Ella se quita el pijama y cuidadosamente lo dobla y lo deja sobre la cama. Las sábanas son blancas. Los sueños de la noche pasada las han arrugado, dejando en ellas algunas huellas. Se acerca al armario, una pared cubierta de espejos que le devuelven su imagen desnuda. Corre una de las puertas y coge su ropa interior. Antes de salir de la habitación vuelve su vista hacia él. Parece tranquilo. Sus ojos aún están cerrados y su respiración llena el ambiente con una melodía cotidiana.
Entorna la puerta del cuarto y camina hacia el baño. Desnuda, sin secretos que guardar deja las bragas y el sujetador sobre la tapa del retrete. Regresa al cuarto y mira por la rendija de la puerta. Él está despierto y mira pensativo su imagen en los espejos, ajeno a la mirada de ella. Ella permanece allí espiando el instante durante unos segundos y decide regresar al baño para darse una ducha. No, no volverá a pensar en esos círculos concéntricos que un día no hace mucho la llevaron a un laberinto sin salida. Tal vez, el agua en su cuerpo borre los pensamientos que acaba de descubrir. El agua hierve y es incapaz de dominar la temperatura. Se aleja de todo y deja que los cristales transparentes y limpios arrastren consigo esa sensación de que la irrealidad construye sus días. Muy pronto en apenas unas horas estará rodeada de desconocidos y podrá dejarse llevar por las palabras que estos dibujaran en el espacio para ella. Pero ahora debe sortear la angustia para no resbalar y caer de bruces.
Él no tarda en posar sus pies en el suelo. Juntos acuden a un bar cercano. El camarero molesto, quién sabe si porque esa mañana ha tenido un desencuentro con el mundo, les sirve un café. Mientras mira el oscuro líquido en la taza, recuerda una cita de Atahualpa Yupanqui “No necesito silencio, ya no tengo en quien pensar”. Pero el inquebrantable vacío se apodera de la cucharilla con la que en unos instantes tendrá que agitar el café. Imagina que en el interior del líquido, contra la corriente que ella creará con la cucharilla, nadará un pequeño pez que por los efectos de la cafeína girará cada vez más rápido. Tal vez sea un pez volador que salió un día de viaje y que ahora ante la falta de oxigeno necesita parar. Y no ha encontrado otro lugar en el que zambullirse, tan sólo esta improvisada pecera de loza blanca cuyo contenido altera sus nervios.
Ella toma un cigarro de la cajetilla y lo prende. Como puede consigue no desplomarse. Se deja llevar por el humo. Busca una verdad comprensible en el fondo de su bolso. Una verdad que le explique el porqué de esa frontera que parece alzarse entre ella y todo lo demás. ¡Las fronteras no existen!, escucha que gritan desde el fondo del bar.
Vuelve a meter la mano en el bolso y busca un gesto que regalar o que regalarse, y como no lo encuentra decide dibujar uno con los dedos. Pinta el retrato de una mujer distinta. De cabellos lacios y suaves, con cierto toque oriental. Una mujer voluptuosa, de boca grande y carnosa. De ojos verdes. Cuando termina el dibujo lo toma en sus manos, lo levanta y lo aleja para verlo con distancia. Y descubre que la mujer no tiene ojos, no le ha dibujado ojos, en su lugar ha pintado un par de hojas de roble, parecen nubes de color verde.
La ciudad arde entonces entre lamentos que prefiere ignorar para que esa pasión no la distraiga de lo que acontece.
Suena Max Richter "On the nature of daylight"
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