sábado, 19 de abril de 2008

Un premio a la vanidad


Las emociones, a veces, son contradictorias y otras veces demasiado certeras. A estas últimas les llaman intuiciones, porque extrañamente uno las presiente y se cumplen tal y como uno las imaginó. Pues bien, aquella mañana yo tuve la sensación de que, por fin después de cuatro meses de fallidos intentos, me llamarían para darme aquella noticia. Una amiga me llamó con la propuesta de tomar un café en alguna terraza al sol. El barrio tiene algunas con esas características pero no muchas, por lo que normalmente hay que pelear el hueco en una de sus mesas. Aquella mañana no era distinta a las demás. Se trataba de una mañana soleada y con todas las mesas repletas de gente, desperezando sus interiores con los efluvios de la cafeína. Deambulamos por la terraza de un bar, sin saber bien que hacer. Nos planteamos si sentarnos con un anciano que ocupaba la esquina de una de esas mesas. Finalmente, decidimos no hacerlo ante el peligro de tener que cambiar nuestra conversación íntima por una charla con aquel desconocido de avanzada edad. Dado mi carácter sé que aquello se habría dado con total naturalidad y se habría alargado horas y horas. Quien sabe si días. Sé que suena a exageración y lo es, pero y que. Lo que sí es exacto es que cualquier persona ante una situación similar se desharía del desconocido en un par de minutos y sin embargo yo, mucho más lenta, tardaría al menos 15 o 20. Eso, si con su suerte no entrara en juego la soledad del individuo. Ese: “tal vez tú seas su única conversación del día antes de que regrese a casa, pobre hombre.” En ese caso… En fin, que todo quedo en eso, en una idea que no llegaría a puerto. Porque entonces, una mesa con dos madres y sus carritos llenos de bebes decidieron comenzar sus tareas diarias. Se levantaron. Mi amiga y yo nos sentamos sonrientes en la mesa de al lado del anciano, que en silencio escuchó toda nuestra conversación sin dirigirnos ni una sola mirada.
Pedimos un cortado cada una. Y mientras yo rompía el azucarillo y lo volcaba en la taza, mi sistema nervioso se volvió loco. Era como si la cafeína con prisa penetrará por todos mis sentidos saltándose el gusto. Mi amiga hablaba y yo la escuchaba con dificultad. Mis sentidos estaban noqueados por la velocidad de mis pensamientos. En ese instante, antes de que consiguiera meter la cucharilla sonó el teléfono. El corazón se me puso a correr por todo el cuerpo. Tropezó con los riñones, con el hígado, rozó el estómago, que para entonces se había contraído y cabía en la palma de mi mano. Saque el móvil de la mochila y miré la pantalla. La llamada era de Madrid. Empecé a temblar. Uf, que sensación. En momentos así, cien opciones pasan por tu cabeza como tu vida pasa en un minuto ante un accidente. Por suerte, la cosa no se alarga tanto como para obnubilarte y dejarte k.o. No dura lo suficiente para evitar que contestes. Así es que apreté al botón verde. Y escuche esa llamada que de un modo inconsciente esperaba desde hacía cuatro largos meses. Mi intuición era cierta.
Las siguientes horas pasaron como en un duermevela. Deambulaba con la tensión de la espera tensando mis venas. Veinticuatro horas más tarde el veredicto de siete personas decidiría mi primer éxito. Un cuatro a tres. Un tres por cuatro y el ritmo de mis latidos compuso su propia melodía. El camino se llamaba la conquista del tiempo. Primero la semana, después el mes y por último el año. Pero esa batalla se jugaría ya sin tenerme en cuenta. La criatura, el dragón ya tenía vida propia, era libre.
Ilustración Sean Mackaoui

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