Se lanzará desde el trapecio como un héroe. Eso animará el cumpleaños de su hijo, que estará orgulloso de él. Sus amiguitos le admirarán. Decide esperarles arriba sentado en la barra. Mientras sube la escalerilla un hilo se engancha en su mocasín. La red y la escalera se destejen y desaparecen. Ya arriba se da cuenta. No podrá bajar. Hará el ridículo. Todos se burlarán. Entonces un infierno infantil entra en la carpa. Parecen monstruos. Mira hacia abajo, su mujer esquiva un sándwich que vuela. Un niño le mira, le ha descubierto. Rápido le lanza el zapato y lo deja inconsciente. Ese no se reirá.
viernes, 25 de abril de 2008
sábado, 19 de abril de 2008
Un premio a la vanidad
Las emociones, a veces, son contradictorias y otras veces demasiado certeras. A estas últimas les llaman intuiciones, porque extrañamente uno las presiente y se cumplen tal y como uno las imaginó. Pues bien, aquella mañana yo tuve la sensación de que, por fin después de cuatro meses de fallidos intentos, me llamarían para darme aquella noticia. Una amiga me llamó con la propuesta de tomar un café en alguna terraza al sol. El barrio tiene algunas con esas características pero no muchas, por lo que normalmente hay que pelear el hueco en una de sus mesas. Aquella mañana no era distinta a las demás. Se trataba de una mañana soleada y con todas las mesas repletas de gente, desperezando sus interiores con los efluvios de la cafeína. Deambulamos por la terraza de un bar, sin saber bien que hacer. Nos planteamos si sentarnos con un anciano que ocupaba la esquina de una de esas mesas. Finalmente, decidimos no hacerlo ante el peligro de tener que cambiar nuestra conversación íntima por una charla con aquel desconocido de avanzada edad. Dado mi carácter sé que aquello se habría dado con total naturalidad y se habría alargado horas y horas. Quien sabe si días. Sé que suena a exageración y lo es, pero y que. Lo que sí es exacto es que cualquier persona ante una situación similar se desharía del desconocido en un par de minutos y sin embargo yo, mucho más lenta, tardaría al menos 15 o 20. Eso, si con su suerte no entrara en juego la soledad del individuo. Ese: “tal vez tú seas su única conversación del día antes de que regrese a casa, pobre hombre.” En ese caso… En fin, que todo quedo en eso, en una idea que no llegaría a puerto. Porque entonces, una mesa con dos madres y sus carritos llenos de bebes decidieron comenzar sus tareas diarias. Se levantaron. Mi amiga y yo nos sentamos sonrientes en la mesa de al lado del anciano, que en silencio escuchó toda nuestra conversación sin dirigirnos ni una sola mirada.
Pedimos un cortado cada una. Y mientras yo rompía el azucarillo y lo volcaba en la taza, mi sistema nervioso se volvió loco. Era como si la cafeína con prisa penetrará por todos mis sentidos saltándose el gusto. Mi amiga hablaba y yo la escuchaba con dificultad. Mis sentidos estaban noqueados por la velocidad de mis pensamientos. En ese instante, antes de que consiguiera meter la cucharilla sonó el teléfono. El corazón se me puso a correr por todo el cuerpo. Tropezó con los riñones, con el hígado, rozó el estómago, que para entonces se había contraído y cabía en la palma de mi mano. Saque el móvil de la mochila y miré la pantalla. La llamada era de Madrid. Empecé a temblar. Uf, que sensación. En momentos así, cien opciones pasan por tu cabeza como tu vida pasa en un minuto ante un accidente. Por suerte, la cosa no se alarga tanto como para obnubilarte y dejarte k.o. No dura lo suficiente para evitar que contestes. Así es que apreté al botón verde. Y escuche esa llamada que de un modo inconsciente esperaba desde hacía cuatro largos meses. Mi intuición era cierta.
Las siguientes horas pasaron como en un duermevela. Deambulaba con la tensión de la espera tensando mis venas. Veinticuatro horas más tarde el veredicto de siete personas decidiría mi primer éxito. Un cuatro a tres. Un tres por cuatro y el ritmo de mis latidos compuso su propia melodía. El camino se llamaba la conquista del tiempo. Primero la semana, después el mes y por último el año. Pero esa batalla se jugaría ya sin tenerme en cuenta. La criatura, el dragón ya tenía vida propia, era libre.
Pedimos un cortado cada una. Y mientras yo rompía el azucarillo y lo volcaba en la taza, mi sistema nervioso se volvió loco. Era como si la cafeína con prisa penetrará por todos mis sentidos saltándose el gusto. Mi amiga hablaba y yo la escuchaba con dificultad. Mis sentidos estaban noqueados por la velocidad de mis pensamientos. En ese instante, antes de que consiguiera meter la cucharilla sonó el teléfono. El corazón se me puso a correr por todo el cuerpo. Tropezó con los riñones, con el hígado, rozó el estómago, que para entonces se había contraído y cabía en la palma de mi mano. Saque el móvil de la mochila y miré la pantalla. La llamada era de Madrid. Empecé a temblar. Uf, que sensación. En momentos así, cien opciones pasan por tu cabeza como tu vida pasa en un minuto ante un accidente. Por suerte, la cosa no se alarga tanto como para obnubilarte y dejarte k.o. No dura lo suficiente para evitar que contestes. Así es que apreté al botón verde. Y escuche esa llamada que de un modo inconsciente esperaba desde hacía cuatro largos meses. Mi intuición era cierta.
Las siguientes horas pasaron como en un duermevela. Deambulaba con la tensión de la espera tensando mis venas. Veinticuatro horas más tarde el veredicto de siete personas decidiría mi primer éxito. Un cuatro a tres. Un tres por cuatro y el ritmo de mis latidos compuso su propia melodía. El camino se llamaba la conquista del tiempo. Primero la semana, después el mes y por último el año. Pero esa batalla se jugaría ya sin tenerme en cuenta. La criatura, el dragón ya tenía vida propia, era libre.
Ilustración Sean Mackaoui
jueves, 10 de abril de 2008
El dragón
Aquel niño era yo. Me reconocí en el reflejo del charco y seguí corriendo asustado. El dragón corría como un relámpago. ¡Mamá! quise gritar pero mi voz se ahogó en la garganta. A mis pies se extendía un camino sin fin, una pesadilla. Empezó a llover. Miré atrás y le vi rugir. Escuche la llamarada. Un zarpazo en la espalda me sacó del sueño. Sentada en la cama estaba mamá que abrió sus fauces enfadada. ¿Otra vez?, ya eres mayor. Las sábanas estaban mojadas y no era sudor. Aterrorizado cerré los ojos con la esperanza de volver al sueño. Mejor el dragón que mamá.
martes, 8 de abril de 2008
La intimidad de la muerte
“El que espera desespera pero sigue esperando”. Así comenzaba el poema y así terminaría su vida, estaba decidido. Les había pedido a sus hijos que escribieran aquel epitafio en el mármol que cerraría su última casa. Éstos, entre lágrimas, se habían callado sin entender el sentido que tenían aquellas letras. Una frase que no les decía nada y que ni siquiera era la mejor de cuantas su padre había escrito.
Aquella tarde habían estado los cuatro, Diego y sus tres hijos, mirando fotos. A María, la pequeña, le gustaba aquella que le mostraba como un hombre zarandeado por el viento. En ella, podía verse su pelo revuelto, sus ojos desorbitados, la corbata izada por encima de los hombros. Una de las puntas de su gabardina separada veinte centímetros del cuerpo y el maletín marrón cogido fuertemente por la mano derecha, volando por encima de la cabeza como un globo. Pedro, dijo que ese retrato era demasiado cómico. Desde su punto de vista ridiculizaba a su padre. En su opinión, debían poner algo más acorde con él, tal vez la foto de un bosque, algo que salvaguardara su intimidad de molestos mirones. Bárbara le miró con desconcierto. ¿Intimidad? ¿Se debe prever la intimidad de los muertos, es que no tienen bastante? Ella no dijo nada pero molesta alzó en sus manos una foto antigua manoseada por el tiempo. Diego aparecía en ella, a la edad de tres años, imitando la postura de un superhéroe. Aquella foto había sido casual y contenía la naturalidad y la sencillez de la infancia. Algo que su padre, con el paso de los años no había perdido. Los tres hermanos habían escuchado la leyenda de esa instantánea cientos de veces. La fotografía había sido tomada por un antiguo amor de su abuela, en un parque, un día soleado. La abuela contaba que aquel día había sido abordada en plena calle por un estudiante de fotografía. Con él, había vivido una hermosa y descarnada historia de amor, que la había hecho salir de la melancolía, en la que estaba sumida desde la muerte del abuelo, en un inesperado accidente. Describía al muchacho con la delicadeza con la que se hablaría de una orquídea. Todo había comenzado cuando aquel día, le había pedido permiso para fotografiar al niño. El joven intentaba desarrollar un estudio sobre la pose. Debía presentar varios retratos con ese tema y había tenido esa ocurrencia. Fotografiaría niños imitando la postura de sus superhéroes favoritos. Su padre había optado por Spiderman, aunque años más tarde les había confesado que de haber conocido entonces a Sandman, hubiera sido a éste al que imitara. Eso les provocaba siempre la risa. No podían imaginarlo. Él reía y se contorsionaba ante ellos sacando la lengua, poniéndose bizco.
Ahora sonreír era mucho más difícil. A pesar de que llevaban todo aquello con cierta tranquilidad, cada uno de ellos contenía un torrente oculto que les amenazaba a cada instante con dejarles al descubierto. La enfermedad del padre había sido larga y las mil mentiras que habían tenido que contarle a su madre, internada en un sanatorio, habían aumentado el dolor de la despedida.
El padre rió ante la ridícula discusión de sus tres hijos. La lápida aparecería desnuda ese era su deseo. En el alabastro sólo estarían grabadas aquellas palabras “El que espera desespera pero sigue esperando”, sin fechas, sin nombres, sin fotografías.
Aquella tarde habían estado los cuatro, Diego y sus tres hijos, mirando fotos. A María, la pequeña, le gustaba aquella que le mostraba como un hombre zarandeado por el viento. En ella, podía verse su pelo revuelto, sus ojos desorbitados, la corbata izada por encima de los hombros. Una de las puntas de su gabardina separada veinte centímetros del cuerpo y el maletín marrón cogido fuertemente por la mano derecha, volando por encima de la cabeza como un globo. Pedro, dijo que ese retrato era demasiado cómico. Desde su punto de vista ridiculizaba a su padre. En su opinión, debían poner algo más acorde con él, tal vez la foto de un bosque, algo que salvaguardara su intimidad de molestos mirones. Bárbara le miró con desconcierto. ¿Intimidad? ¿Se debe prever la intimidad de los muertos, es que no tienen bastante? Ella no dijo nada pero molesta alzó en sus manos una foto antigua manoseada por el tiempo. Diego aparecía en ella, a la edad de tres años, imitando la postura de un superhéroe. Aquella foto había sido casual y contenía la naturalidad y la sencillez de la infancia. Algo que su padre, con el paso de los años no había perdido. Los tres hermanos habían escuchado la leyenda de esa instantánea cientos de veces. La fotografía había sido tomada por un antiguo amor de su abuela, en un parque, un día soleado. La abuela contaba que aquel día había sido abordada en plena calle por un estudiante de fotografía. Con él, había vivido una hermosa y descarnada historia de amor, que la había hecho salir de la melancolía, en la que estaba sumida desde la muerte del abuelo, en un inesperado accidente. Describía al muchacho con la delicadeza con la que se hablaría de una orquídea. Todo había comenzado cuando aquel día, le había pedido permiso para fotografiar al niño. El joven intentaba desarrollar un estudio sobre la pose. Debía presentar varios retratos con ese tema y había tenido esa ocurrencia. Fotografiaría niños imitando la postura de sus superhéroes favoritos. Su padre había optado por Spiderman, aunque años más tarde les había confesado que de haber conocido entonces a Sandman, hubiera sido a éste al que imitara. Eso les provocaba siempre la risa. No podían imaginarlo. Él reía y se contorsionaba ante ellos sacando la lengua, poniéndose bizco.
Ahora sonreír era mucho más difícil. A pesar de que llevaban todo aquello con cierta tranquilidad, cada uno de ellos contenía un torrente oculto que les amenazaba a cada instante con dejarles al descubierto. La enfermedad del padre había sido larga y las mil mentiras que habían tenido que contarle a su madre, internada en un sanatorio, habían aumentado el dolor de la despedida.
El padre rió ante la ridícula discusión de sus tres hijos. La lápida aparecería desnuda ese era su deseo. En el alabastro sólo estarían grabadas aquellas palabras “El que espera desespera pero sigue esperando”, sin fechas, sin nombres, sin fotografías.
Fotografía de Abbas Kiarostami
miércoles, 2 de abril de 2008
La pregunta
Aquella pregunta inquietante había conseguido, nuevamente, ponerla ante el precipicio.
Había titubeado antes de responder, antes de inventar aquella mentira que cualquier detector hubiera descubierto aún estando apagado.
Se sentó en el sillón y volvió a escuchar aquellas palabras que no por conocidas se deslizaron con más suavidad por sus oídos. Paralizada por el pánico, miró a su alrededor comprobando que estaba sola. Con dificultad sacó de su bolsillo una cuartilla doblada en cuatro veces. La mantuvo entre sus manos sin atreverse a abrirla. Las rodillas le tintineaban como campanillas azotadas por el viento.
Miró por la ventana. Desde su posición podía ver las ramas de un árbol que había perdido casi todas sus hojas. Y a su lado, un pequeño reducto de cielo en el que tenía lugar una carrera de nubes que se deslizaban dejándose ver escasos segundos.
Así, contando nubes consiguió reponerse de aquel terror repentino. Abrió lentamente las manos y dejó caer el papel. Se incorporó con dificultad y bajó su cuerpo al suelo, hasta acostarse junto a la carta. La miró con detenimiento. La acercó hacia si con la mano acariciándola con cariño, con miedo a asustarla. Poco a poco, como si la desnudara fue deshaciendo las dobleces hasta dejarla abierta. Leyó la fecha y la ciudad en la que había sido escrita. Y se dejó llevar por los pensamientos, por los recuerdos. Viajó unos años atrás y tropezó una vez más con aquella mujer. Ambas, como entonces, se miraron a los ojos fijamente. Después levantaron sus miradas hacia el cielo alertadas por unos pájaros.
En aquel instante, como entonces, el firmamento fue cruzado por una bandada de flamencos. El sol atravesaba las alas de las aves y ese filtro natural viraba la luz del sol, tornándola de un rojo brillante que las iluminaba. Ella, la desconocida, llevaba un bonito vestido naranja ilustrado por flores blancas y granates y en las manos portaba una carpeta de ilustraciones. Ella mucho más sobria vestía los colores de la tierra.
Como iban a imaginar que meses más tarde pasearían cogidas de la mano por un bosque de Viena. Su compañera, distraída, recogería hojas caídas, ramas retorcidas y piedras que adoptaban formas curiosas. Ella sin embargo, se perdería en el horizonte, pegando el silencio a cada uno de sus pasos, evitando con ello dejar huellas.
Había pasado mucho tiempo desde aquello.
Y ahora tan sólo le quedaba aquella carta. Apenas un puñado de letras revueltas que caminaban, de izquierda a derecha, ordenadas en filas. Miró la foto que descansaba en la estantería. Vio su cuerpo esbelto. Una sonrisa tímida escondida entre sus labios. Estaba sola, paseaba cerca del botánico y tras ella cruzaba el cielo un avión. El pájaro metálico volaba silencioso intentando no romper la quietud de aquel instante.
¿Cuándo había ocurrido?¿Había sucedido una mañana, una tarde, tal vez, mientras dormían? ¿Había sido en sueños?
Volvió a la carta, observándola con cierta distancia y comenzó a releerla.
Volvió a la carta, observándola con cierta distancia y comenzó a releerla.
“Si ahora pudiera recuperar todas las cartas que te escribí lo haría. Te las arrebataría, como una vez hice con tus reflexiones. Aquellas, que poco a poco, fuiste escribiendo en tu cuaderno. Sí, he de confesártelo, lo hice. Mientras tú te duchabas. Mientras el agua limpiaba tu piel, tras una noche de pasión intensa. Mientras enjabonabas ese dolor del que siempre me hablabas. En ese instante, en ese preciso instante, yo metía mis sucias dudas en tu bolsa y extraía tus memorias. Tus recuerdos de aquellos años. El registro de los días, de las noches, todas aquellas tardes perdidas en el limbo de tu sufrimiento. Tu soledad que era la nuestra.
Escondí el cuaderno bajo mi colchón y esperé a que te fueras para violentar tu intimidad. Para descubrir tus silencios, para responder a mis constantes preguntas nunca formuladas. Cuando te fuiste, volví a meterme bajo las sábanas y me tapé con ese olor a ti que aún quedaba en ellas. Juntos, tu olor y yo, recorrimos ese abismo. Tu lenguaje congeló mis gestos. Aniquiló mi paz. Abrió una grieta inabarcable… Desee desaparecer de ti, borrarme para siempre…”
Escondí el cuaderno bajo mi colchón y esperé a que te fueras para violentar tu intimidad. Para descubrir tus silencios, para responder a mis constantes preguntas nunca formuladas. Cuando te fuiste, volví a meterme bajo las sábanas y me tapé con ese olor a ti que aún quedaba en ellas. Juntos, tu olor y yo, recorrimos ese abismo. Tu lenguaje congeló mis gestos. Aniquiló mi paz. Abrió una grieta inabarcable… Desee desaparecer de ti, borrarme para siempre…”
Se detuvo, un dolor intenso recorrió su cuerpo volviendo a dejarla inmóvil. Una mosca confusa y molesta revoloteaba susurrando su zumbido. El reflejo, de ésta, en el mármol blanco del suelo, dibujaba cuadros efímeros que pasaban ante sus ojos, cómo antes lo habían hecho las nubes. ¿Cuántas horas de vida le quedarían al insecto?
¿Cuánto tiempo tardaría en posarse en el frío pavimento para acompañarla?
Su única medida del tiempo era ahora aquel ser gris y negro.
Su única medida del tiempo era ahora aquel ser gris y negro.
Ilustración Pablo Amargo
martes, 1 de abril de 2008
Coreografía de un sueño
"Cuando el águila remonta el vuelo, muy por encima de la tierra, durante un tiempo no se ve su sombra en parte alguna; Pero ave y sombra siguen unidas. Así sucede también con nuestras acciones: cuando se reúnen las condiciones adecuadas, sus efectos se ven con claridad"
Rimponché
Rimponché
La he buscado en todos los sitios que conozco, incluso en los que desconozco y no la he encontrado. Llueve, hace tiempo que llueve. Cuando llegué a este territorio ya llovía. Y ahora todo huele a mojado. Creo recordar haber pisado la tierra húmeda para ir a buscarla pero la lluvia está diluyendo la memoria. El pensamiento comienza a desaparecer lentamente dejando en su huída: líneas angostas y serpenteantes, crípticas, largos recorridos, sendas escarpadas, caras norte, vientos helados... sombras alargadas y frías. Dice Marías: "la vida no es contable, y resulta extraordinario que los hombres lleven todos los siglos de que tenemos conocimiento dedicados a ello, empeñados en contar lo que no se puede... A veces pienso que más valdría abandonar la costumbre y dejar que las cosas sólo pasen. Y luego ya estén quietas."
La primavera ha empujado al invierno y éste a su vez ha alejado el otoño. Ya no caen las hojas de los chopos y los abejarucos... ¿Dónde están los abejarucos?
Mueve diez centímetros el espíritu y siete el cuerpo, dice una voz. El tiempo discurre desde el hoy hasta el ayer. El camino conserva la memoria diseminada en las piedras. Alguien dijo, y hoy lo repite: que la historia no es más que una caja de herramientas.
Mueve diez centímetros el espíritu y siete el cuerpo, dice una voz. El tiempo discurre desde el hoy hasta el ayer. El camino conserva la memoria diseminada en las piedras. Alguien dijo, y hoy lo repite: que la historia no es más que una caja de herramientas.
Ilustración Alma Larroca
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