miércoles, 11 de junio de 2008

El onironauta


“Que cada uno haga su trabajo, pues, como sepa o como pueda, porque más allá de la página y del gusto o el desaliento de escribir no hay nada seguro, ni la calidad de lo que hacemos, ni la resonancia que tendrá”. Camus


El bar estaba completamente vacío. Parecía que incluso el aire intimado por tanta soledad había salido corriendo. Miré con detenimiento la puerta y entré. La camarera me miró sorprendida, pude leer en su rostro un gesto de contrariedad. Escuché como chisteaba. Aún puedo oír aquel sonido y, a la vez, sentir un profundo pinchazo en la espalda. Me senté en la mesa más alejada de la barra. Era redonda y en la pared coronándola había una fotografía de Bae Bien-U, una de su serie de “Pine trees”. Durante un buen rato la mujer me escrutó desde su trinchera de madera de roble. Tras ella había un arsenal de botellas vacías. Sus ojos negros se clavaron en mi entrecejo, justo en el centro de mis obsesiones. Aguanté aquella cruel mirada unos segundos y después me dejé perder en las baldosas del suelo. Los dibujos geométricos, a mis pies, me distrajeron tanto que di un tremendo salto cuando con su gélida voz, entró en mis oídos, como el bisturí de un cirujano lo hace en un cuerpo enfermo, con precisión. Escindió mi tímpano en dos, que se abrió como las aguas hicieron con Moisés, para dar paso a sus palabras. Pedí un té. Ella se mantuvo firme, despreciándome. Y yo volví a esconderme, esta vez en el bosque coreano, imaginando las colinas de los suburbios de la vieja ciudad de Gyeongiu. En ese instante, hubiera deseado no ser tan cobarde, haberme puesto en pie y haber salido de allí sin más. No lo hice y ahora me alegro. Eso demuestra que la cobardía, a veces, es necesaria.
Pocos minutos después, escuche que la camarera volvía a chistear. Que fea costumbre, pensé, deberían silenciar a algunas personas como se silencian las pistolas. Imagine su saliva convertida en pequeñas balas de plata y la detesté. Seguí perdida en el bosque que se alzaba sobre mi cabeza, agazapada tras un tronco. Una voz sutil y delicada pidió permiso para sentarse. Al mirarle me encontré con unos ojos profundamente azules, tan profundos como la zona abisal del océano. Era alto y flaco, cual escultura de Giacometti y se deslizaba como los fantasmas, etéreo y liviano. Me miro como nunca nadie lo había hecho y se sentó, lentamente, trayendo con él una burbuja de aire que nos aisló de aquella crueldad inefable. Creí estar viviendo un sueño lúcido y pensé : el tiempo es un círculo eterno.
Fotografía de Bae Bien-U

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