Aquella mañana el futuro era gris raro. Recibí la invitación y me quedé, sencillamente, noqueado. La nota decía que podía formar parte de aquel club y me daba cita. Descuartice mis pensamientos buscando en ellos alguna razón que justificara mi deseo de acudir pero fue inútil. Los prestidigitadores del delito, como les gustaba apodarse, habían vuelto a quedar y yo podía ser uno de ellos. La cita en esta ocasión sería en un céntrico local en el barrio viejo.
Eran un grupo de seis personas que, una vez al mes, se veían en un conocido restaurante de la ciudad. Cada vez, en uno distinto. No elegían los lugares arbitrariamente sino que, poco a poco, dibujaban con ellos un mapa preciso, una ruta que configuraba un dibujo. Hacia años que habían comenzado aquel juego. Entre su cartografía contaban ya con la imagen de una salamandra, una mosca y una huella dactilar.
Eran adictos al simulacro, al disimulo y al engaño pero sobre todo a la muerte. Ocultos tras sofisticadas identidades llegarían como cada mes, a la cena del crimen.
Dijo Karen Blixen que “el presente siempre es incierto porque nadie ha tenido tiempo de observarlo con tranquilidad”. Y a eso jugaban los prestidigitadores del delito, a observar cada segundo de aquel presente, su único presente, aquella cena.
Eran un grupo de seis personas que, una vez al mes, se veían en un conocido restaurante de la ciudad. Cada vez, en uno distinto. No elegían los lugares arbitrariamente sino que, poco a poco, dibujaban con ellos un mapa preciso, una ruta que configuraba un dibujo. Hacia años que habían comenzado aquel juego. Entre su cartografía contaban ya con la imagen de una salamandra, una mosca y una huella dactilar.
Eran adictos al simulacro, al disimulo y al engaño pero sobre todo a la muerte. Ocultos tras sofisticadas identidades llegarían como cada mes, a la cena del crimen.
Dijo Karen Blixen que “el presente siempre es incierto porque nadie ha tenido tiempo de observarlo con tranquilidad”. Y a eso jugaban los prestidigitadores del delito, a observar cada segundo de aquel presente, su único presente, aquella cena.
Asesinar a uno de los comensales le convertía a uno en el rey de aquel submundo pero como todo, aquella corona era efímera y nadie sabía que cabeza la lucía. Matar recompensaba la vanidad y el ego del prestidigitador en su más recóndita intimidad y le reafirmaba en su sensación de imbatible. El desconocimiento del asesino convertía su crimen en verdadero arte. Eliminaba la adulación, la falsedad y desentrañaba lo que de banal podía haber en aquel acto.
Salvar la vida, le dotaba a uno de una embriagadora felicidad que duraba poco, un instante. La duda y la incertidumbre pronto hacían mella en aquellos artistas del asesinato que pasaban de la felicidad al desespero, entrando en la costosa tarea de vivir un mes más esperando los aconteceres de su destino, esperando la llegada de la siguiente cena.
Los seis miembros se daban cita en el restaurante, donde previamente se había solicitado un reservado. Allí, fríos y calculadores, se observaban intentando averiguar el plan de sus contrincantes. Intentando salvar sus vidas. Como en una ruleta rusa uno de ellos no saldría de aquel lugar. El juego consistía en conseguir ser el primero en dar muerte a uno de los comensales y no ser descubierto. Era un plan perfecto, pues en el caso de ser interrogados todos ellos desconocerían quién había ejecutado el crimen. Era difícil calificar aquellas muertes como asesinatos pues los participantes se prestaban de un modo voluntario. Era una especie de sacrificio en pos de la aventura, de la adrenalina, del temor a ser la víctima. Era un suicidio esperado e incierto que podía llegar cualquier mes, como consecuencia de un despiste, un mal movimiento…una pésima estrategia o sin más, fruto de cualquier banalidad que hubiera mermado sus capacidades; Una estúpida discusión de pareja, una pesadilla en mitad de la noche o tal vez un resfriado llegado por sorpresa podía ser definitivo…
Compartían la idea de que promover la sociedad de la felicidad absoluta era fabricar una cultura del miedo. Y porque pretendían ser felices, reivindicaban la melancolía y el pánico y construían una agrupación pactada que les permitía tener su minuto de gloria una vez al mes.
Los límpidos eran los únicos conocedores de la identidad de los prestidigitadores.
Se encargaban de trazar el mapa de restaurantes que cartografiaría el dibujo a representar. Así como de deshacerse del cadáver y transcribir el método utilizado para acabar con él. Más tarde, se lo harían llegar al resto de miembros. Durante las cenas grabarían todo lo que sucediera en el reservado. Y así serían los únicos en saber quién lo había cometido y cómo.
Los límpidos eran autómatas y habían sido construidos por un hombre que minutos después de haber acabado su creación, se había suicidado. Nadie había visto jamás a aquellos robots con aspecto humano, ni sabía nada acerca de ellos, más que qué existían.
Salvar la vida, le dotaba a uno de una embriagadora felicidad que duraba poco, un instante. La duda y la incertidumbre pronto hacían mella en aquellos artistas del asesinato que pasaban de la felicidad al desespero, entrando en la costosa tarea de vivir un mes más esperando los aconteceres de su destino, esperando la llegada de la siguiente cena.
Los seis miembros se daban cita en el restaurante, donde previamente se había solicitado un reservado. Allí, fríos y calculadores, se observaban intentando averiguar el plan de sus contrincantes. Intentando salvar sus vidas. Como en una ruleta rusa uno de ellos no saldría de aquel lugar. El juego consistía en conseguir ser el primero en dar muerte a uno de los comensales y no ser descubierto. Era un plan perfecto, pues en el caso de ser interrogados todos ellos desconocerían quién había ejecutado el crimen. Era difícil calificar aquellas muertes como asesinatos pues los participantes se prestaban de un modo voluntario. Era una especie de sacrificio en pos de la aventura, de la adrenalina, del temor a ser la víctima. Era un suicidio esperado e incierto que podía llegar cualquier mes, como consecuencia de un despiste, un mal movimiento…una pésima estrategia o sin más, fruto de cualquier banalidad que hubiera mermado sus capacidades; Una estúpida discusión de pareja, una pesadilla en mitad de la noche o tal vez un resfriado llegado por sorpresa podía ser definitivo…
Compartían la idea de que promover la sociedad de la felicidad absoluta era fabricar una cultura del miedo. Y porque pretendían ser felices, reivindicaban la melancolía y el pánico y construían una agrupación pactada que les permitía tener su minuto de gloria una vez al mes.
Los límpidos eran los únicos conocedores de la identidad de los prestidigitadores.
Se encargaban de trazar el mapa de restaurantes que cartografiaría el dibujo a representar. Así como de deshacerse del cadáver y transcribir el método utilizado para acabar con él. Más tarde, se lo harían llegar al resto de miembros. Durante las cenas grabarían todo lo que sucediera en el reservado. Y así serían los únicos en saber quién lo había cometido y cómo.
Los límpidos eran autómatas y habían sido construidos por un hombre que minutos después de haber acabado su creación, se había suicidado. Nadie había visto jamás a aquellos robots con aspecto humano, ni sabía nada acerca de ellos, más que qué existían.
1 comentario:
Es escalofriante. Sugerente. Los ves a todos. Puedes sentirlos por dentro. Te imaginas la escena... y quieres más. Eso, que se te queda corto, la trama está muy trazada con mucha habilidad, los personajes ni te cuento... los límpidos, qué nombre más acertado! Es un relato con seis sentidos porque casi se les puede escuchar, vamos que puedes imaginar hasta el timbre de la voz y cómo van vestidos. Qué gusto de relato pero te quedas con ganas de que siga. Sigue, please!!
Besi
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