martes, 20 de abril de 2010

Por una mirada



Cuadro del pintor danés Hammershoi

"Esa fue la primera frase que me dirigió, y aunque han pasado sesenta y ocho años desde esa noche, es como si todavía pudiese oír las palabras saliendo de la boca del maestro. - No eres mejor que un animal. Si te quedas donde estás, habrás muerto antes de que acabe el invierno. Si vienes conmigo, te enseñaré a volar. - No hay nadie que pueda volar, señor -dije-. Eso es lo que hacen los pájaros, y estoy seguro de que yo no soy un pájaro. - Tu no sabes nada -dijo el maestro Yehudi-. No sabes nada porque no eres nada. Si no te he enseñado a volar antes de que cumplas los trece años, puedes cortarme la cabeza con un hacha."

Mr. Vertigo, P. Auster



La ansiedad me tenía comida la imaginación. Deambulaba con los nervios a flor de piel, saltando de libro en libro, de “Los confines” a “El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas”. Y de ellos, al último tomo de “Tu rostro mañana”. Nada parecía conseguir interesarme. Leía a una velocidad vertiginosa y el poso de palabras que quedaba en la taza de mi cerebro no era más que un grupo de manchas inconexas e indescifrables que terminaban por borrarse de mí en minutos, dejando mí memoria limpia como la patena. Intenté respirar hondo y sentir como el oxigeno llegaba al fondo de mis calcetines y saltaba de dedo en dedo, en mis pies. La lavadora dio su último centrifugado y me levante del sillón con la sensación de que aquellas tareas cotidianas y pragmáticas eran lo único que me mantenía unida a la realidad aquella mañana. Fui a la cocina, saque la ropa mojada y la acomodé en la bolsa de plástico a rayas de colores que suelo utilizar para transportarla de la cocina a la terraza. El viento dificultó cuanto pudo la tarea. La humedad de la ropa congelaba la punta de mis dedos y las pinzas se caían al suelo constantemente. Mis manos parecían de trapo, un blandiblu infantil sin fuerza, sin músculo. Entré de nuevo a la casa y escuche el rugir de las corrientes. Pobres pájaros pensé. Pobres vencejos, que sería de ellos. El resto de especies se posa en los árboles y se resguarda de las tempestades. Pero ¿y los vencejos?, ¿y los aviones? .Ellos no descansan, no interrumpen su vuelo ni por el sueño. Parece mentira pero cuando uno se siente angustiado, lejos de buscar algo que reduzca la presión emocional sobre si mismo, siempre encuentra cualquier tontería que la acrecienta. Así que mi ansiedad se multiplicó esta vez pensando en las aves. Me metí en la ducha y me puse el mismo vestido que los dos días anteriores. Algo que en el fondo recaló en mí, me hizo sentirme sumida en el mismo atolladero que los días pasados. La misma ansiedad, la misma inmovilidad, la misma falta de creatividad y ahora el mismo envoltorio para todo aquello. Cogí el abrigo marrón de cuadros, hace tiempo ese abrigo me encantaba las rayas de colores que lo cruzan para formar los cuadros de colores me parecían un cuadro de Klee. Ahora me resultaba difícil no ver las bolitas que el tejido de lana había desarrollado. Cogí el abrigo y abroche los botones. Me arregle el cuello. Me dirigí a la cocina y fui anudando las bolsas de basura. La basura orgánica, el plástico, el papel y por último cogí la bolsa en la que había ido agrupando las piezas de cristal. Bajé las escaleras, absorta en pensamientos rápidos que atravesaban mi cuerpo y mi cabeza como si corrieran un rallye. Salí a la calle y el viento tomó mi pelo y lo hizo agitarse por encima de mi cabeza como si pretendiera modelarlo a su antojo. Caminé como pude hacia los contenedores. Primero me acerque al de la basura orgánica. Su tapa gris se abría y se cerraba sola como si fueran las fauces de un enorme monstruo que amenazaba con engullirme. Rápida lancé la bolsa a su interior, creyendo que el bocado calmaría su furia. Me dirigí a los pesados contenedores de plástico y papel. Las bolsas de plástico entraron con facilidad en los agujeros del contenedor de tapa amarilla, no fue igual de sencillo con el papel. El contenedor estaba lleno de cartones muy grandes que hacían difícil vaciar la bolsa en la que había ido recogiendo día tras día, los envoltorios de papel, los ticket de compra, las revistas pasadas, los periódicos fuera de tiempo, los guiones caducos. Me costó meterlos en el contenedor pero al fin lo hice. Di dos pasos para acercarme al contenedor de cristal, ese iglú verde que alberga botellas, botes…Al mirar al frente vi a un chico negro con el que cruce la mirada unos segundos, caminaba por la acera, Por alguna extraña razón varió su ruta y en vez de pasar frente a los contenedores de papel y plástico giró y siguió caminando. En ese instante ambos contenedores empujados por el viento se alzaron de la acera y cayeron de bruces contra el suelo. Yo a penas había sacado el primer tarro de cristal de la bolsa. El estruendo fue enorme. Busqué con la mirada al chico negro que hizo lo mismo conmigo. Nuestros ojos abiertos como platos parecieron comunicarse. Si no me hubiera mirado segundos antes tal vez hubiera caminado ensimismado en sus pensamientos y habría caído bajo las dos moles metálicas. Y si yo no hubiera cruzado la mirada con él habría terminado de vaciar la bolsa en el contenedor de cristal y me hubiera acercado para tirar la bolsa de plástico al contenedor de plástico y el pesado monstruo gris de pelo amarillo me habría chafado como si fuera una croqueta. Ahora puedo imaginarme allí abajo, saliéndose sólo mis pies. Imagino que el golpe habría sido tan fuerte que tal vez a los servicios de urgencia les habría resultado imposible separarme del contenedor, tan difícil como para un cartero separar un sello del sobre que le lleva. Incluso ante tan ardua tarea tal vez los míos, mi familia, se vieran en la tesitura de tener que enterrarme junto al contenedor. Y así mi existencia quedaría atada para siempre a un montón de desechos plásticos. Hasta pude oírme quejándome de mi mala suerte, no por haber sido planchada por un contenedor sino por haberlo sido por el de plástico y no por el de papel y estar en la eternidad, si esta existe, rodeada de frascos de poliuretano vacíos y sin nada que leer más que etiquetas comerciales con absurdas composiciones.


martes, 6 de abril de 2010

El pasado en un punto de jersey


Fotografía de Jeff Wall
Fotográfo canadiense nacido en 1946.

Convertida en un cangrejo que pasea por el folio dando unos cuantos pasos hacia delante y retrocediendo otros tantos para borrar sus huellas. Sustituyendo unas letras por otras. Lanzándome desde el precipicio que supone cada tecla del ordenador, sin ver a lo lejos una sola frase que me salve del abismo de la palabra hueca. Viajo como decía el escritor tomando el camino más misterioso, ese que siempre va hacia el interior. Repitiéndome ese poema de Idea Vilariño que dice “Fue un momento, un momento en el centro del mundo”.
Aún recuerdo aquel instante, un minuto de paz y diez de confusión. Aquel hombre escondido tras la barba, una selva de pelo desde la que observar sin ser visto. Sus ojos aferrados al periódico. Aún recuerdo la sensación que me produjo ver de cerca la textura de su rebeca, reconocer en ella un pasado lejano, atrapado por el punto de un jersey, tal y como quedara atrapado el tiempo de Proust en una magdalena.