio, ya no tengo en quien pensar”. Pero el inquebrantable vacío se apodera de la cucharilla con la que en unos instantes tendrá que agitar el café. Imagina que en el interior del líquido, contra la corriente que ella creará con la cucharilla, nadará un pequeño pez que por los efectos de la cafeína girará cada vez más rápido. Tal vez sea un pez volador que salió un día de viaje y que ahora ante la falta de oxigeno necesita parar. Y no ha encontrado otro lugar en el que zambullirse, tan sólo esta improvisada pecera de loza blanca cuyo contenido altera sus nervios.

Ella toma un cigarro de la cajetilla y lo prende. Como puede consigue no desplomarse. Se deja llevar por el humo. Busca una verdad comprensible en el fondo de su bolso. Una verdad que le explique el porqué de esa frontera que parece alzarse entre ella y todo lo demás. ¡Las fronteras no existen!, escucha que gritan desde el fondo del bar.

Vuelve a meter la mano en el bolso y busca un gesto que regalar o que regalarse, y como no lo encuentra decide dibujar uno con los dedos. Pinta el retrato de una mujer distinta. De cabellos lacios y suaves, con cierto toque oriental. Una mujer voluptuosa, de boca grande y carnosa. De ojos verdes. Cuando termina el dibujo lo toma en sus manos, lo levanta y lo aleja para verlo con distancia. Y descubre que la mujer no tiene ojos, no le ha dibujado ojos, en su lugar ha pintado un par de hojas de roble, parecen nubes de color verde.

La ciudad arde entonces entre lamentos que prefiere ignorar para que esa pasión no la distraiga de lo que acontece.

Suena Max Richter "On the nature of daylight"


lunes, 7 de noviembre de 2011

El arte de


Ilustración de Ana Juan

«El arte de desarrollar los pequeños motivos para resolvernos a realizar las grandes acciones que nos son necesarias. El arte de no dejarnos nunca humillar por las reacciones ajenas, recordando que el valor de un sentimiento es un juicio nuestro, pues seremos nosotros quienes hemos de sentirlo, no quien interviene. El arte de mentirnos a nosotros mismos sabiendo que mentimos. El arte de mirar a la cara a la gente, comprendidos nosotros mismos, como si se tratase de personajes de una novela nuestra. El arte de recordar siempre que, no contando nosotros nada y no contando nada ninguno de los demás, nosotros contamos más que nadie, simplemente porque somos nosotros. (…) El arte de tocar fulmíneamente el fondo del dolor, para emerger de un salto. El arte de sustituir nosotros a cada uno, y saber después que cada uno se interesa por sí mismo. El arte de atribuir cualquier gesto nuestro a otro, para aclararnos al instante si es sensato. El arte de poder pasarse sin el arte. El arte de estar solo».

Cesare Pavese .
El oficio de vivir
(1952).

jueves, 27 de octubre de 2011

Hondamente realista



Ato cabos y voy tejiendo lentamente una red que se alza sobre el suelo. Una malla que cierra cada vez más sus agujeros. Doy un paso y dos y tres… y más tarde, rompo el camino pintando en él un paso de cebra. Agito los libros y de ellos resbalan las palabras que como un ejército se forman en frases dispuestas para la batalla.

Rompo las líneas escénicas y escribo una obra para tres personajes y un pájaro. Sugerir y no mostrar - les digo - y ellos me miran como si la locura hubiera hecho mella en mis pensamientos.

“Cuando dudes, cuando estés perdido, no te detengas. En lugar de eso, concéntrate en lo pequeño. Observa, encuentra un detalle en el que concentrarte y haz eso. Olvida el gran cuadro por el momento. Simplemente, pon tu energía en los detalles de lo que ya está ahí. El gran cuadro acabará por desplegarse y revelar su naturaleza si te apartas del camino durante un momento” – dice Anne Bogart.

Y eso hago. Miro alrededor buscando. Me alejo del escenario y observo la situación entre bambalinas. Recuerdo “La Gaviota”, muerta por un cazador que pasaba por allí y no tenía nada que hacer. Ahora ya no puede escapar a su destino. Atrapada por las fuerzas de un imán que la llevan a un lugar lleno de claroscuros.

“Día y no noche me acosa la necesidad de escribir, escribir, escribir. Apenas he terminado un libro, algo me impulsa a escribir otro, y luego un tercero, y un cuarto. Escribir sin cesar… No puedo escapar de mí mismo, aunque siento que estoy acabando con mi vida…Apenas el libro ha salido de la prensa, se me vuelve odioso. No es lo que yo quería; incurrí en un error al escribirlo. Me siento irritado, desanimado…Luego el público lo lee y dice: “Sí, es muy hábil, muy bonito, pero ni remotamente tan bueno como Tolstói” escribe Chéjov. Y el gran Liev Nikoláievich le advierte: “A un gran corazón, ninguna ingratitud lo cierra, ninguna indiferencia lo cansa”

Regreso entonces a mis personajes.

viernes, 14 de octubre de 2011

El bloqueo


Collage Sr Garcia

¿Ha sucedido o no ha sucedido? En mi cabeza se ha formado un vacío ambiguo, que podría deberse igualmente al trauma de lo que ha ocurrido o al cambio que significa lo que está por ocurrir; y no acierto a llenar ese vacío. Sin embargo, la cosa en cuestión me concierne directa e inmediatamente: si no sucedió hace quince minutos, debe suceder dentro de quince minutos. Pero las dos posibilidades tienen en común un mismo sentimiento de impaciencia casi frenética, que me impide esperar que los hechos me proporcionen la explicación definitiva que necesito. No puedo esperar ni siquiera un minuto no sólo porque debo prepararme para enfrentar dos situaciones muy distintas, o sea, aquella de lo ya ocurrido y aquella de lo no ocurrido todavía, sino también y sobre todo porque debo indispensablemente superar lo antes posible esta especie de bloqueo que me impide hacer algo para mí fundamental: tomar conciencia. En efecto, precisamente de eso se trata, y no hay quien no vea la enorme diferencia que hay entre tomar conciencia antes de la acción y tomar conciencia después de la acción. Pero, ¿cómo se hace para tomar conciencia cuando la acción está, por así decirlo, en la punta de la lengua y no se decide a adoptar el aspecto sea de lo ya visto, ya hecho, ya padecido, sea el de lo todavía no visto, todavía no hecho, todavía no padecido?

Con una mano sola me llevo el cigarrillo a la boca; lo tomé del paquete que está sobre el tablero y lo prendo con el encendedor del automóvil. Entretanto, sigo apretando con el brazo izquierdo, doblado, el cierre relámpago de la chaqueta, que, no sé cómo, se ha trabado y quedó abierta, de modo que la empuñadura de la pistola se asoma visiblemente. Se me ocurre que para saber si la cosa ha sucedido o aún debe suceder yo podría, en vista de que la memoria está bloqueada, interrogar la realidad, buscar indicios de lo ya ocurrido o lo no ocurrido todavía. Por ejemplo, el cierre relámpago trabado. Ayer funcionaba, por lo tanto se trabó esta mañana. Pero, ¿se trabó después de algo hecho, o antes de algo que todavía falta hacer, debido a un tirón demasiado brusco, causado por la sorpresa de lo ya ocurrido, o por la nerviosidad de lo que todavía no ocurrió?

Abandono de pronto el tema porque reconozco allí la misma ambigüedad indescifrable que hay en el principio de la amnesia; y me digo que hay una sola manera de comprobar inmediatamente si el hecho se ha consumado ya o no: examinar la pistola, verificar si ha disparado. El alivio con que recibo este proyecto me dice que he pensado con exactitud. ¿Cómo no se me había pasado ya por la cabeza una solución tan lógica y tan simple?

Pero el alivio dura poco. Sí, la pistola puede proporcionarme la prueba que tan afanosamente estoy buscando; pero es una prueba “exterior”. Es como si le pidiera a las ropas que llevo puestas, a los zapatos que calzo, la prueba de mi existencia. Prueba que debe ahora, en cambio, residir en la certeza de que existo sin necesidad alguna de pruebas: en el hecho mismo de que nadie busca pruebas. Por otra parte, la prueba de la pistola me espanta, porque confirmaría esta disociación mía, funesta e insoportable. Después de la prueba, sabré con certeza que la cosa ha sucedido o no ha sucedido; pero tendré al mismo tiempo otra certeza, desconcertante, la de que la cosa ya ha sucedido o no “a otro”, puesto que yo, “dentro” de mí, seguiré ignorando si el hecho se ha verificado o no.

Sin embargo, debo saber, no puedo esperar. Es como si me hubiera sumergido hasta el fondo del mar, mi escafandra de buzo se hubiera averiado, y yo me sofocara y supiese que sólo tengo pocos segundos para salir a flote. Mi urgencia de saber, por lo demás, es justificada por un embotellamiento de tránsito donde mi automóvil se ha encastrado, según todas las apariencias, irremediablemente y como para siempre. Estamos en un gran camino periférico que no conozco. Los automóviles están quietos, en cuatro filas de ambos lados, adelante y detrás. Exactamente frente a mí, la visión es interrumpida por el rectángulo negro y amarillo de un colosal camión de transporte. A la derecha del camión, allá lejos, la luz del semáforo ya se tornó tres veces alternativamente verde y roja, sin que los vehículos se hayan movido. Debe de tratarse de un accidente; o bien de uno de esos bloqueos inextricables que pueden durar varias horas. Y yo, antes de que el embotellamiento se resuelva, tengo absoluta necesidad de llegar a saber sólo por mis propios medios, es decir, exclusivamente con ayuda de la memoria, y no gracias a indicios proporcionados por objetos, si la cosa ya sucedió o todavía debe suceder.

Recuerdo en este momento (mi memoria funciona tanto mejor cuanto más lejos están los hechos que intento recordar) que hace algunos años atravesé el Sahara, de Túnez a Agadesh, y que varias veces me extravié por perder el camino. ¿Qué hacía entonces para encontrar el camino correcto? De acuerdo con una regla dictada por la experiencia, volvía atrás hasta el punto de donde había partido. De allí partía de nuevo y, en efecto, al cabo de un recorrido más o menos largo, descubría el lugar preciso donde me había desviado. Una vez debí recorrer tres o cuatro veces el mismo camino equivocado antes de descubrir el error. Me perdía siempre de la misma manera, siempre en el mismo lugar. Al fin, sin embargo, cuando estaba ya por desesperar, con el sol cerca del poniente y la perspectiva de quedar sin gasolina, de pronto encontraba el camino. Estaba tras un matorral no más alto que un niño, y borrado por un tramo no mayor de tres o cuatro metros. Es fácil perderse en el desierto.

Ahora haré lo mismo. Volveré atrás hasta el punto en que mi memoria dejó de funcionar; hasta el punto en que empieza el vacío (estuve por decirme “el desierto”). Pero debo apresurarme a emprender esta operación mnemónica, porque de un momento a otro el embotellamiento de la ruta puede resolverse; y en ese caso es muy probable que minutos después llegue a saber con certeza si la cosa ya sucedió o todavía debe suceder. Pero no llegaré a saberlo por mérito propio, sólo gracias a mis fuerzas, sino por obra del choque con la realidad: eso jamás podré perdonármelo, y por otra parte no resolvería nada, porque mi problema ya no consiste en saber sino en recordar.

Veamos, entonces, en qué momento de la mañana (ahora son cerca de las doce) mi memoria dejó de funcionar. Entonces, con súbito sentimiento de estupor, descubro que no recuerdo nada hasta... hasta el momento del despertar. Esto quiere decir que sólo recuerdo el despertar, y nada más, porque antes del despertar está el vacío de la noche, que pasé durmiendo; y después del despertar está el vacío del bloqueo mental. Pero el despertar, esos pocos o muchos minutos que pasé en la oscuridad esta mañana, antes de levantarme, ese instante lo recuerdo muy bien y puedo describirlo con todos sus particulares. De modo que, ahora, lo describiré, y mediante esa descripción, estoy seguro, recobraré la punta de la madeja de la memoria; descubriré, como en el desierto, el pequeño matorral tras el cual se esconde el camino.

Por lo tanto, coraje. Me desperté más o menos a la hora fijada, pero por mí mismo, antes de que sonara el despertador. Encendí la luz, miré el reloj de pulsera y vi que faltaban cinco minutos; mi primer impulso fue apagar la luz, acurrucarme y dormirme de nuevo. Pero no era posible; no se puede dormir nada más que cinco minutos; de modo que apagué la luz, pero me quedé sentado en la cama, con los ojos perdidos en la oscuridad. No pensaba en nada; o, más bien, pensaba en el color de la oscuridad. ¿Qué color tenía la oscuridad? ¿Color café muy tostado? ¿Color negro de humo? ¿Color ébano? ¿Color tinta? ¿Y qué consistencia tenía, de qué estaba hecha? ¿Era un hormigueo de moléculas negras sobre un fondo imperceptiblemente luminoso, o en un hormigueo de partículas luminosas sobre un fondo uniformemente negro?

Recuerdo que descarté una tras otra esas definiciones porque no me satisfacían; pero sentí, en compensación, que la oscuridad me “apetecía”, que tenía hambre de ella, como se tiene hambre de comida después de un largo ayuno. Recuerdo también que de vez en cuando encendía la lámpara, miraba el reloj, veía que habían pasado dos minutos, después tres, después cuatro, y cada vez apagaba de nuevo la lámpara, para gozar, aunque fuera durante un minuto, durante treinta segundos, de esa oscuridad deliciosa.

Por fin encendí la lámpara sabiendo que era la última vez que lo hacía y que ya era hora de que me levantara. Fue justamente en ese instante, precisamente en esa diminuta fracción de tiempo en que encendí la luz, cuando dejé de registrar lo que hacía, porque a partir de entonces no recuerdo nada más de lo sucedido.

Observo el rectángulo amarillo y negro de la parte trasera del camión de transporte; veo que no se ha movido; por otra parte, la luz del semáforo, allá lejos, pasado el camión, está roja; tal vez me quede todavía un minuto; tal vez, si al prenderse la luz verde los vehículos no avanzan, haya todavía dos minutos. Entonces reanudo con encarnizamiento la reconstrucción del despertar. La memoria, pues, se apagó en el preciso instante en que se encendió la lámpara. ¿Qué significa esto? ¿Cómo puede haber ocurrido semejante cosa? ¿Y por qué precisamente a mí?

Me digo que no es difícil imaginar lo que hice. Soy una persona más bien rutinaria: he de haberme levantado, he de haberme duchado, he de haberme afeitado, etcétera, etcétera, etcétera. Pero todo esto, como lo advierto de pronto, no lo recuerdo; me limito a reconstruirlo sobre la base del recuerdo de mis otros despertares anteriores. Y en cambio debo recordar precisamente el momento de asearme esta mañana, no el de alguna otra. Sólo si lo recuerdo podré recordar lo que aconteció después; es como encontrar de nuevo el matorral tras el cual se esconde el camino.

Hago un gran esfuerzo; me repito: “Entonces encendí la lámpara... entonces encendí la lámpara... entonces encendí la lámpara...”.

Ya demasiado tarde. La luz del semáforo ahora es verde; y, casi instantáneamente, toda la calle se pone en marcha. Se mueven los automóviles que están delante, detrás y a ambos lados del mío; se mueve el rectángulo amarillo y negro del camión de transporte. Así pues, muy pronto sabré si la cosa ya ocurrió o aún debe ocurrir. Pero comprendo con angustia que no seré yo, con mi memoria, quien lo descubrirá; en cambio, me lo revelarán los objetos y las circunstancias.

Fragmento del libro "Un horrible bloqueo de la memoria" de Alberto Moravia


Ilustración Hugo Horita


jueves, 13 de octubre de 2011

Morigerar antes de empezar




Ilustración de Juan Gatti

En la oscuridad y con pasos como plumas para no hacer ruido, bajó las escaleras. No quería molestar los sueños ajenos. Entró al cuarto de baño que brillaba argénteo. La luna golpeaba insistentemente en el cristal. Se sentó en la taza y dejó que los efluvios de la noche resbalaran por sus piernas.




Ilustración de Juan Gatti

Tiró de la cadena y abrió la ventana. La luna era tremendamente redonda como un pez que se muerde la cola. Y sobre ella divisó un astronauta que esperaba. La base hacía tiempo que le había anunciado su próximo rescate. Le habían dicho que enviarían un cohete, uno antiguo, como los que dibujan los niños cuando se les inquiere a hacerlo. No tenían prepuesto para una moderna cápsula espacial, habían añadido. Reconocería el artefacto porque iría pintado de un azul intenso y sobre éste podría apreciar dibujada la tierra.

Aunque las horas pasaban plúmbeas para él, no había perdido la esperanza de que su viaje extravehicular acabara. Sus paseos por la superficie lunar pronto no serían más que recuerdos que contaría a los niños del vecindario aunque estos no le preguntaran.

Les hablaría de su primer paseo espacial, el 17 de marzo de 1965. No les revelaría que se adelantó a los rusos en su misión Vosjod2; ni que los suyos le habían ocultado que sería objeto de un experimento. La base pretendía estudiar sus reacciones al vacío.

Él durmiente despertó. Palpó las sabanas y sobresaltado la llamó. Ella miró hacia arriba. El cosmonauta que también le había oído, escribió un mensaje en la pantalla de su casco. Los cascos son una pieza de especial delicadeza, no sólo permiten la visibilidad y protegen de las radiaciones sino que tienen uno o dos micrófonos para radio, unos auriculares y una pantalla donde aparecen mensajes escritos.

El mensaje del cosmonauta era una frase de Ovidio que éste había encontrado en un azucarillo:

“En asuntos de gran importancia, la confianza suele venir muy lenta”

Cerró la ventana y subió de nuevo a la cama. Se abrazó al calor del sueño que el durmiente despedía. Cogió su mano y acarició su brazo con el temblor de aquellos que hacen algo por primera vez.


Ilustración de Juan Gatti


lunes, 10 de octubre de 2011

El final de la sombra o creo que compartirás mi opinión cuando veas el estado de la víctima






Ilustración de Javier Zabala

“Sólo las velas conocen el secreto de la agonía”

Un pensador Polaco

La joven escritora que vivía en el ático acababa de ser incinerada. Su familia bajaba las escaleras en un extraño silencio que se rompía con las voces de unos niños. El anciano padre lo hacia custodiado por el hermano de la chica y el cuñado de éste. Tres vecinas se habían unido al duelo vestidas con trajes de colores, como se había exigido en la invitación al evento. Desde lo alto llegaba claro el sonido de la música.

La puerta de la casa seguía aún abierta. Aún podía olerse el aroma del chocolate que habían cocinado para despedirla. Una mecedora balanceaba aún caliente el mimbre de su asiento. Sobre la mesa descansaba la difunta. A su lado el paquete de sus dulces favoritos.

Él, el hombre al que la escritora amaba se paseaba libre por la habitación. Leía susurrando, como quién anda sigiloso para que el ruido no despierte a los que sueñan. Se detuvo frente a la ventana y observó los árboles. Sobre una rama un Quetzal brillaba mientras abría y cerraba el pico. Él, entonces, rememoró sus largos paseos por la montaña, sus apasionadas conversaciones y los lugares comunes para esconderse.

- Un, dos, tres, cuatro…

- No abras los ojos que te conozco.

- Tranquilo escóndete… cinco, seis…

- No me fío.

- Siete, ocho…

- Espera, espera.

- Nueve y...

Cansado se sentó en el suelo e intentó poner todos sus pensamientos en blanco. Se tapó el rostro con la cortina y la respiración acercó la tela a su nariz y la pegó a sus gestos, dibujando una perfecta máscara con sus facciones.

El Quetzal aprovecho el instante para entrar en la estancia. Atravesó el silencio que había dejado tras de sí la música y voló hacia la mesa. Miró a la escritora y hundió sus patas en ella.

Comenzó a dar pequeños saltos y con destreza fue marcando las huellas de un camino ceniciento que se acercaba a un haz de luz. Un rayo de sol que entraba por la ventana, esquivando las ramas del árbol.


viernes, 30 de septiembre de 2011

El suelo estaba más gris que antes pero el cielo era más claro.





Fotografía de Magdalena Wanli


La lluvia no cesaba y aunque sus pasos eran rápidos, nada evitó que su pelo recogido en un moño se mojara. Entró para protegerse de la lluvia en la misma librería que la tarde anterior había visitado. Se acercó a las mismas estanterías que había ojeado y comenzó a buscar. Intentaba encontrar, un libro, un título sugerente y onírico que el día anterior había descubierto y que, ante las dudas de si comprarlo o no, había dejado escapar.
No recordaba ninguna pista que pudiera acercarle a él. Tan sólo recordaba que el autor era argentino y amigo de Apollinare. Intentó rememorar y centrar su posición frente a las estanterías. Tal vez colocándose en el mismo lugar la regresión y la búsqueda serían más sencillas.

“¿Consejos para durmientes…?”, no. ¿Empezaba el nombre por la “i”?, tampoco.


Entonces una jovencita de unos 16 años la empujó y le pidió disculpas después de hacerlo. Cogió la banqueta que permitía alcanzar los libros de la última balda y le dijo a la amiga que la acompañaba que debía elegir entre dos libros. La chica bajó sosteniendo en la mano derecha el libro de Emily Brönte “Cumbres Borrascosas”, mientras su amiga la miraba atenta sosteniendo con ambas manos “Las olas” de Virginia Woolf.

- ¿Cuál? - preguntó la chica que había subido a la banqueta.

Un señor con gabardina beige y de avanzada edad, que ojeaba libros cerca y había observado la situación se dirigió a las chicas e intentó ayudarlas a elegir.

- Mejor el de Virginia Woolf - respondió el caballero.

Las jóvenes le miraron recriminándole el atrevimiento. Era un desconocido y que le importaba a él, que libro iban a comprar. La chica que había subido a la banqueta, le contestó molesta.

- No es para nosotras es para mi madre.

El señor amable, les advirtió que “Cumbres Borrascosas” era un libro muy conocido y que probablemente ya lo tendría o lo habría leído. Y les sugirió que lo compraran en bolsillo sería más económico.
La chica indignada le dijo que no, se trataba de un regalo y en ese caso, siempre era mejor la tapa dura.

Al otro lado de la escena estaba ella, con el moño goteándole y distraída de su búsqueda. Pensó en lo que acababa de decir la joven y al mirarla creyó ver a la madre de ésta, durante un desayuno en una mañana cualquiera, dándole ese consejo a su hija. Ese consejo que la ayudaría a guardar las apariencias y a quedar elegantemente en un mundo en el que aparentar es ya casi más importante que ser.


El señor se dio cuenta por el tono de la respuesta de la joven, que estaba molestando y se calló. La chica del moño le observó mientras se movía lentamente para alejarse de aquella situación. Cuando el hombre pasó por su lado, ella cortésmente le dijo en voz baja.

- Yo también opino como usted.

El caballero hizo un ademán y espero a que las jovencitas se alejaran hacia la caja, después de haber depositado “Las olas” en su lugar correspondiente. La chica del moño pensó que tal vez si aquel hombre no hubiera dicho nada, Virginia hubiera tenido alguna posibilidad de ser comprada y tal vez, leída. Al fin y al cabo las chicas no parecían tener muy claro cuál.

El caballero se dirigió a la chica del moño y dijo:


- Las cosas han cambiado mucho. Los jóvenes ya no son como antes dijo refiriéndose a lo molestas que se habían sentido las chicas por sus palabras. Y continúo, el otro día les pregunté a mis alumnos si conocían a Simenon. De los treinta y cinco, ni uno había oído hablar de él.


- Que triste ¿verdad? - dijo la chica del moño y añadió - pero no crea que los de mi edad si lo conocen.

Los dos se miraron, guardaron silencio y cada uno siguió su camino, cada uno en su búsqueda particular de un libro. Minutos más tarde el caballero volvió junto a la chica del moño y le dijo:

- Veo que es usted una mujer interesada en la lectura. Si le gusta Muñoz Molina no se pierda su último libro. Para mí “El jinete polaco” es una de sus mejores novelas y éste último sigue el tono de aquel. Es espléndido.

La chica del moño goteante asintió y le vinieron a la cabeza “El dueño del secreto” y “En ausencia de Blanca”, aunque había leído algunos títulos más, del maestro de Jaén. Antes de que el caballero se alejara nuevamente la chica del moño le preguntó:

- ¿Es usted profesor de literatura?
- No, por Dios. Soy profesor de derecho, de derecho financiero. Soy un rara avis, ya lo ve.

El caballero sonrío cortésmente y se alejó. La chica del moño siguió con su búsqueda un rato más y pronto se dio por vencida. Antes de salir de la librería buscó con la mirada al caballero que hablaba y reía con uno de los libreros. Cruzaron una última mirada y ella salió del local.
La lluvia había cesado. El suelo estaba más gris que antes pero el cielo era más claro.



Fotografía de Magdalena Wanli