miércoles, 26 de marzo de 2008

Buscando nubes II


Fior se entretuvo leyendo lo que sólo él podía ver. Levantó sus manos y comprobó que la luz penetraba en ellas y aclaraba la escritura. Las líneas se dibujaban de izquierda a derecha y no se detenían, sino que giraban y continuaban sobre la palma. Era como si las frases fueran cuerdas que le maniataban. Abrió uno de los cajones de su escritorio y sacó unos viejos guantes que había dejado en desuso hacía meses. Eran de lana y se los había regalado, años atrás, una paciente de su padre. Los dedos estaban levemente agujereados en las puntas y por esos huecos se asomaban algunas letras sueltas: una ele, una zeta…una ese. Pensó entonces en su madre, Silvana, en esa sensación de abandono que, poco a poco, con la edad, se había transformando en melancolía, en añoranza.
Se giró sobre si mismo y quedó frente al retrato de familia que colgaba de la pared. Desde el cuadro su madre le miraba, sus ojos eran de un azul tan pálido que le recordaban el hielo. Su padre, sin embargo, tenía la mirada distraída. Por primera vez cayó en la cuenta, en una de las esquinas del cuadro podía verse dibujado un árbol y, junto a él, el pié de un hombre. Aquel retrato había sido encargado expresamente a un famoso pintor ruso que había trabajado en él durante meses.
Entonces, volvió sobre el escritorio, sacó de la caja una llave y abrió el cajón. Rebuscó entre los papeles y encontró el cuaderno. Lo hojeó con delicadeza y extrajo de él una carta. Las puntas del sobre se habían tornado macilentas y la esquina derecha se había rasgado. De él, sacó unas cuartillas y de dentro de éstas una foto. En ella, sobre un fondo níveo, podía verse a una mujer acostada en una cama. La espalda recostada sobre unos almohadones blancos que la mantenían erguida. Estaba tapada por una sábana inmaculada. Sobre su regazo había un libro abierto. La mujer llevaba dos largas coletas y una pulsera de oro adornaba su muñeca izquierda. Su mirada estaba perdida en el vacío y sus manos parecían estar tocando un piano imaginario. La mirada de Fior se perdió en recuerdos. Mirando aquella foto sentía que podía oler a su madre. Traerla de nuevo a su lado. Tomó la carta y comenzó a leerla por la mitad:
"...existen cosas que llevamos tan aferradas dentro que son muy difíciles de ver para los demás si no las contamos. A veces, son incluso imposibles para nosotros mismos. Supongo, que de haber estado yo equilibrada en aquel momento hubiera reaccionado de otra manera; Tal vez, esa manera tampoco habría sido la que tú esperabas ¿Quién sabe?
De cualquier modo, creo qué las cosas no se miden por lo que parecen sino por lo que provocan, por como las vivimos. Lo que para uno es insignificante para otro es una montaña. El dolor que sentimos no queda invalidado porque alguien nos cuente su historia y esta parezca en su enunciado más dolorosa que la nuestra. No creo que se trate de debatir si… ¿De verdad crees que yo estaba obsesionada? ¿Crees que las obsesiones aparecen de repente y no tienen orígenes lejanos? ¿Crees que el desamor no genera heridas incurables? ¿Crees que yo no habría roto mi vida por él, por nuestro hijo?
No sé, no te tomes estás preguntas más que como eso, como preguntas. Tampoco yo sé responderlas. Creo que nunca es justo comparar las situaciones. Aunque entiendo que a veces es inevitable. Los juicios brotan de nuestras entrañas sin medir las consecuencias. Justificamos nuestros actos. Memorizamos los hechos como queremos y los cambiamos cuando así se nos antoja y no somos conscientes de ello. Inocentes vagamos creyendo lo que nos contamos a nosotros mismos.
Necesito darte las gracias por haber intentado abatir mi tristeza. Aunque tú y yo sabemos que siempre sentí una tremenda soledad contra la que no pudimos hacer nada.
...a veces, la angustia vital era tan grande que sólo aislarme me aliviaba. Entonces, apagaba injustamente mi cuerpo y lo dejaba a la deriva. Lo siento. No quería que nadie viera, ni sintiera mi dolor. Me bastaba con escribirlo. Supongo, que si leyeras mis escritos ahora, te sorprenderías igual que yo al leer tu carta. Tal vez, ahora mi imagen imperfecta te provoque más cariño. No sabía que..."
Fior dejó de leer. Podía recitar de memoria cada palabra, cada coma, cada punto y volver a tropezar en los mismos vacíos, en los mismos abismos. La carta iba dirigida a su padre y la foto estaba tomada en un sanatorio mental en el que Silvana, su madre, había estado ingresada meses antes de su desaparición.

Ilustración de Patricia Metola

"La vida son las cosas que nos ocurren mientras estamos ocupados haciendo otras cosas." John Lennon


¡ Niño, tira pa’ Linares! Gritó el hombre al vacío, interrumpiendo su conversación telefónica. Y continuó cariñoso: “perdona venía er desvío. Yo también te exo de meno”. El autobús a Barcelona hizo la primera parada. Yo bajé a estirar las piernas. Seguí mirando a aquel hombre tras la ventanilla. Él seguía con su triste engaño, mientras le acariciaba la mano a una mujer. Delante de su asiento estabas tú, dormida. Tal vez, soñándome. Saqué mi móvil y marqué su número. Mi mujer contestó y yo dije: cariño, hoy como en casa, se ha anulado el viaje de negocios. El autobús te alejó.
Ilustración Sean Mackaoui

Todo tiene su final




¡ Niño, tira pa’ Linares!
Gritó el hombre al vacío, interrumpiendo su conversación telefónica. Y continuó cariñoso: “perdona, yo también te exo de meno”. El autobús a Barcelona hizo la primera parada. Bajé a estirar las piernas y seguí mirando a aquel hombre tras la ventanilla. Ahora acariciaba la mano de una rubia. Imaginé tus ojos cerrados y tu boca entreabierta por el sueño. Me pregunté si ya te habrían despertado Sí estarías aturdida por los somníferos que había mezclado con tu cena. Si habrías leído mi nota. Si perdonarías mi huida. Cobarde, desconecté mi móvil. Y tú y los niños desaparecisteis de la pantalla.
Pintura de Georgia O'keefe

miércoles, 5 de marzo de 2008

Sin palabras

Fotografía Parker Harrison


Fotografía Abbas Kiarostami

martes, 4 de marzo de 2008

El niño y su sombra


Recordaba con melancolía las tardes en el parque, los días lluviosos, la tierra húmeda. El viejo estanque donde, juntos, cogían ranas que volvían a dejar en el agua después de besarlas sin que aparecieran princesas. Sus carreras entre los árboles. Los silencios. Las risas. Los cuentos nocturnos que les dejaban colgados de las estrellas. La luz de la lámpara giratoria que dibujaba sombras en el techo. El elefante que levantaba la trompa. Los juegos de soldaditos de plomo que descansaban sobre la estantería.
Aún podía escuchar la música, que llegaba desde el otro lado de la casa y se mezclaba con aquellos números, contados con celeridad. Uno, dos, tres…nueve.
Nueve, se decía, ese número que en la numeración maya era representado por cuatro puntos sobre una línea y que para los hebreos simbolizaba la verdad. Ese triángulo que le acercaba a la totalidad, a los tres mundos. Al suyo, al de él y al de ellos. Un espacio secreto que sólo ellos conocían: el juego del escondite.
Escuchaba las pisadas que correteaban por el pasillo, acercándose al dormitorio. Y sonreía. Podía imaginar las huellas de sus zapatos en la alfombra junto a la cama. La foto en la mesita de noche. Sus imágenes gemelas, abrazadas la una a la otra, estrechamente unidas, tan distintas.
Una, la huella de la otra.
Y después todo se quedaba a oscuras, en silencio. Escuchaba entonces el monocorde sonido de una respiración que, poco a poco, se alejaba. Que, poco a poco, se sumía en un mundo de sueños privados. Y entendía que aún debía esperar. El miedo entonces crecía. Aparecía como un monstruoso gigante que corría tras él. Que abría sus fauces para mostrarle un espacio aún más oscuro. Y así comprendía que el niño se había olvidado.
La confusión de aquellos primeros días le había hecho permanecer inmóvil. Soñando con nuevos juegos. Esperando que de un momento a otro, él regresara y abriera la caja.
Entonces caminarían juntos. Andaría un paso por detrás de sus pies. Dejaría que el sol calentara su rostro y al atardecer le adelantaría para dejar que los últimos rayos empujaran su espalda. Todo volvería a ser como antes. El niño y su sombra.
Pasada la primera semana había encontrado en el fondo de aquella caja un cuaderno y un lápiz, sin punta. Presionando sobre las paredes había dibujado una ventana y una puerta. Y se había subido, de puntillas, encima del libro, intentando vislumbrar algo. Sus esfuerzos habían sido inútiles. Sus gritos habían sido acallados por alguna fuerza malévola que le retenía allí, encerrado y olvidado en el fondo de una caja.
Años más tarde, mientras dibujaba con las manos, un águila y su sombra, escucho ruidos. La caja se tambaleó y una luz cegadora inundó el espacio. La cara de un hombre le miraba desde lo alto. Había vuelto, el niño había vuelto. Él, una sombra olvidada dentro de una caja, mientras jugaba al escondite, miró hacia arriba y sonrío. Después bajo la cabeza y continuó dibujando.
Unos días más tarde, desde la ventana de su despacho, el hombre pudo ver, en la carretera, el reflejo de un águila y sobre ésta la sombra de un hombre. Su sombra.

Ilustración Danielsan