La tristeza, a veces, nos sobreviene por sorpresa, empujada por la trivialidad de una discusión intelectualmente absurda. Un alarde de temperamentos que llega de la lejanía y que vemos acercarse con cada palabra, con cada frase y que se transforma en párrafos crueles derivando así en esa odiosa sensación de inevitable diferencia.
Las mimosas han dejado caer sus flores, construyendo para mí una alfombra amarilla que me conduce a una mesa de ajedrez blanca y verde, protegida del sol por un olivo. Siento en ella mi melancolía.
Me abate el dolor de la lucidez. No sé quien lo dijo, ni siquiera si lo dijo alguien: "la felicidad no existe pero si lo hace está reservada a la ignorancia".
Los hombres duermen cansados tras la ardua labor de construir ciudades que les pertenezcan, calles por las que pasear su poder. Henchidos sus pechos de éxito miran a las mujeres que creen poder conquistarles. Ellas se quedan de piedra, convertidas en estatuas de dudosa belleza al descubrir que las diferencias, lejos de unirles y enriquecerles les separan. Aparece entonces unas frase de Cortázar que dota al mundo de esperanza: "nada está perdido si se tiene el valor de proclamar que todo está perdido y hay que empezar de nuevo". Llega entonces un desconcertante silencio cargado de soledad que me levanta y hace volver a caminar.
Pintura de Gustav Klimt
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