viernes, 4 de julio de 2008
El cielo está tan alto
Necesito un beso de Brancusi, uno de Doisneau y uno más de klimt. Necesito un colchón de besos con un trampolín. Un beso terrorista que bombardee desencuentros y desamores. Necesito un beso que me dibuje entradas, agujeros, bahías, penínsulas, ensenadas... Uno que dibuje tus hombros y tus axilas. Necesito un beso que deje huellas en las playas de mi piel, huellas que el océano coloree.
Y en vez de eso, encuentro el grito de Munch. Observo largas filas de hormigas que sobreviven dos días sumergidas en mis lágrimas. Que injustos son a veces los minutos, pienso.
Intento trazar el rumbo de este puzle y siento que todo se reduce a un punto en el horizonte. Alguien dijo que estar vivo era perseguir instantes que mueren. Y alguien más, que buscaría los siempres en los jamases. Ellos han instalado un curiosímetro y me han advertido de que el destino siempre llama tres veces.
Como en una residencia de ancianos de Düsseldorf, han instalado para mí una parada del olvido. Su función atraerme como a una víctima de alzheimer que quiere escapar. La memoria a largo plazo siempre está viva, dicen. Quieren que reconozca esa parada como el lugar que, inevitablemente, me devuelva a casa. Una casa fantasma de cimientos oseos que ellos han construido para mí y de la que yo no tengo conocimiento.
Ilustración Gustavo Aimar
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