Ilustración de Valerio Vidali
Mara cumplió los primeros minutos de sus 87 años, a las 11 de la noche, del 16 de junio del año 2008. Salió del cuarto de baño arrastrando sus coquetas zapatillas rosas. Había metido el cuello de su batín por dentro porque sabía que un cuello con forma de pico estilizaba la figura. Desmaquillada y con una pequeña redecilla en la cabeza se detuvo en el centro de su habitación. Al fondo una cama de un cuerpo la esperaba con sus sábanas abiertas. A los pies de ésta se alzaba una estantería con algunos libros y cinco marcos de fotos exponían cinco instantáneas, que a grandes rasgos contaban parte de su historia (la Argentina, su primer pase de modelos, aquel beso que su marido le dio a los pies de la Torre Eiffel y que inmortalizó un fotógrafo desconocido, su madre junto a su hermana y una foto misteriosa en la que podía adivinarse la sombra de una niña escondida tras unos árboles). Al lado derecho de la cama, apoyada en una pared, había una mesa y sobre ella una lamparilla de noche con el cuerpo retorcido y una pantalla clara ribeteada con encaje. También había una maquina de escribir que descansaba tapada y una foto de su marido ya fallecido.
Mara se sentó en el sillón de orejas y miró su figura reflejada en la inmensa televisión que sus sobrinos le habían regalado el día que había ingresado en aquella residencia.
Un anciano militar que dormía en la habitación contigua llamó suavemente con los nudillos a su puerta. Mara sonrío sin girarse sabiendo quien era. El caballero de pelo cano y porte esbelto pidió permiso para pasar. Era tarde lo sabía. También sabía que a las enfermeras no les gustaba que andaran despiertos a esas horas.
- Pasa Joan - dijo Mara, con la voz casi apagada.
Él entró y tras hacer una graciosa reverencia pidió permiso para sentarse y después lo hizo. Un sillón biplaza tapizado con un estampado de flores le acogió durante las largas horas que allí estuvo.
Mara se sentó en el sillón de orejas y miró su figura reflejada en la inmensa televisión que sus sobrinos le habían regalado el día que había ingresado en aquella residencia.
Un anciano militar que dormía en la habitación contigua llamó suavemente con los nudillos a su puerta. Mara sonrío sin girarse sabiendo quien era. El caballero de pelo cano y porte esbelto pidió permiso para pasar. Era tarde lo sabía. También sabía que a las enfermeras no les gustaba que andaran despiertos a esas horas.
- Pasa Joan - dijo Mara, con la voz casi apagada.
Él entró y tras hacer una graciosa reverencia pidió permiso para sentarse y después lo hizo. Un sillón biplaza tapizado con un estampado de flores le acogió durante las largas horas que allí estuvo.
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