Ilustración de Javier Zabala
“Sólo las velas conocen el secreto de la agonía”
Un pensador Polaco
La joven escritora que vivía en el ático acababa de ser incinerada. Su familia bajaba las escaleras en un extraño silencio que se rompía con las voces de unos niños. El anciano padre lo hacia custodiado por el hermano de la chica y el cuñado de éste. Tres vecinas se habían unido al duelo vestidas con trajes de colores, como se había exigido en la invitación al evento. Desde lo alto llegaba claro el sonido de la música.
La puerta de la casa seguía aún abierta. Aún podía olerse el aroma del chocolate que habían cocinado para despedirla. Una mecedora balanceaba aún caliente el mimbre de su asiento. Sobre la mesa descansaba la difunta. A su lado el paquete de sus dulces favoritos.
Él, el hombre al que la escritora amaba se paseaba libre por la habitación. Leía susurrando, como quién anda sigiloso para que el ruido no despierte a los que sueñan. Se detuvo frente a la ventana y observó los árboles. Sobre una rama un Quetzal brillaba mientras abría y cerraba el pico. Él, entonces, rememoró sus largos paseos por la montaña, sus apasionadas conversaciones y los lugares comunes para esconderse.
- Un, dos, tres, cuatro…
- No abras los ojos que te conozco.
- Tranquilo escóndete… cinco, seis…
- No me fío.
- Siete, ocho…
- Espera, espera.
- Nueve y...
Cansado se sentó en el suelo e intentó poner todos sus pensamientos en blanco. Se tapó el rostro con la cortina y la respiración acercó la tela a su nariz y la pegó a sus gestos, dibujando una perfecta máscara con sus facciones.
El Quetzal aprovecho el instante para entrar en la estancia. Atravesó el silencio que había dejado tras de sí la música y voló hacia la mesa. Miró a la escritora y hundió sus patas en ella.
Comenzó a dar pequeños saltos y con destreza fue marcando las huellas de un camino ceniciento que se acercaba a un haz de luz. Un rayo de sol que entraba por la ventana, esquivando las ramas del árbol.
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