A Ida siempre le interesó el tiempo. Desde muy niña dedico sus horas de juego a observar la cambiante longitud de las sombras de los objetos, largas en los atardeceres y mucho más cortas hacia la hora de comer. Le habían enseñado que la vida necesitaba del tiempo para llevarse acabo y que sin él, la historia no existía. Sus antepasados habían inventado curiosos mecanismos para medirlo, para atraparlo. Habían jugado a adelantarlo si se retrasaba y a acelerarlo si las circunstancias lo exigían, manipulando clepsidras, relojes de sol, de arena, de viento...
Pero a Ida no le interesaban los extraños mecanismos de la precisión. A Ida le obsesionaba ganar tiempo. No le interesaba el dinero, ni las propiedades, tampoco el prestigio, ni el reconocimiento. Así como el que pasa sus horas en un casino apostando monedas con el fin de hacerse rico, Ida apostaba su tiempo y curiosamente ganaba el de los demás. Trabajaba para los otros a cambio de horas, minutos, segundos. Su salario oscilaba dependiendo del día de la semana, los lunes eran los días más caros. Una hora de su trabajo era pagada con un par de horas del que la contrataba. Ellos acortaban sus vidas pero conseguían sus objetivos, inmensas casas junto a la playa, grandes coches inaparcables, trajes de piedras preciosas que dañaban sus espaldas por el peso.
Es cierto que a la madre de Ida le hubiera gustado que su hija siguiendo la tradición familiar hubiera buscado la exactitud, que hubiera dirigido sus sueños hacia manecillas y diminutas tuercas. Tal vez, de haberlo hecho hubiera conseguido crear el reloj atómico, el NIST-FI, con un margen de error de sólo un segundo cada 30 millones de años pero nunca le dijo nada. Acepto que a Ida le interesaba mucho más la eternidad.
Y fue así que en un mundo rápido y vacío consiguió hacerse millonaria en tiempo. Noventa y siete millones de minutos para su jubilación. Esa fue su recompensa. A veces cuando la luna está llena y la noche es clara puedes verla volando con su pijama de rayas, paseando su eternidad entre las estrellas. En esas noches folios cargados de leyendas y cuentos caen sobre la tierra para detenerla.
Pero a Ida no le interesaban los extraños mecanismos de la precisión. A Ida le obsesionaba ganar tiempo. No le interesaba el dinero, ni las propiedades, tampoco el prestigio, ni el reconocimiento. Así como el que pasa sus horas en un casino apostando monedas con el fin de hacerse rico, Ida apostaba su tiempo y curiosamente ganaba el de los demás. Trabajaba para los otros a cambio de horas, minutos, segundos. Su salario oscilaba dependiendo del día de la semana, los lunes eran los días más caros. Una hora de su trabajo era pagada con un par de horas del que la contrataba. Ellos acortaban sus vidas pero conseguían sus objetivos, inmensas casas junto a la playa, grandes coches inaparcables, trajes de piedras preciosas que dañaban sus espaldas por el peso.
Es cierto que a la madre de Ida le hubiera gustado que su hija siguiendo la tradición familiar hubiera buscado la exactitud, que hubiera dirigido sus sueños hacia manecillas y diminutas tuercas. Tal vez, de haberlo hecho hubiera conseguido crear el reloj atómico, el NIST-FI, con un margen de error de sólo un segundo cada 30 millones de años pero nunca le dijo nada. Acepto que a Ida le interesaba mucho más la eternidad.
Y fue así que en un mundo rápido y vacío consiguió hacerse millonaria en tiempo. Noventa y siete millones de minutos para su jubilación. Esa fue su recompensa. A veces cuando la luna está llena y la noche es clara puedes verla volando con su pijama de rayas, paseando su eternidad entre las estrellas. En esas noches folios cargados de leyendas y cuentos caen sobre la tierra para detenerla.
Para Citla que con sus pinceles me inspiro
1 comentario:
querida Pilar! Estoy preparando algo en relación tu última carta. Espéralo pronto!!!
Besos y abrazos!
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